Las manzanas (18 page)

Read Las manzanas Online

Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las manzanas
8.21Mb size Format: txt, pdf, ePub

Suponía que se encontraría de vuelta a alguno de aquellos avisperos humanos de Europa Central, de donde procedía y a cuya tierra pertenecía. Había tenido que regresar allí porque no le quedaba otra salida. A menos que hubiese preferido perder por completo su preciada libertad.

Jeremy Fullerton era un defensor acérrimo de la ley. Creía en ella. Despreciaba a los numerosos magistrados de su tiempo que se inclinaban por las sentencias tibias, que aceptaban pasivamente ciertas situaciones que convenía atajar de raíz. Fullerton pensaba en los estudiantes que se dedicaban a robar libros, en las jóvenes casadas que practicaban la sustracción de artículos de los supermercados, en las chicas que hurtaban pequeñas cantidades a sus patronos, en los muchachos que destrozaban cabinas telefónicas… Ninguno de estos personajes actuaba impulsado por la necesidad; ninguno de ellos podía considerarse un desesperado. La mayor parte de tales personas procedían de aquel modo por la excesiva indulgencia con que habían sido educadas. Y se creían sinceramente en el derecho que les asistía a tomar por las buenas lo qué sus bolsillos no podían proporcionarles. Pero además de su fe en la justicia, el señor Fullerton albergaba en su pecho otro sentimiento: el de la compasión. Le apenaban profundamente los reveses del prójimo. Sentía lo de Olga Seminoff. Y mucho. Sí. Pese a no aceptar los apasionantes argumentos que ella expuso en defensa propia.

—He venido a verle para solicitar su ayuda. Pensé que usted querría ayudarme. El año pasado fue usted muy amable conmigo. Me facilitó los trámites legales que habían de permitirme permanecer un año más en Inglaterra. Se me ha dicho: «Usted no tiene por qué contestar necesariamente a las preguntas que le formulen. Puede estar representada por un abogado». Es por lo que he venido aquí…

—Las circunstancias han cambiado —manifestó el señor Fullerton, recordando la sequedad, la frialdad con que pronunciara aquellas cuatro palabras—. No es lo mismo ahora. En este caso yo no me encuentro en libertad para actuar en su nombre legalmente. Represento ya a la familia Drake. Como usted sabe, soy desde nace tiempo el abogado de la señora Llewellyn-Smythe.

—Pero… ella murió ya. Y por el hecho de estar muerta no necesita de los servicios de ningún abogado.

—La señora Llewellyn-Smythe la apreciaba a usted mucho.

—En efecto. Es lo que he estado indicándole a usted. Ésa es la causa de que ella deseara dejarme su dinero.

—¿Todo su dinero?

—¿Y por qué no? ¿Por qué no? No sentía mucha inclinación por sus parientes más cercanos.

—Está usted en un error: quería mucho a sus sobrinos.

—Puede que sintiese algún aprecio por el señor Drake. La señora Drake, en cambio, no le decía nada. La encontraba muy pesada. La señora Drake se metía en todo. No permitía hacer a la señora Llewellyn-Smythe nada de lo que le agradaba. No le dejaba, por ejemplo, comer lo que a la anciana le apetecía más.

—Es una mujer consciente de sus obligaciones, quizás, e intentaba, probablemente, que su tía se ajustase a las instrucciones del médico en cuanto a su dieta, procurando, por otro lado, que no hiciese demasiado ejercicio físico y otras cosas que no favorecían en lo más mínimo su salud.

—Las personas no siempre desean atenerse estrictamente a las instrucciones del doctor. Muchas veces, su aspiración máxima es que no las importunen sus parientes. Es muy corriente que a la gente le guste vivir su vida, hacer lo que se le antoje, disfrutar de lo que la atrae más. La anciana tenía mucho dinero. ¡Podía conseguir lo que le pasara por la cabeza! Era rica. Era rica, rica, rica, y podía hacer lo que le diera la gana con su dinero. El señor y la señora Drake poseen ya bastante capital. Tienen una hermosa casa, buenas ropas, dos coches… Son gente acomodada. ¿Por qué ese afán de tener todavía más?

—Eran los únicos parientes de la anciana…

—Ella quería que yo disfrutase de su dinero. Yo le había inspirado siempre mucha compasión. Sabía perfectamente las pruebas por las cuales había pasado. Estaba enterada de que mi padre había sido detenido por la policía de mi país, para ser deportado posteriormente. Mi madre y yo no volvimos a verlo. Luego, le llegó el turno a mi madre… ¡Y cómo murió! Más tarde, murieron todos los miembros de la familia. Es terrible, terrible, todo lo que he tenido que soportar. Usted no tiene idea de lo que es vivir en un estado policíaco. Yo sé perfectamente lo que es esto. ¡Oh! Usted se encuentra de parte de la policía. Usted no está a mi lado.

—Yo no puedo estar a su lado, compréndalo —contestó el señor Fullerton—. Lamento muchísimo todo lo que le ha sucedido, pero creo que usted misma se lo buscó.

—¡Eso no es verdad! No es cierto que yo haya hecho algo que no debí hacer. ¿Cuál ha sido mi conducta? Fui amable con la señora Llewellyn-Smythe; me mostré complaciente con ella… Le proporcioné cosas que el médico le había prohibido que comiera. Chocolate y mantequilla, por ejemplo. El doctor insistía en que debía ceñirse a las verduras en su dieta. Era demasiado monótono. La apetecía especialmente la mantequilla. No quería que le faltase mantequilla en ningún momento.

—No se trata solamente de eso —declaró el señor Fullerton.

—La cuidé a conciencia. Fui complaciente con ella. Y la señora, lógicamente, se mostró agradecida. Y luego, cuando ella murió y me enteré de que a causa de su afecto y agradecimiento había redactado un documento por el que me cedía todo su dinero, los Drake hicieron acto de presencia, asegurando que aquél no iba a ser para mí. Me dijeron todo lo que les pasó por la cabeza. Me dijeron que había influido astutamente en la anciana, para que me favoreciese. Y cosas peores. Mucho peores. Llegaron a asegurar que yo había redactado el testamento. ¡Tonterías! Fue ella quien lo escribió. Ella, sí. La señora me ordenó después que saliera de la habitación. Llamó a la mujer de la limpieza y a Jim, el jardinero. Les dijo que tenían que firmar el papel… No era yo quien tenía que estampar mi firma al pie a causa de que el dinero iba a parar a mí. ¿Y por qué no? ¿Por qué no había de haber en mi vida una racha de buena suerte, un poco de felicidad? La cosa me pareció maravillosa. ¡Cuántos proyectos para el futuro forjé al enterarme de aquello!

—Es natural, es natural…

—¿Y por qué no había de concebir yo mis planes? ¿Por qué no había de alegrarme de todo aquello? Voy a ser feliz. Y rica. Y tendré todas las cosas que tanto he ansiado poseer en la vida. ¿Hice yo algo malo? Nada. Tengo que repetírselo:
nada
.

—He intentado hacerle ver ciertos extremos…

—Se me ha dicho que yo he mentido. Se me ha dicho que yo fui la autora del documento. No es cierto que lo redactara yo. Fue
ella
quien lo escribió. Nadie puede sostener lo contrario.

—Son muchas las afirmaciones que ha hecho cierta gente —declaró el señor Fullerton—. Y ahora, escúcheme… Cese en sus protestas y preste atención a lo que voy a indicarle. ¿Verdad que la señora Llewellyn-Smythe, en las cartas que usted escribió en nombre suyo, quiso que imitara fielmente su escritura? Esto sucedía porque estimaba que corresponder a las cartas de sus amistades con textos mecanografiados era una desatención, delatadora de la existencia de un afecto más bien superficial. He aquí una creencia que arranca de los días victorianos. Hoy en día nadie se preocupa por el hecho de recibir cartas escritas a mano o mecanografiadas. ¡Ah! Pero la señora Llewellyn-Smythe consideraba la misiva escrita a máquina una descortesía. ¿Usted entiende lo que le estoy diciendo?

—Naturalmente que lo entiendo. Pero me lo pedía ella… Me decía: «Olga: hazme el favor de contestarme esas cuatro cartas en el tono que te he indicado. Traduce las notas taquigráficas que tomaste y haz que la letra de las cartas se parezca lo más posible a la mía propia». La señora llegó a aconsejarme que practicara; haciéndome fijar en su modo de trazar la a, la be, y la s… «Esta treta dará resultado, querida Olga —me dijo mi señora—, siempre que tu imitación sea buena y puedas firmar incluso con mi nombre. Pero tampoco quiero que la gente me suponga incapaz de escribir mis misivas… Lo malo es que, como tú sabes, el reumatismo de mi muñeca se va acentuando día tras día. Progresivamente, hallo más y más dificultades cuando quiero coger la pluma… En fin, no quiero que mientras pueda evitarlo salgan de esta casa mis cartas personales mecanografiadas».

—Usted pudo haber escrito las cartas con su escritura normal —manifestó el señor Fullerton—. Luego con poner al pie dé las misivas alguna fórmula clásica, como la de «por orden» u otra por el estilo, asunto concluido.

—La señora no quería que hiciese eso. Deseaba que las personas a quienes iban destinadas las cartas pensasen que las había escrito ella misma.

Y eso, pensó el señor Fullerton, podía ser verdad. El detalle encajaba perfectamente en la manera de ser de la señora Llewellyn-Smythe. La anciana se había quejado siempre de no poder hacerse sus cosas, de tener que delegar ciertos menesteres en otras personas. No se había resignado tampoco ante la prohibición de los largos paseos, de las prolongadas excursiones por la campiña, que tanto le habían agradado. Se lamentaba de la torpeza de sus manos, de la derecha especialmente. Le gustaba repetir: «Me encuentro bien, perfectamente bien y puedo hacer todo lo que de veras me proponga».

Sí. Lo que Olga le estaba diciendo era indudablemente cierto. Debido a ello, precisamente había sido aceptado al principio, sin la menor desconfianza, el codicilo que prolongaba el último testamento, adecuadamente redactado y firmado por la señora Llewellyn-Smythe. El señor Fullerton reflexionó que había sido en su despacho donde nacieran las primeras sospechas, debido a que él y su joven socio conocían muy bien la letra de la anciana. Fue el joven Cole quien comentó:

—Me cuesta trabajo creer que haya sido la señora Llewellyn-Smythe la autora de este codicilo. Sé que últimamente padecía mucho de artritis… Compare esa letra con la de los otros documentos que acabo de sacar de entre sus papeles. En este codicilo hay algo muy extraño.

El señor Fullerton se mostró de acuerdo con su socio. Se pensó entonces en el juicio de los peritos calígrafos. La contestación no había dejado lugar a dudas. Habiendo sido solicitada la opinión de otros por separado, todo se mantuvo igual. La letra del codicilo no era la de la señora Llewellyn-Smythe. El señor Fullerton pensó que si Olga hubiese sido menos codiciosa, no obstante, si se hubiese limitado a conseguir —«En virtud del gran cariño y atención con que me ha tratado, por la solicitud con que atendió todos mis deseos, dejo a…»— una buena suma de dinero como donativo, los parientes de la difunta podían haber considerado aquélla excesiva, quizá, pero habrían optado por aceptarla, sin más rodeos, ni complicaciones desagradables. Ahora bien, aquello de suprimir a los parientes radicalmente… Después de todo, el sobrino había sido siempre el heredero principal en los últimos cuatro testamentos que la anciana dictara en los veinte años transcurridos. Una extraña, en fin de cuentas, Olga Seminoff, se convertía por efecto de aquel papel en la dueña de todos los bienes de su señora. No. Nadie podía pensar que ésta hubiese sido la última voluntad de la fallecida, Louise Llewellyn-Smythe.

Hablóse inmediatamente de supuestas coacciones. Desde luego, había sido evidente la ambición de la joven. Cabía la posibilidad de que la señora Llewellyn-Smythe hubiese anunciado a su servidora que pensaba dejarle algún dinero para recompensarla por su afecto, por sus amabilidades, por su devoción. No en balde había hecho todo lo que le pidiera. Incluso ciertas cosas que no le convenían… Esto sería, tal vez, como una revelación para Olga. La chica pensó entonces que podía tenerlo todo, que todo podía ir a parar a sus manos: dinero, la casa, las ropas, las joyas. Todo. Era una mujer muy codiciosa. Luego, había pasado lo que tenía que pasar, ineludiblemente.

Y el señor Fullerton, en contra de su voluntad, contra sus instintivos deseos de justicia y muchas más cosas, sintióse compadecido. Aquella muchacha le inspiraba una gran piedad. Había empezado a sufrir de niña, había conocido los rigores del estado policíaco, perdiendo a sus padres, y luego a un hermano y una hermana. Nada más echar a andar por el mundo supo lo que eran las injusticias y el temor. Todo esto había marcado su existencia, favoreciendo la aparición de una desmesurada codicia.

—Todo el mundo va contra mi —dijo Olga—. Todo el mundo, sí. Todos ustedes me atacan. No son justos conmigo, por el hecho de ser una extranjera, por el hecho de no ser de este país, porque no sé en realidad qué debo decir ni qué hacer. ¿Qué es lo que puedo hacer yo aquí, en las presentes circunstancias? ¿Por qué se niega a informarme sobre el particular?

—Es que yo no creo que tenga usted muchas salidas —respondió el señor Fullerton—. Creo que lo que más le conviene es sincerarse, no dar más vueltas a la cosa…

—Si yo digo lo que usted me aconseja que diga no revelaré más que mentiras, no declararé la verdad. El testamento válido fue obra de la señora. Lo redactó ella… Me ordenó que saliera de la habitación en que se encontraba mientras los otros firmaban al pie del documento.

—Sepa que esgrimirán pruebas contra usted. Hay personas que dirán que muy a menudo la señora Llewellyn-Smythe no sabía lo que firmaba. Manejaba a veces varios papeles a un tiempo y no siempre releía los textos que se le ponían delante.

—Bien. Entonces no sabía ni lo que se decía…

—Mi querida amiga —contestó el señor Fullerton—: sus mejores esperanzas radican en el hecho de ser en este país una extranjera y en el de conocer el idioma inglés de una forma más bien rudimentaria. Por tal motivo, podría salir del trance con una condena de poca importancia…, o dejada en libertad vigilada…

—¡Oh! ¡Palabras! ¡Sólo palabras! Lo más seguro es que acabe ingresando en cualquier prisión para no recuperar la libertad jamás.

—Ahora empieza usted a decir insensateces —señaló el señor Fullerton.

—Sería mejor, seguramente, que huyese, escondiéndome en cualquier parte, de suerte que nadie pudiera ya dar conmigo.

—En cuanto circulase una orden decretando su detención, darían con usted.

—En modo alguno, si yo me decidiese a actuar con la máxima rapidez. O si diese con alguien que me ayudara. Lo de huir no es ninguna utopía. Podría salir de Inglaterra. Por vía marítima o aérea. No me costaría trabajo localizar a alguien que se dedicase a falsificar pasaportes y visados u otros papeles necesarios. ¿Por qué no he de encontrar una persona que se decida a hacer algo por mí? Tengo amigos. Hay gente que me aprecia. Alguien podría ayudarme a desaparecer de aquí. Es lo que necesito… Podría disfrazarme. ¿Por qué no hacerme pasar por una mujer inválida, por ejemplo?

Other books

Second Chance Bride by Jane Myers Perrine
Pie and Pastry Bible by Rose Levy Beranbaum
The Reluctant Knight by Amelia Price
Dangerous Love by Ben Okri
Swoon at Your Own Risk by Sydney Salter
The Collected John Carter of Mars by Edgar Rice Burroughs
Just a Geek by Wil Wheaton