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Authors: Emilio Salgari

Las maravillas del 2000 (15 page)

BOOK: Las maravillas del 2000
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—¡Así que estas naves voladoras, en caso de necesidad, pueden transformarse en barcos! —exclamó Toby con estupor.

—Y perfectamente navegables, tío —respondió Holker—, porque la popa esconde dentro de un hueco una hélice de metal que funciona con la misma máquina que pone en movimiento las alas. Como ven, ningún peligro nos amenaza y

aunque cayéramos podríamos llegar igualmente a Inglaterra.

—Es para volverse loco —dijo Brandok—. Estos hombres modernos han pensado en todo y han perfeccionado todo.

Mientras tanto el huracán aumentaba a medida que el Centauro avanzaba.

El viento se había desencadenado con un estrepitoso acompañamiento de aullidos, silbidos y mugidos, soplando ora de sur a norte y ora de este a oeste, como si Eolo se hubiese vuelto completamente loco.

El espectáculo que ofrecía el océano desde esa altura era espantoso y al mismo tiempo admirable.

Montañas de agua, negras como si fueran de tinta, y con las crestas en cambio blanquísimas y casi fosforescentes, se movían en todas direcciones, montándose unas sobre otras y alzándose a gran altura.

Se formaban abismos profundos que inmediatamente después se llenaban para volver a abrirse, y de los cuales salían rugidos formidables, producidos por el choque tumultuoso de las aguas.

Durante todo el día el Centauro luchó vigorosamente, ora elevándose, ora bajando, a menudo empujado fuera de su ruta, y cuando cayó la noche se encontró envuelto en una niebla tan densa que las lámparas de radium no conseguían atravesarla.

—He aquí otro peligro, y tal vez mayor —dijo Brandok.

—¿Por qué? —preguntó Holker.

—Si el Centauro se encontrase con otra nave aérea que avanzara en sentido contrario, ¿quién conseguiría salvarse de una colisión entre dos máquinas impulsadas a una velocidad de ciento veinte a ciento cincuenta kilómetros por hora?

—No tema —dijo Holker—. Eso puede suceder en una ciudad donde las máquinas voladoras son numerosas y se encuentran por todas partes; no en el mar.

—¿Y por qué no?

—Cada nave voladora está provista de un eófono.

—¿Y qué clase de bicho es ese eófono?

—Un simple y sin embargo preciosísimo aparato formado por dos embudos receptores de sonido, separados entre ellos por un diafragma central. Estos dos embudos se aplican a los oídos del timonel y cuando se encuentran en la dirección de las ondas sonoras emitidas por un cuerpo cualquiera, producen un ruido de la misma intensidad y son tan sensibles que registran las vibraciones más imperceptibles. Supongan ahora que una nave voladora se acerque a nosotros. El ruido que producirá desplazando la masa de aire y las vibraciones de las alas se transmite inmediatamente a los embudos de nuestro timonel. ¿Qué hará entonces? Envía un telegrama que es recibido por la otra nave por medio de su aparato eléctrico. Ambos se detienen y se desvían, y así desaparece cualquier peligro de choque. ¿Qué me dice ahora, señor Brandok?

El joven sacudió la cabeza, sin responder.

Durante toda la noche el huracán no cesó de arreciar un solo momento. El viento había girado hacia el oriente e impulsado al Centauro bastante lejos de su ruta, arrastrándolo en medio del océano Atlántico.

A mediodía, cuando el capitán, aprovechando un rayo de sol, pudo tomar altura, vio que habían dejado atrás Escocia algunos centenares de millas.

—Por el momento debemos renunciar a la esperanza de atracar en Inglaterra —dijo a Holker, que lo interrogaba—. El viento nos arrastra como si mi Centauro se hubiese vuelto un velero, y no sería prudente tratar de ofrecerle resistencia.

—;Y dónde iremos a terminar nosotros?

—¿Los asusta un vuelo en medio del Atlántico?

—No, siempre que el viento no nos haga volver a Norteamérica. Queremos visitar las grandes capitales de los Estados europeos antes de volver a Nueva York.

—Cuando el ciclón se calme volveremos a emprender la marcha hacia Inglaterra. En Liverpool tomarán un tren o un barco que va a Londres. No se trata más que de algunos días de retraso. Este viento terminará por cambiar.

El capitán se equivocaba.

El huracán sopló con fuerza extrema durante los días siguientes, poniendo en serio peligro varias veces al Centauro, cuyas alas poco a poco se desgarraban.

La mañana del tercer día, cuando ya empezaba a ceder la furia del viento, el capitán advirtió a los viajeros que se refugiaran en la galería para no ser arrastrados por las olas.

—¿Bajamos al mar? —preguntó Holker.

—Sí, señor —respondió el comandante—. El Centauro se sostiene en el aire con mucho trabajo, y antes de caer de un modo imprevisto prefiero descender.

—El océano está revuelto —observó Brandok.

—El armazón de la galería es de una solidez a toda prueba y los vidrios tienen un espesor de cinco centímetros. Las olas no conseguirán romperlos jamás. Nos convertiremos en marineros después de haber sido pájaros. Nosotros ya no nos mareamos.

Entraron en la galería junto con la tripulación y el comandante, ya que los timones se podían manejar desde el interior, y el Centauro descendió lentamente en medio de las olas.

Brandok, Toby y también Holker, por un momento, creyeron que podían terminar en el fondo del Atlántico.

Apenas la nave voladora se posó sobre las aguas sufrió una serie de sobresaltos y cabeceos tan espantosos que temieron que volcase para no enderezarse nunca más.

Pero apenas las dos hélices se acero salieron de sus huecos y se pusieron en movimiento, el Centauro volvió a adquirir estabilidad y se puso en marcha como un piróscafo cualquiera, subiendo y bajando con las olas.

Las cajas de aire que se encontraban en el casco lo mantenían maravillosamente a flote, mejor que un bote vacío. Pero ¡qué sobresaltos sufría a veces! ¡Y qué golpes de mar debía soportar la galería! Las olas se precipitaban sobre ella con una furia increíble, haciendo temblar los armazones. ¡Ay de todos si los cristales se hubieran roto! Ni una sola de las personas encerradas allí hubiera salido viva.

—¡Por amor de Dios! —murmuraba Brandok, que se mantenía agarrado a una de las barras de la galería para poder resistir mejor las sacudidas—. He aquí una emoción que hace poner la piel de gallina. Señor Holker, ¿no terminaremos acaso nuestro viaje cayendo de cabeza en los abismos del Atlántico?

—No tenga miedo; estas naves están maravillosamente construidas y pueden resistir también en el mar las olas más violentas. ¿No ve qué tranquilos están los maquinistas y los timoneles? Por esto puede comprender que se consideran perfectamente seguros.

—¿Y nosotros dónde nos encontramos? —preguntó Toby.

—A no menos de cuatrocientas o quinientas millas de las costas de España —respondió el capitán, que lo había oído.

—¿De España dijo? De Inglaterra querrá decir.

—No, señor. El viento, después de habernos alejado de las costas inglesas, nos ha arrastrado hacia el sur, en dirección a las Islas Canarias.

—¿Y volveremos a Europa? —preguntó Brandok.

—Mi pobre Centauro ya no podrá volver a emprender vuelo. Miren cómo las olas destrozan las alas y las hélices. Pero no se preocupen; nos desplazamos a una velocidad de cuarenta millas por hora, ya que las máquinas no están estropeadas. Dentro de dos días llegaremos a Lisboa o a Cádiz, y en esos puertos encontrarán muchos barcos y naves voladoras que los llevarán directo a Inglaterra.

—¿Así que —dijo Brandok— estaremos obligados a cruzar el Gulf Stream para volver a Europa?

—Así es —respondió el capitán.

—¿Tendremos ocasión de ver los famosos molinos?

—Quisiera dirigirme antes al número siete para ver si puedo deshacerme del bandido que está encerrado en el último camarote, y que ustedes todavía no han visto. Esa isla se encuentra a veinticinco millas de la ciudad submarina portuguesa de Escarios; podría ahorrarles un paseo inútil hasta allí.

—No, señor capitán —dijo Holker—. Mis amigos todavía no han visto uno de esos refugios de los peores delincuentes del mundo. Estamos dispuestos a pagar pasaje doble y a hacerle un buen regalo si nos lleva hasta Escarios.

—Está bien —respondió el capitán después de dudar un poco—. Quién sabe si no encontraré allá algún mecánico que pueda arreglar las alas y las hélices de mi Centauro.

XIII
LOS MOLINOS DEL GULF STREAM

Dieciocho horas después, el Centauro, que no había dejado de avanzar, entraba en la corriente del Gulf Stream, ciento veinte millas al norte de la isla de Madera, y, lo que más importaba, llegaba con un tiempo espléndido, ya que el ciclón había desaparecido desde el día anterior.

Como se sabe, el Gulf Stream es un río gigantesco que corre a través del océano Atlántico, sin confundir sus aguas con las del mar, que lo rodean por todas partes.

En ninguna otra parte del globo existe una corriente tan maravillosa. Tiene un curso más rápido que el Amazonas y más impetuoso que el Mississippi, y el caudal de estos dos ríos, juzgados como los más grandes del mundo, no equivale ni a la milésima parte del volumen de agua que conduce diariamente aquella corriente.

Este río del mar —como lo llaman con justicia los navegantes— tiene su origen en la inmensa agrupación de escollos y escolleras que constituyen el archipiélago de las islas de las Bahamas, en el mar de las Antillas; recorre todo el golfo de México, se lanza a través del océano Atlántico, sube primero hacia el norte, luego gira hacia el oeste, toca las costas de Europa, conservando intactas sus aguas cálidas que arrastra consigo en un trayecto de millares y millares de leguas.

—Ahora van a ver otro de los maravillosos inventos de nuestros científicos —dijo Holker apenas el Centauro se encontró en las aguas del Gulf Stream—: el aprovechamiento que los hombres del 2000 han logrado de esta corriente que hace cien años había sido pasada por alto. Parece imposible que los científicos de entonces no se hayan ocupado nunca de la inmensa fuerza que encierran estas aguas.

—¿Qué han hecho con este río del mar? —preguntó Toby—. Me has hablado de molinos.

—Sí, es verdad, tío —respondió Holker.

—¿Para qué sirven?

—Tío —dijo Holker—, como usted sabe todas nuestras máquinas funcionan con electricidad, por lo tanto necesitamos una fuerza enorme para nuestros gigantescos dínamos. América del Norte tiene las famosas cataratas; la del Sur, sus numerosos ríos. Europa cuenta con pocos ríos y míseras cataratas, absolutamente insuficientes. ¿Qué han pensado entonces los científicos de ese continente? Recurrieron al océano y pusieron los ojos en el Gulf Stream. ¡Qué fuerza inmensa se podría sacar de ese río del mar! Han hecho construir enormes islas flotantes, hechas con chapas de acero, provistas de ruedas colosales parecidas a las de los antiguos molinos, y las remolcaron hasta el Gulf, anclándolas sólidamente. Hoy día hay más de doscientas escalonadas cerca de las costas europeas y otras tantas en México, encargadas de suministrar, casi sin gasto alguno, la fuerza necesaria para las fábricas de América Central y también las de las costas septentrionales de la Guayana, Venezuela, Colombia y Brasil.

—¿Y cómo se transmite esa fuerza? ¿Mediante cables aéreos?

—No, tío, con cables submarinos, parecidos a los que antiguamente usaban ustedes para la telegrafía transatlántica.

—¿Qué rapidez desarrolla la corriente del Gulf Stream? —preguntó Brandok.

—De cinco a ocho kilómetros por hora —respondió Holker.

—¿Y esas islas pueden resistir a los huracanes?

—Están sólidamente ancladas, y además, aunque se rompieran las cadenas, los hombres encargados de la vigilancia de los molinos no correrían ningún peligro, dado que esas islas, o mejor, esas grandes boyas, son insumergibles.

—¿Y cuánta fuerza puede suministrar cada una de ellas?

—Un millón de caballos de fuerza.

—¡Qué cosa no han utilizado estos hombres! —exclamó Toby—. Hasta la corriente del Gulf Stream, a la que no le daban otra importancia que la de difundir un benéfico calor en

las costas de Irlanda y Escocia. ¡Qué hombres! ¡Qué hombres!

—Señor Holker —dijo Brandok—, ¿ha sufrido alguna desviación la corriente del Gulf Stream en estos años?

—¿Por qué me hace esa pregunta?

—Porque en nuestra época se temía que la apertura del canal de Panamá pudiera producir algún desplazamiento en la corriente a causa del empuje provocado por las aguas del Pacífico.

—Ninguna, señor mío —respondió Holker—. ¿Quién podría hacer desviar semejante río que tiene un ancho que va de catorce a cuarenta metros y una profundidad de setecientos metros?

—¿Entonces las costas inglesas continúan recibiendo los benéficos efectos del calor que despide la corriente?

—Si así no fuese, Irlanda, Escocia y aun Inglaterra se habrían transformado en tierras polares, ya que están en la misma latitud que Siberia.

—¡La isla número siete! —se oyó gritar en aquel instante.

—He aquí el molino más impresionante de Inglaterra —dijo Holker.

Habían salido apresuradamente de la galería, lo que podían hacer sin correr ningún peligro, dado que el mar ya estaba tranquilo. A tres o cuatro millas hacia el norte se divisaba una alta antena, que se levantaba sobre una torre de forma redonda pintada de rojo.

—La antena para la telegrafía aérea —dijo Holker.

—¿Todos los molinos tienen una? —preguntó Brandok.

—Sí, por precaución. Si una tempestad arrastra a la isla flotante, se avisa a la estación más cercana con un despacho y los más poderosos remolcadores disponibles acuden para llevarla a su lugar.

El Centauro, que avanzaba veloz, ayudado también por la corriente del Gulf Stream, que se desplazaba en su misma dirección, y que en aquel sitio corría a tres millas y media por hora, en poco tiempo se encontró en las aguas del molino número siete.

Como Holker ya había dicho, era una enorme boya hecha con chapas de acero, de forma circular, con una circunferencia de cuatrocientos metros, dotada en el centro de cuatro inmensas ruedas que la corriente hacía girar con notable velocidad.

Entre las ruedas se levantaban cuatro habitaciones, todas de hierro y con un solo piso, dotadas de pararrayos, destinadas una como depósito de víveres y las otras a los guardianes.

Cuatro escalerillas llegaban hasta el mar, y cada una de ellas estaba provista de una grúa que sostenía un bote.

Los guardianes, una docena de personas, viendo acercarse a la mutilada nave voladora, se habían apresurado a preguntar si necesitaban alguna ayuda.

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