Las manzanas (30 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las manzanas
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—¿Usted cree que mamá se sentirá preocupada por mi ausencia? —inquirió Miranda.

—No tendrá tiempo de preocuparse por ti. Cuando empiece a sentirse inquieta, tú te encontrarás ya en el sitio que deseas visitar.

4

Hércules Poirot, que todavía seguía en Londres, descolgó el teléfono. Llegó a su oído la voz de la señora Oliver.

—Se nos ha extraviado la pequeña Miranda.

—¿Qué me dice usted?

—Quisimos comer en «El Muchacho Negro». Ella visitó el tocador. Ya no regresó. Alguien dijo que la había visto en un coche, en compañía de un hombre de edad. Quizá no fuera la chica… Pudo ser otra niña. No sé…

—Ustedes no debieron perderla de vista un instante. Cualquiera de las dos pudo acompañarla al tocador. Ya le dije, amiga mía, que existía un riesgo, un peligro… ¿Se encuentra la señora Butler preocupada?

—Claro que está preocupada. ¿Por qué me lo pregunta? Está fuera de sí, realmente. Insiste en poner el hecho en conocimiento de la policía.

—Sí. Eso es lo lógico. Yo también haré una llamada con el mismo motivo.

—Pero, ¿por qué ha de estar Miranda en peligro?

—¿No lo sabe usted? Debiera saberlo ya —Poirot añadió—. El cadáver ha sido hallado. Me acabo de enterar…

—¿De qué cadáver me habla?

—Del que ha sido encontrado en un pozo.

C
APÍTULO
XXV

T
ODO esto es muy bonito —comentó Miranda, fijando la vista en torno a ella lentamente.

Kilterbury Ring era un lugar muy atractivo, si bien no resultaba ser particularmente famoso. Todo había sido desmantelado muchos siglos atrás. No obstante, veíanse grandes piedras megalíticas aquí y allí que hablaban de ritos de un remoto pretérito.

Miranda empezó a formular preguntas.

—¿Para qué servían estas piedras?

—Para los sacrificios religiosos. Tú sabes lo que es un sacrificio, ¿verdad, Miranda?

—Creo que sí.

—Los sacrificios tienen que existir, tienen que darse siempre. Es una cosa de gran importancia.

—¿Quiere usted decir que no constituyen una especie de castigo? ¿Son… otra cosa distinta?

—Son otra cosa, decididamente. Fíjate: uno muere para que puedan vivir otros. Tú, por ejemplo, mueres para que la belleza pueda subsistir. Eso es lo interesante.

—Yo me figuré que tal vez…

—A ver… Sigue, sigue, Miranda…

—Yo pensé que tal vez una persona debía morir si lo que hizo provocó la muerte de alguien.

—¿Qué es lo que te llevó a pensar así?

—Me acordé de Joyce. Si yo no le hubiese revelado cierta cosa ella no habría muerto, ¿verdad?

—Es posible.

—Desde la muerte de Joyce me he sentido muy preocupada. No tenía por qué haberle dicho nada, ¿eh? Se lo dije porque quería impresionarla, estar a su altura… Había estado en la India y no cesaba de hablar de aquel viaje, aludiendo a cada momento a los tigres que viera, a los elefantes, cubiertos de adornos, de vistosas telas. Ocurrió también que, de repente, quise que estuviese informado alguien más… Y es que en realidad no había pensado en ello antes —la chiquilla agregó—. ¿Era… era eso un sacrificio también?

—En cierto modo.

Miranda se quedó pensativa, inquiriendo luego:

—¿No es la hora todavía?

—El sol no se encuentra aún en la posición debida. Otros cinco minutos más, quizá, y caerá directamente sobre la piedra.

Los dos guardaron silencio de nuevo, permaneciendo junto al coche.

—Yo creo que
ahora
—dijo el acompañante de Miranda, levantando la vista hacia el firmamento. El sol se aproximaba rápidamente al horizonte—. Éste de ahora es un momento maravilloso. Aquí no hay nadie. Nadie sube hasta aquí a esta hora del día; nadie sube hasta la cumbre de Kilterbury Down para ver Kilterbury Ring. Hace demasiado calor en el mes de noviembre y las fresas se han terminado. Voy a enseñarte el hacha doble primeramente. Fue labrada cuando la llegada de las gentes de Micenas o Creta, hace muchos siglos. Es algo sorprendente, maravilloso, ¿no te parece, Miranda?

—Sí, sí —repuso Miranda—. Enséñeme eso.

Los dos echaron a andar en dirección a la piedra más elevada. Había al lado de la misma otra caída. Un poco más lejos divisaron una tercera, inclinada, como si denotara el peso de los años, de los siglos.

—¿Tú eres feliz, Miranda?

—Sí, soy muy feliz.

—Aquí está el signo.

—¿Es eso realmente el signo del hacha doble?

—Sí… Aparece desgastado por el tiempo, pero se trata del mismo. He aquí el símbolo, en efecto. Pon tu mano sobre él. Y ahora… ahora nosotros beberemos por el pasado, el futuro y la belleza.

—¡Oh! Es curioso…

Su acompañante le puso una copa dorada en la mano. Aquél sacó luego un frasco, vertiendo parte de su contenido, también dorado, en el recipiente.

—Sabe a fruta, a melocotones, concretamente. Bébete esto, Miranda, y te sentirás más feliz todavía.

Los dedos de la chica se ciñeron con fuerza a la dorada copa. Acercó entonces su nariz al borde…

—Sí. Es verdad que huele a melocotones ¡Oh! Fíjese… Ahí está el sol… Me gustan esos tonos rojizos… Da la impresión el sol de estar descansando sobre el borde del mundo.

El hombre se volvió hacia la niña.

—Levanta la copa y
bebe

Ella se dispuso a obedecer. Una de sus manos se apoyaba en la piedra megalítica, precisamente en su símbolo borrado a medias. El hombre se había apostado a su espalda. De la parte posterior de la piedra inclinada, la tercera del grupo, emergieron dos figuras encorvadas. La pareja de la cumbre tenía sus espaldas vueltas hacia ellos, por lo cual no advirtieron su presencia. Rápidamente, con firmeza, sin embargo, remontaron la elevación.

—Bebe en nombre de la belleza, Miranda.


¡No se te ocurra hacer tal cosa, pequeña!
—gritó alguien a espaldas de la niña y el sujeto.

Una chaqueta de terciopelo rojo salió disparada sobre una cabeza; un puñal desapareció de la mano, que lentamente, se estaba levantando. Nicholas Ransom cogió en volandas a Miranda, alejándose enseguida del punto en que los otros dos forcejeaban furiosamente.

—¡Qué estúpida eres, chica! —exclamó Nicholas Ransom—. ¿A quién se le ocurre plantarse en este lugar, en compañía de un asesino? Niña: debieras saber ya lo que te haces.

—Lo sabía, en cierto modo —repuso Miranda—. El mío iba a ser un sacrificio… Todo fue culpa mía, ¿sabes? Joyce fue asesinada por mi culpa. Lo lógico era que yo fuese sacrificada, ¿no? Tenía que ser una muerte de ritual…

—No empieces a decir tonterías hablando de muerte de ritual. Ha sido encontrada la joven. Ya sabes a cuál me refiero, la chica
au pair
que durante tanto tiempo fue echada de menos. Un par de años, tal vez. Todo el mundo pensó en su día que había huido por el hecho de haber falsificado el testamento. No es que huyera… Su cadáver fue hallado en el pozo.

—¿Estaba en el pozo de los deseos? ¡Con qué interés lo busqué! ¡Oh! No quisiera que el cadáver de la muchacha hubiese sido descubierto allí. ¿Quién… quién lo depositó en aquel lugar?

—La misma persona que te trajo a ti aquí.

C
APÍTULO
XXVI

U
NA vez más, cuatro hombres permanecían sentados y mirando a Poirot. Timothy Raglan, el superintendente Spence y el condestable jefe ponían unas caras que hacían pensar en la expresión ansiosa de un gato que estuviese a punto de ver materializarse ante él una fuente de leche. El cuarto hombre daba la impresión de contener su escepticismo momentáneamente.

—Bueno, monsieur Poirot —dijo el condestable jefe—. Usted ya sabe por qué estamos aquí…

Poirot hizo un movimiento de manos, una seña. El inspector Raglan salió de la habitación, regresando en compañía de una mujer de treinta años, aproximadamente, una chica y dos adolescentes, dos muchachos.

Procedió a efectuar las presentaciones.

—La señora Butler… La señorita Miranda Butler… Los señores Nicholas Ransom y Desmond Holland…

Poirot se levantó, cogiendo a Miranda por una mano.

—Siéntate aquí, junto a tu madre, Miranda… El señor Richmond, condestable jefe de la policía, quiere hacerte algunas preguntas. Desea, naturalmente, que tú se las contestes. La cuestión se refiere a algo que tú viste… hace más de un año, hace casi dos. Tú hablaste de ello con una persona, una sola persona, tengo entendido. ¿Es cierto lo que acabo de decir?

—Hablé de aquello con Joyce.

—¿Y qué es lo que le dijiste a Joyce, exactamente?

—Que había sido testigo de un crimen.

—¿Referiste eso a alguna otra persona?

—No. Sin embargo, creo que Leopold se enteró… Usted ya sabe que tenía la costumbre de espiar a los demás, de escuchar las conversaciones ajenas. Se paraba detrás de las puertas… Hacía todas esas cosas. Siempre le había agradado estar informado de los secretos del prójimo.

—Tú oíste afirmar que Joyce Reynolds, durante la tarde, antes de la reunión en casa de la señora Drake, aseguró que ella había visto a alguien cometer un crimen… ¿Era eso cierto?

—No. Joyce se limitó a repetir lo que yo le había dicho… Fingía, simplemente, ya que quería dar la impresión de que aquello le había sucedido a ella.

—¿Querrás decirnos ahora qué es lo que viste?

—Yo no supe al principio que se trataba de un crimen. Me figuré que había sido un accidente. Pensé que ella se había caído…

—¿Dónde ocurrió la escena?

—En el jardín de Quarry House, en el hueco que ocupara en otro tiempo la fuente. Yo me encontraba subida a la copa de un árbol. Había estado observando los manejos de una ardilla… Era preciso que me mantuviera muy quieta, ya que de lo contrarío el animal habría huido, espantado. Las ardillas son muy rápidas en sus movimientos.

—Cuéntanos lo que viste.

—La llevaban un nombre y una mujer a lo largo de un sendero. Me figuré que pensaban conducirla al hospital o al edificio de Quarry House. De pronto, la mujer se detuvo, diciendo: «Alguien nos está espiando». Levantó la vista hacia el árbol en que yo me hallaba. El hombre se limitó a responder: «¡Bah! ¡Tonterías!». Entonces, siguieron su camino. Yo vi rastros de sangre en una bufanda y también un cuchillo ensangrentado… Pensé que alguien podía haber intentado dar muerte a aquella gente… A todo esto, no me atrevía a hacer el menor movimiento.

—¿Porque tenías miedo…?

—Sí, pero sin saber por qué.

—¿No le referiste aquello a tu madre?

—No. Me dije que tal vez estuviese feo que yo me escondiera allí para observar lo que hacían los demás. Como al día siguiente no oí a nadie comentar ningún accidente, me olvidé de todo. No volví a pensar en eso hasta…

La chiquilla calló de repente. El condestable jefe despegó los labios, pero no articuló ningún sonido. Miró a Poirot haciendo un gesto apenas perceptible.

—Bien, Miranda… ¿Hasta cuándo?

—Fue como si todo se repitiera. Esta vez fue un verde picamaderos… Yo estaba inmóvil observándolo, metida en unos frondosos matorrales. Y aquellos dos estaban sentados tranquilamente, charlando… Hablaban de una isla, de una isla griega… Ella dijo unas palabras semejantes a éstas: «El contrato está firmado. Es nuestra. Podemos trasladarnos allí cuando se nos antoje. Pero será mejor que procedamos con calma… Es necesario que se hagan las cosas sin la menor precipitación».

»El picamaderos desapareció y yo hice un movimiento. La mujer dijo entonces: “¡Silencio! No digas nada ahora. Alguien nos está observando”. A mí me pareció que repetía las frases del episodio anterior. Vi la misma mirada en sus ojos. Y tuve miedo. Me acordé de lo otro como si hubiese acabado de vivirlo… Y ahora ya supe el significado de todo. Supe que había presenciado un crimen y que ellos habían sido portadores de un cadáver, con la intención de esconderlo en alguna parte de los jardines. Ya no era tan chiquilla como antes. Había aprendido muchas cosas y lo que éstas revelaban… Pensé en la sangre, en el cuchillo, en el cuerpo lacio, desmadejado, sin vida…

—¿Cuándo ocurrió todo eso? —inquirió el condestable jefe.

Miranda reflexionó un momento.

—En el mes de marzo pasado… Poco después de la Pascua de Resurrección.

—¿Podrías decirnos quiénes eran aquellas dos personas, Miranda?

—Naturalmente que puedo.

La chica pareció ahora un tanto desconcertada.

—¿Llegaste a ver sus caras?

—Desde luego.

—¿Quiénes eran?


La señora Drake y Michael

No hubo ninguna inflexión dramática en la denuncia. La voz de la niña sonó natural. Era la de una persona segura de lo que decía.

El condestable jefe dijo:

—No confiaste a nadie lo que habías visto. ¿Por qué procediste así?

—Pensé… pensé que eso podía ser un sacrificio.

—¿Quién te indicó tal cosa?

—Me lo dijo Michael… Él decía que los sacrificios eran necesarios.

Poirot inquirió suavemente.

—¿Querías tú a Michael?

—¡Oh, sí! —exclamó Miranda—. Le quería mucho.

C
APÍTULO
XXVII

B
UENO, ahora que he conseguido, por fin, que se presente aquí —manifestó la señora Oliver—, quiero saberlo todo acerca de…
todo
.

Miró a Hércules Poirot severamente, inquiriendo:

—¿Por qué no vino usted antes?

—He de pedirle que me excuse, madame… Estuve muy ocupado, ayudando a la policía en sus investigaciones.

—Fueron unos criminales los que planearon eso. ¿Qué demonios le hizo pensar en la posibilidad de que Rowena Drake pudiese andar mezclada en un crimen? A nadie que no fuera usted podía ocurrírsele semejante idea.

—Todo fue muy sencillo en cuanto logré la pista vital.

—¿Y a qué llama usted la pista vital?

—La pista vital era el agua. Yo necesitaba conocer a alguna persona de las participantes en la reunión que se viese
mojada
. El asesino de Joyce Reynolds, necesariamente, tuvo que mojarse. Pruebe usted a mantener la cabeza de una chica fuerte bajo el agua contenida en un cubo lleno hasta el borde… Se produciría, indudablemente un forcejeo, un chapoteo inevitable. Lo más curioso es que usted no saliese del empeño con las ropas mojadas.

»En consecuencia, era preciso hacerse de una explicación inocente, que justificase la mojadura. Cuando todo el mundo se hallaba metido en el comedor para la sesión del «Snapdragon», la señora Drake se llevó a Joyce a la biblioteca. Cuando el anfitrión solicita ser acompañado por el huésped, lo lógico es que éste obedezca sin rechistar. Ciertamente, Joyce no recelaba nada desagradable de la señora Drake. Todo lo que Miranda le había dicho era que en una ocasión había presenciado un crimen. Joyce fue asesinada y la persona agresora se mojó el vestido. Había que presentar una causa y ella se dispuso a inventarla. Necesitaba un testigo, alguien que dijera cómo se había mojado el vestido.

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