Las manzanas (6 page)

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Authors: Agatha Christie

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Las manzanas
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—¿Cómo ve el desarrollo de los acontecimientos en el caso que nos ocupa?

—Hubo alguien en esa reunión que sintió ese apremio malsano a que acabo de aludir. Quizá se trate de una primera experiencia; puede que no… Cabe la posibilidad de que haya aquí alguien que haya tenido que ver en otro tiempo con la historia de un ataque contra una criatura. Por lo que sé hasta ahora, en este poblado no figura ninguna persona de ese tipo. Oficialmente, quiero decir. Había dos chicos en la reunión, en la edad idónea para hacer pensar mal a un investigador. Nicholas Ransom es un muchacho de buen ver, que contará diecisiete o dieciocho años, una edad muy crítica. Creo que procede de la Costa Oriental de no sé que punto de ella. No tengo nada que decir del muchacho. Me parece un ser normal, pero… ¿quién sabe? Está Desmond, a quien le fue hecho una vez un informe psiquiátrico, aunque, en definitiva, eso no quiere decir nada.

»Tuvo que ser alguno de los que tomaban parte en la reunión, si bien pudiera haber entrado alguien en la casa, procedente de Dios sabe dónde. En las casas en que se celebra una reunión, lo corriente es que las puertas estén abiertas. Pudo haber un curioso que desease ver qué era lo que sucedía en el interior de la vivienda. Nada más fácil que deslizarse dentro. Corría cierto riesgo, desde luego. ¿Se avendría la chica a intentar el juego de las manzanas en compañía de una persona que no conocía? Bueno, a todo esto, Poirot, usted no me ha explicado todavía concretamente qué es lo que le ha llevado a ocuparse en este asunto. Me ha dicho que fue cosa de la señora Oliver… ¿Se trata de alguna extravagante idea suya?

—Bueno, tanto como extravagante… Es verdad que los escritores conciben a veces ideas de este tipo, son especialmente inclinados a ellas. Se trata de pensamientos muy remotamente relacionados con lo probable. Aquí lo que cuenta, sin embargo, es lo que ella oyó decir a la muchacha.

—¿A Joyce?

—Sí.

Spence se inclinó hacia delante, mirando a Poirot con fijeza.

—Se lo referiré con todos sus detalles.

Poirot procedió a contar a su amigo cuanto le dijera la señora Oliver.

—Ya —manifestó Spence al final de su discurso—. La chica dijo entonces que había presenciado un crimen… ¿No señaló cuándo ni cómo?

—No —declaró Poirot.

—¿Qué es lo que le llevó a decir eso?

—Alguna observación, creo, referente a los crímenes en los libros de la señora Oliver. Alguien señaló que en sus novelas no había suficiente sangre o que andaban escasas de cadáveres. Entonces fue cuando se produjo la intervención de Joyce.

—Habló en tono jactancioso, ¿no? Es la impresión que yo he sacado de su relato.

—A la señora Oliver le pasó lo mismo. Sí, la chica demostró ahí mucha jactancia.

—Quizá mintiese.

—Cabe muy bien la posibilidad.

—Los chicos son aficionados a las declaraciones sensacionales cuando pretenden llamar la atención sobre sus personas o producir determinado efecto. Por otra parte, es posible que fuese verdad lo que dijo. ¿Es eso lo que usted pensó?

—No sé… —contestó Poirot—. Una chica alardea de haber presenciado un crimen. Varias horas más tarde, la chica en cuestión aparece muerta. Tiene usted que admitir que existe fundamento para pensar que nos hallamos ante una causa y su efecto consiguiente… De ser así, hubo una persona que no quiso perder el tiempo.

—Eso es radical —reconoció Spence—. ¿Usted sabe exactamente cuántas personas se hallaban presentes en el momento de formular la muchacha su sorprendente declaración?

—La señora Oliver dice que habría allí de catorce a dieciséis personas, quizá más. Cinco o seis chicos y chicas y algo así como media docena de mayores, los que colaboraron con la organizadora de la fiesta. Para una información exacta, no obstante, he de confiar en usted.

—Bueno, eso será bastante fácil de averiguar —opinó Spence—. No es que tenga la información a mano pero no me costará trabajo obtenerla, gracias a la gente de esta localidad. En cuanto al cariz de la fiesta ya me lo imagino… Estarían en mayoría las mujeres, por descontado. Los padres no suelen hacer acto de presencia en las fiestas juveniles. Echan un vistazo a la casa, todo lo más, o acuden posteriormente a recoger a los suyos. El doctor Ferguson estaba allí. También el párroco… Pensemos en las madres, las tías, las asistentas sociales, las dos profesoras del centro escolar… ¡Oh! Puedo facilitarle una lista integrada, aproximadamente, por catorce chicos y chicas. El más joven tendrá menos de diez años…

—Y yo supongo que entre ellos sabrá distinguir aquellos que podríamos clasificar como probables…

—Bien. Eso no será tan fácil ahora, si lo que usted piensa es cierto.

—Quiere decir que ya no va a andar tras una personalidad perturbada en el terreno sexual, ¿no?, que en vez de eso va a intentar dar con alguien que habiendo cometido un crimen consiguió huir, no ser descubierto, con alguien que jamás esperó ser identificado y que de repente sufrió una fuerte impresión, al advertir que se hallaba en un error.

—No sé, no sé… Ya veremos —replicó Spence—. Por aquí no abundan los delincuentes. Y, desde luego, cuando se ha cometido algún delito grave, por estos contornos, la cosa no se ha distinguido precisamente por su espectacularidad.

—Delincuentes los hay en todas partes. En potencia o efectivos… Algunos de estos últimos viven a cubierto de toda clase de sospechas, por cualquier causa. Están tranquilos debido a que faltan pruebas contra ellos. Imagínese lo que supondrá para un sujeto de éstos la revelación repentina de la existencia de un testigo de su crimen.

—¿Y por qué no habló Joyce con toda claridad en el momento oportuno? He aquí algo que me agradaría mucho saber. ¿Hubo alguien que la sobornó, invitándola a guardar silencio? Este paso se me antoja demasiado peligroso, no obstante…

—No —repuso Poirot—. Yo deduzco de lo que me dijo la señora Oliver que la chica no identificó lo presenciado en su momento como un crimen.

—¡Oh! Seguramente, eso es muy improbable —opinó Spence.

—Bueno, no tiene por qué serlo —declaró Poirot—. Estaba hablando una criatura de trece años. Recordaba una escena que había presenciado en el pasado. No sabemos exactamente cuándo. Quizá data de tres o cuatro años antes. Vio algo, pero no comprendió su auténtica significación. Esto es aplicable a un puñado de cosas,
mon cher
. A un accidente automovilístico algo fuera de lo corriente, por ejemplo… Piense en un coche que por su disposición haga pensar en que el conductor se lanzó directamente sobre la persona que luego resultó herida o muerta. Una criatura puede no considerar que todo fue
deliberado
en el momento preciso. Más adelante, alguien alude a lo que esa criatura vio u oyó un año o dos antes. Entonces, avivado el recuerdo, llega a decirse: «A o B, o X, hizo aquello
a propósito
. Tal vez se tratara de un auténtico crimen y no de un simple accidente».

»Existen muchas otras posibilidades. Tengo que admitir que algunas de ellas me han sido sugeridas por mi amiga, la señora Oliver, a quien no le cuesta mucho trabajo hallar una docena de soluciones para un mismo problema, la mayor parte de ellas, no muy probables, pero todas ellas bastante posibles. Pensemos en unas tabletas vertidas en una taza de té puestas en manos de alguien… Algo así, por el estilo. Un empujón oportuno propinado a una persona en un sitio peligroso. Por aquí no hay escarpaduras impresionantes, lo cual es una lástima desde el punto de vista del establecimiento de las hipótesis probables. Quizá sea una historia de tipo criminal leída por la chica, la cual acaba relacionándola con un accidente. Puede que se trate de un incidente que le produjo alguna extrañeza al ocurrir. La jovencita lee la novela, o lo que sea, y entonces se dice: «Bueno, eso puede ser de esta manera o de esta otra. Yo me pregunto si ella o él, obró deliberadamente». Pues sí, amigo mío, son muchas las posibilidades.

—Y usted ha hecho acto de presencia aquí para dedicarse a estudiarlas, ¿no es así?

—Yo creo que es una empresa de gran interés para todos —afirmó Poirot.

—¡Ah! Usted y yo nos hemos visto obligados siempre a tener en cuenta a los demás, ¿eh?

—Usted, Spence, se halla en condiciones de facilitarme una información excelente. No en balde conoce a la gente de este poblado.

—Haré todo lo que pueda por complacerle —declaró Spence—. Para ello, he de confiar en el sano juicio de Elspeth. Pocas cosas hay acerca de la gente de este lugar que ella no conozca.

C
APÍTULO
VI

M
UY satisfecho por lo que había logrado con aquella entrevista, Poirot se despidió de su amigo.

La información que ansiaba poseer llegaría a sus manos oportunamente. Acerca de eso no tenía la menor duda. Había conseguido interesar a Spence en aquel asunto. Y Spence, una vez lanzado sobre una pista, como el buen sabueso que había sido, no se apartaría de ella fácilmente. La reputación de que gozaba como miembro, ya jubilado, de la Brigada de Investigación Criminal, le haría ganar amigos sin mucho esfuerzo en el sector policíaco de la localidad.

Poirot consultó su reloj de pulsera. Diez minutos más tarde vería a la señora Oliver frente a una casa llamada «Apple Trees». La verdad era que ese nombre resultaba misteriosamente apropiado…

Siguiendo el camino que le habían indicado, Poirot llegó puntualmente a una casa con fachada de rojos ladrillos, de estilo georgiano, rodeada por un seto vivo en el que había un haya, que abarcaba un bonito jardín.

Introdujo una mano por entre los hierros de la puerta y soltó el pestillo, pasando al interior. Encima de aquélla vio un rótulo que rezaba: «Apple Trees». Un sendero le condujo hasta la entrada de la vivienda. Semejante a una de esas figuras de ciertos relojes suizos que aparecen de pronto al dar las horas, la puerta de la casa se abrió, emergiendo del interior la señora Oliver, quien se aproximó inmediatamente a los peldaños de acceso.

—Es usted terriblemente puntual —dijo la señora Oliver, casi sin aliento—. Le he estado observando desde una ventana.

Poirot se volvió, cerrando cuidadosamente la puerta del jardín. Prácticamente, en cada uno de sus encuentros con la señora Oliver, casuales o premeditados, surgía casi de inmediato el tema de las manzanas. Cuando no estaba comiéndose una manzana, acababa de comérsela… O bien era portadora de una cesta de manzanas. Hoy, sin embargo, no había ninguna fruta de aquéllas a la vista. Poirot hizo un gesto de aprobación. Hubiera sido, a su juicio, un detalle de mal gusto estar mordisqueando distraídamente una manzana allí, en el escenario de lo que había acabado en tragedia. Ahí era nada: la muerte repentina de una criatura de trece años de edad. No le agradaba pensar en ello, y por no gustarle pensar en ello estaba decidido precisamente a que fuese hora tras hora el tema de sus reflexiones, hasta que, por un procedimiento u otro, lograra hacer brillar la luz en la oscuridad, descubriendo claramente lo que había ido a ver allí.

—No sé por qué no ha accedido usted a quedarse en la casa de Judith Butler —manifestó la señora Oliver—. Eso era mejor que instalarse en una pensión de quinta categoría.

—Me gusta examinar las cosas a solas, en cierto modo —contestó Poirot—. Es preciso mantenerse un poco aparte, no sumergirse por completo en este ambiente. No quiero falsear mi perspectiva.

—Tendrá que sumergirse de todas maneras en este ambiente —repuso la señora Oliver—. ¿No va a verse obligado a hablar con todos o casi todos?

—Ineludiblemente —reconoció Poirot.

—¿A quién ha visto usted hasta ahora?

—Al superintendente Spence, mi buen amigo.

—¿Cómo está?

—Mucho más viejo que antes.

—Es natural —dijo la señora Oliver—. ¿Y qué otra cosa podía esperar? ¿Le ha parecido más sordo, más miope, más gordo o más delgado?

Poirot reflexionó unos segundos.

—Ha perdido muchas carnes, desde luego. Utiliza gafas para leer la prensa. No creo que esté sordo… Por lo menos, no se le nota.

—¿Y qué opina sobre este asunto?

—Va usted muy deprisa, amiga mía.

—¿Y qué es lo que usted y él van a hacer exactamente?

—Yo ya he planeado mis movimientos —dijo Poirot—. Primeramente, he visto a mi amigo, consultándole algunos detalles. Le pedí que me facilitara una información que me costaría trabajo conseguir por otros medios.

—¿Van a ponerse los policías de por aquí a sus órdenes? ¿Piensa averiguar por ellos todo lo que usted desea saber?

—Yo no diría tanto, pero, en fin, sí… Esos son los derroteros que han seguido mis pensamientos.

—¿Y después?

—Me he presentado aquí, madame. He querido ver el escenario del drama.

La señora Oliver volvió la cabeza, paseando la mirada por la casa.

—Como escenario de un crimen no parece ser lo más adecuado, ¿verdad? —inquirió.

Poirot pensó: «¡Qué instinto más seguro el de esta mujer!».

—No —reconoció—. No parece ser la casa más apropiada para un suceso de este tipo. Después de ver
dónde
fue, hablaré con la madre de la chica. Usted me acompañará. Oiremos lo que ella pueda decirnos. Esta tarde hablaré con el inspector local de policía. Mi amigo Spence se ocupará de concertar la entrevista, a una hora apropiada. También charlaré con el médico de la localidad. Es probable, asimismo, que vea a la directora del colegio. A las seis saborearé una taza de té y merendaré en compañía de mi amigo Spence y su hermana. Al mismo tiempo, cambiaremos impresiones.

—¿Qué más cree usted que irán a decirle?

—Me interesa mucho hablar con la hermana de Spence. Ella lleva aquí más tiempo que él. Los hermanos empezaron a vivir juntos a raíz de la muerte del cuñado de Spence.

—¿Sabe usted qué es lo que me recuerda su persona? —inquirió la señora Oliver—. Pues un computador. Se está usted programando a sí mismo. Usted, amigo Poirot, no cesa de asimilar cosas y más cosas, dedicándose luego a esperar para ver qué es lo que sale de todo.

—Su idea no tiene nada de disparatada —manifestó Poirot con mucho interés—. Es verdad. Mi papel es el de un computador. Me estoy alimentando de continuas informaciones.

—Supongamos que lo que obtiene en definitiva son respuestas erróneas…

—Eso es imposible —objetó Poirot—. Los computadores no incurren en equivocaciones.

—Es algo que se da por descontado, claro. Sin embargo, una se queda sorprendida al observar lo que sucede a veces. Le hablaré, por ejemplo, del último recibo de electricidad que pagué. Sé que existe un proverbio que reza: «Errar es de humanos». Ahora bien, un error humano no tiene nada que ver con lo que haría un computador de caer en él. Entre. Va a conocer a la señora Drake.

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