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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (54 page)

BOOK: Las mujeres de César
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—¿Por qué me lo cuentas a mí, Fulvia? —le preguntó Cicerón, tan desorientado como parecía estarlo ella, pues no acertaba a comprender por qué aquella mujer se mostraba tan aterrorizada. Una cancelación general de deudas era una mala noticia, pero…

—¡Porque tú eres el cónsul
senior
! —lloriqueó Fulvia entre sollozos mientras se daba golpes en el pecho—. ¡Tenía que contárselo a alguien!

—El problema es, Fulvia, que no me has proporcionado ni una sola prueba de que Catilina planee llevar a cabo una cancelación general de deudas. ¡Necesito alguna prueba, un testigo fiable! Todo lo que tú me proporcionas es una historia, y yo no puedo ir al Senado sin algo más tangible que lo que me ha contado una mujer.

—Pero está mal, ¿no? —le preguntó ella al tiempo que se limpiaba los ojos.

—Sí, muy mal, y tú has actuado del modo correcto al acudir a mí. Pero necesito pruebas —dijo Cicerón.

—Lo único que puedo ofrecerte son algunos nombres.

—Pues dámelos.

—Hay dos hombres que fueron centuriones bajo las órdenes de Sila: Cayo Manlio y Publio Furio. Poseen tierras en Etruria. Y han estado diciéndole a la gente que tiene planeado venir a Roma para las elecciones que si Catilina y Casio son elegidos cónsules, las deudas dejarán de existir.

—¿Y, cómo, Fulvia, voy yo a relacionar a dos antiguos centuriones de las legiones de Sila con Catilina y Casio? —No lo sé!

Cicerón dejó escapar un suspiro y se puso en pie.

—Bien, Fulvia, te agradezco sinceramente que hayas venido a verme —dijo—. Signe intentando averiguar qué es lo que ocurre exactamente, y cuando encuentres una evidencia de que el olor de pescado de los mercados se está acercando al Campo de Marte en el momento de las elecciones, dímelo. —Le sonrió, y confió en que hubiera sido una sonrisa platónica—. Sigue trabajando a través de mi esposa, ella me tendrá informado.

Cuando Terencia acompañó a la visitante fuera de la habitación, Cicerón volvió a sentarse para meditar. Pero durante un buen rato no se pudo permitir aquel lujo: Terencia entró, muy enérgica, unos instantes después.

—¿Qué te parece? —le preguntó ella.

—Ojalá lo supiera, querida mía.

—Bueno —dijo Terencia al tiempo que se inclinaba asisiosamente hacia adelante, pues no había cosa que más le gustase que darle a su marido consejos sobre política—. ¡Pues te diré lo que me parece a mí! Creo que Catilina está tramando una revolución.

Cicerón abrió la boca.

—¿Una revolución? —preguntó con un graznido.

—Eso mismo; una revolución.

—¡Terencia, poco tiene que ver una política electoral basada en una cancelación general de las deudas con una revolución! —protestó Cicerón.

—No, no tiene poco que ver, Cicerón. ¿Cómo pueden unos cónsules legalmente elegidos iniciar una medida tan revolucionaria como es una cancelación general de deudas? Tú sabes bien que es la estratagema de los hombres que derrocan al Estado. Saturnino. Sertorio. Ello significa dictadores y dueños del caballo. ¿Cómo podrían unos cónsules elegidos tener esperanzas de legislar una medida como ésa? Aunque la presentaran ante el pueblo en las tribus, por lo menos uno de los tribunos de la plebe votaría en contra, y no digamos ya en la promulgación oficial. ¿Y crees que los que están a favor de una cancelación general de las deudas no comprenden claramente todo eso? ¡Por supuesto que sí! Cualquiera que esté dispuesto a votar a unos cónsules que abogan por una política así se está pintando a sí mismo de color revolucionario.

—Que es el rojo —dijo Cicerón pausadamente—. El color de la sangre. ¡Oh, Terencia, durante mi consulado no!

—Tú puedes impedir que Catilina se presente a cónsul —le dijo Terencia.

—No puedo hacerlo a menos que tenga pruebas.

—Entonces lo único que tenemos que hacer es encontrar esas pruebas. —Se levantó y se dirigió a la puerta—. ¿Quién sabe? Quizás Fulvia y yo seamos capaces entre las dos de convencer a Quinto Curio para que testifique.

—Eso serviría de gran ayuda —dijo Cicerón en un tono bastante seco.

La semilla estaba sembrada; Catilina planeaba una revolución, tenía que estar planeando un revolución. Y aunque los acontecimientos que tuvieron lugar en los meses siguientes al parecer lo confirmaban, Cicerón nunca habría de saber a ciencia cierta si el concepto de revolución se le ocurrió a Catilina antes o después de aquellas fatídicas elecciones.

Una vez sembrada la semilla, el cónsul
senior
se puso a trabajar para sacar a la luz cuanta información pudiera. Envió agentes a Etruria, y también a aquel otro núcleo tradicional de revolución, Apulia Samnita. Y desde luego, cuando regresaron todos informaron de que, en efecto, por todas partes se rumoreaba que si Catilina y Lucio Casio eran elegidos cónsules, llevarían a cabo una cancelación general de deudas. En cuanto a pruebas que pusiesen en evidencia una revolución, como el acopio de armas o el reclutamiento encubierto de fuerzas, no pudo hallarse ninguna. No obstante, se dijo Cicerón a sí mismo, sí tenía suficientes pruebas para procesarlo.

Las elecciones curules para cónsules y pretores habían de celebrarse el décimo día de
quintilis
; el día noveno Cicerón las aplazó inesperadamente hasta el día undécimo, y convocó una sesión del Senado el día décimo. La asistencia de los senadores a la sesión fue espléndida, por supuesto; espoleados por la curiosidad, todos aquellos que no estaban postrados por la enfermedad o ausentes de Roma acudieron con tiempo suficiente como para ver por sus propios ojos que el muy admirado Catón estaba realmente sentado allí; había un montón de rollos a sus pies y tenía uno de ellos, que leía lenta y cuidadosamente, abierto entre las manos.

—Padres conscriptos —dijo el cónsul
senior
una vez que hubieron concluido los ritos y el resto de las formalidades—, os he convocado aquí en vez de acudir a las elecciones en los
saepta
para que me ayudéis a descifrar un misterio. Pido disculpas a aquellos de vosotros a quienes haya causado inconvenientes con esta sesión, y sólo me queda la esperanza de que el resultado de la misma permita que las elecciones se lleven a cabo mañana.

Los senadores estaban ávidos de alguna explicación, eso era fácil de ver, pero por una vez Cicerón no se sentía de humor para juguetear con la audiencia. Lo que quería era airear el asunto, hacerles ver a Catilina y a Lucio Casio que su estratagema se había hecho inútil ahora que era de todos conocida, y cortar de esa manera, cuando aún era sólo un brote, cualquier plan que Catilina estuviera alimentando. Nunca había creído verdaderamente que hubiera más en las sospechas de revolución de Terencia que un poco de charla ociosa alrededor de varias jarras de vino y algunas medidas económicas que solían asociarse más con la revolución que con los cónsules observantes de la ley. Después de Mario, Cinna, Carbón, Sila, Sertorio y Lépido, hasta Catilina tenía que haber aprendido por fuerza que a la República no se la destruía tan fácilmente. Catilina era un mal hombre —eso lo sabían todos—, pero hasta que fuera elegido cónsul no ostentaba ninguna magistratura, por lo que no estaba en posesión de
imperium
ni disponía de un ejército ya formado, y el número de clientes que tenía en Etruria no era ni parecido al de un Mario o un Lépido. Por lo tanto, lo que Catilina necesitaba era que le dieran un susto para meterlo en cintura.

Nadie, pensó el cónsul
senior
mientras su mirada vagaba de grada en grada a ambos lados de la Cámara, tenía ni idea de lo que flotaba en el aire. Craso estaba sentado, impasible; Catulo parecía un poco viejo y su cuñado Hortensio algo deteriorado; Catón tenía los pelos de punta como un perro agresivo, César se daba palmaditas en la parte superior de la cabeza para asegurarse de que su definitivamente cada vez más escaso cabello le ocultaba todavía el cuero cabelludo; Murena, era indudable, echaba humo por el retraso, y Silano no estaba tan saludable y activo como los agentes que se encargaban de organizarle la campaña electoral aseguraban. Y finalmente, allí, entre los consulares, estaba sentado el gran Lucio Licinio Lúculo,
triumphator
. Cicerón, Catulo y Hortensio habían hablado con suficiente elocuencia como para convencer al Senado de que a Lúculo debía concedérsele el triunfo, cosa que significaba que el verdadero conquistador del Este ahora era libre de cruzar el
pomerium
y ocupar el lugar que le correspondía por derecho en el Senado y en los Comicios.

—Lucio Sergio Catilina —dijo Cicerón desde el estrado curul—, te agradecería que te pusieras en pie.

En un principio Cicerón había pensado acusar también a Lucio Casio, pero después de pensarlo mucho había decidido que lo mejor era concentrarse por entero en Catilina. Éste ahora se encontraba de pie, y era la viva imagen de la preocupación y la perplejidad. ¡Qué hombre tan apuesto! Alto y de hermosa constitución fisica, cada palmo de su cuerpo era el de un gran aristócrata patricio. ¡Cómo odiaba Cicerón a los Catilinas y a los Césares! ¿Qué pasaba con la eminentemente respetable cuna de Cicerón? ¿Por qué lo menospreciaban como si fuera un tumor maligno que se encontrase en el cuerpo romano?

—Ya estoy de pie, Marco Tulio Cicerón —respondió Catilina suavemente.

—Lucio Sergio Catilina, ¿conoces a dos hombres llamados Cayo Manlio y Publio Furio? —Tengo dos clientes que responden a esos nombres.

—¿Sabes dónde se encuentran en este momento?

—¡En Roma, supongo! Ahora mismo deberían estar en el Campo de Marte votando por mí. En cambio, supongo que estarán sentados en alguna taberna.

—¿Dónde han estado últimamente?

Catilina levantó ambas cejas, muy negras.

—¡Marco Tulio, yo no exijo a mis clientes que me informen de todos sus movimientos! Ya sé que tú eres un cero a la izquierda, pero… ¿de tan pocos clientes dispones que no tienes ni idea del protocolo que rige los lazos entre cliente y patrón?

Cicerón enrojeció.

—¿Te resultaría extraño enterarte de que a Manlio y a Furio se les ha visto recientemente en Fésulas, Volaterra, Clusium, Saturnia, Larinum y Venusia?

Catilina parpadeó.

—¿Por qué iba a extrañarme eso, Marco Tulio? Ambos tienen tierras en Etruria, y Furio además posee tierras en Apulia.

—¿Te sorprendería saber que ambos, Manlio y Furio, han ido diciéndole a cualquiera que sea lo suficientemente importante como para que su voto cuente en las elecciones centuriadas que tu colega Lucio Casio y tú tenéis intención de legislar una cancelación general de las deudas una vez que asumáis el cargo de cónsules?

Aquello provocó una carcajada de asombro. Cuando se recuperó, Catilina miró a Cicerón como si éste de repente se hubiera vuelto loco.

—¡Pues claro que me sorprende! —dijo.

Tras haberse organizado un buen revuelo en el momento en que Cicerón pronunciara aquella espantosa frase, la cancelación general de las deudas, un murmullo perfectamente audible se alzó ahora por toda la Cámara. Desde luego, entre los presentes se encontraban algunos que necesitaban con desesperación una medida radical como aquélla ahora que los prestamistas presionaban para que se les pagasen las deudas completas —incluido César, el nuevo pontífice máximo—, pero había pocos que no llegasen a comprender las espantosas repercusiones económicas que llevaría consigo una cancelación general de las deudas. A pesar de que sus problemas generaban un flujo constante de dinero en metálico, los miembros del Senado eran de por sí personas conservadoras en lo referente a cambios de cualquier tipo, incluso a los cambios en la forma como estaba estructurado el dinero. Y por cada senador que estuviera en una precaria situación económica, había tres que, caso de que hubiera una cancelación general de deudas, saldrían perdiendo más que ganando; hombres como Craso, Lúculo y el ausente Pompeyo Magnus. Por tanto no tuvo nada de extraño que tanto César como Craso estuvieran ahora inclinados hacia adelante como perros atados. —He hecho investigaciones en Etruria y en Apulia, Lucio Sergio Catilina —dijo Cicerón—, y me duele decir que creo que estos rumores son ciertos. Creo que tú tienes verdaderamente intención de cancelar las deudas.

La reacción de Catilina fue echarse a reír, sin parar. Las lágrimas le corrían por el rostro; se sujetaba los costados; trató denodadamente de controlar la risa y perdió la batalla varias veces. Sentado no muy lejos de él, Lucio Casio enrojeció a causa de la indignación.

—iTonterías! —gritó Catilina cuando fue capaz, mientras se limpiaba la cara con un pliegue de la toga porque no lograba dominarse lo suficiente como para encontrar el pañuelo—. ¡Tonterías, tonterías, tonterías!

—¿Serías capaz de jurarlo? —le preguntó Cicerón.

—iNo, eso no estoy dispuesto a hacerlo! —repuso bruscamente Catilina, logrando componerse finalmente—. ¿Yo, un patricio Sergio, voy a tener que prestar juramento a causa de las quejas infundadas y maliciosas de un inmigrante de Arpinum? Pero, ¿quién te has creído que eres, Cicerón?

—Soy el cónsul
senior
del Senado y el pueblo de Roma —dijo Cicerón con dolorosa dignidad—. ¡Por si no lo recuerdas, soy el hombre que te derrotó en las elecciones curules del año pasado! Y como cónsul
senior
, soy la cabeza de este Estado.

Otro ataque de risa. Y luego Catilina añadió:

—¡Dicen que Roma tiene dos cuerpos, Cicerón! Uno es débil y tiene cabeza de imbécil, el otro es fuerte, aunque no tiene cabeza. ¿En qué crees que te convierte eso a ti, oh cabeza de este Estado?

—¡En un imbécil no, Catilina, eso seguro! ¡Yo soy el padre de Roma y su guardián este año, y pienso cumplir con mi deber, incluso en situaciones tan extrañas como ésta! ¿Niegas categóricamente que tengas planeado cancelar todas las deudas?

—¡Por supuesto que lo niego!

—Pero no estás dispuesto a prestar juramento a ese respecto.

—Definitivamente no. —Catilina tomó aliento—. ¡No, no lo haré! Sin embargo, oh cabeza de este Estado, tu despreciable conducta e infundadas acusaciones de esta mañana tentarían a muchos hombres en mi situación a decir que si el cuerpo fuerte pero descabezado de Roma hubiera de encontrar una cabeza, ¡podría hacer cosas peores que elegir la mía! ¡Por lo menos la mía es romana! ¡Por lo menos la mía tiene antepasados! Tú te propones buscarme la ruina, Cicerón, echar por tierra las oportunidades de lo que ayer era una elección justa e inmaculada. ¡Heme aquí de pie, difamado e impugnado, víctima inocente de un presuntuoso advenedizo de las colinas que no es ni romano ni noble!

BOOK: Las mujeres de César
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