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Authors: Colleen McCullough

Tags: #Histórica

Las mujeres de César (6 page)

BOOK: Las mujeres de César
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En realidad existía sólo un camino seguro para ir hacia donde César se dirigía: el camino del mando militar. Pero antes de que pudiera llegar legalmente a general de uno de los ejércitos de Roma, tendría que ascender por lo menos a pretor, y para asegurarse de que lo eligieran como uno de esos ocho hombres que supervisan los tribunales y el sistema de justicia, hacía falta pasar los siguientes seis años en la ciudad. Solicitando el voto, haciendo propaganda electoral, luchando por adaptarse a la caótica escena política, procurando que su persona se mantuviese en primer plano, acumulando influencia, poder, clientes, el apoyo de caballeros pertenecientes a la esfera del comercio, de seguidores de todas clases. Tal como él era y únicamente por sí mismo, no como miembro de los
boni
o de cualquier otro grupo, que insistían en que sus miembros pensaran todos igual, o mejor, que no se molestasen en pensar en absoluto.

Aunque la ambición de César iba mucho más allá de ser el líder de su propia facción; quería convertirse en una institución llamada el Primer Hombre de Roma.
Primus inter pares
, el primero entre iguales, el que reunía lo bueno de todos los hombres. Quería convertirse en el que poseyera mayor
auctoritas
, mayor
dignitas
; el Primer Hombre de Roma era la influencia personificada. Cualquier cosa que dijera se escuchaba, y nadie podía derribarlo porque no era ni rey ni dictador; sustentaba su posición en el más puro poder personal, era lo que era por sí mismo, no a través de ningún cargo, y no tenía un ejército a sus espaldas. El viejo Cayo Mario lo había hecho al estilo antiguo al conquistar a los germanos, porque no poseía antepasados para decirles a los hombres que merecía ser el Primer Hombre de Roma. Sila sí tenía antepasados, pero no se ganó el título porque hizo de sí mismo un dictador. Simplemente era Sila, gran aristócrata, autócrata, ganador de la impresionante corona de hierba, general invicto. Una leyenda militar incubada en la arena política, eso era el Primer Hombre de Roma.

Por eso el hombre que fuera el Primer Hombre de Roma no podía pertenecer a ninguna facción; tenía que constituir una facción él mismo, estar en primera posición en el Foro Romano no como secuaz de nadie, sino como el más temible aliado. En la Roma de aquel tiempo ser un patricio lo hacía más fácil, y César lo era. Sus remotos antepasados habían sido miembros del Senado cuando éste no consistía más que en un simple centenar de hombres que aconsejaban al rey de Roma Antes de que Roma existiera siquiera, sus antepasados habían sido reyes a su vez de Alba Longa, en el monte Albano. Y antes de eso su treinta y nueve veces bisabuela había sido la propia diosa Venus; ella era la madre de Eneas, rey de Dardania, el que había navegado hasta la Italia latina y había fundado un nuevo reino en lo que un día sería la sede del dominio de Roma. El hecho de provenir de tan brillante árbol genealógico predisponía a la gente a considerar que un hombre debía ser líder de su facción; a los romanos les gustaban los hombres con antepasados ilustres, y cuanto más augustos fueran esos antepasados, más posibilidades tenía un hombre de crear su propia facción.

Así era como César comprendía que tenía que obrar desde entonces hasta el momento de ostentar el cargo de cónsul, para el que todavía le quedaban nueve años. Tenía que predisponer a los hombres a considerarlo digno de convertirse en el Primer Hombre de Roma. Lo cual no significaba conciliar a sus iguales, sino dominar a aquellos que no eran sus iguales. Sus iguales lo temerían y lo odiarían, como ocurría con todos los que aspiraban a ser el Primer Hombre de Roma. Sus iguales lucharían contra su ambición con uñas y dientes, sin detenerse ante nada con tal de hacerlo caer antes de que fuera demasiado poderoso. Por eso odiaron a Pompeyo el Grande, que se imaginaba a sí mismo el actual Primer Hombre de Roma. Bueno, no duraría. Ese título le pertenecía a César y nada, animado o inanimado, le impediría obtenerlo. Y lo sabía porque se conocía a sí mismo.

Al día siguiente a su llegada a Roma, fue gratificante descubrir que, al amanecer, un pequeño y ordenado grupo de clientes habían acudido a presentarle sus respetos; la sala de recepción estaba llena de ellos, y a Eutico, el mayordomo, se le había puesto radiante aquel grueso rostro suyo al verlos. También resplandecía de contento el viejo Lucio Decumio, animado y anguloso como un grillo, que daba saltitos ansiosos de un pie a otro cuando César salió de sus aposentos privados.

Un beso en la boca para Lucio Decumio, una muestra de respeto reverencial para muchos que presenciaron el encuentro.

—Te he echado de menos más que a nadie después de Julia, papá —le confesó César al tiempo que envolvía a Lucio Decumio en un enorme abrazo.

—¡Roma tampoco es lo mismo cuando tú no estás, Pavo! —fue la respuesta de aquél, que utilizó el antiguo mote de Pavo Real que él mismo le había puesto a César cuando éste empezaba a dar sus primeros pasos.

—Parece que no envejezcas, papá.

Eso era cierto. Nadie sabía realmente qué edad tenía Lucio Decumio, aunque debía de estar más cerca de los setenta que de los sesenta. Probablemente viviría eternamente. Pertenecía a la cuarta clase solamente y a la tribu urbana Suburana, nunca sería lo bastante importante para tener un voto que contase en ninguna Asamblea, pero Lucio Decumio era un hombre de gran influencia y poder en ciertos círculos. Era el custodio del colegio de encrucijada que tenía su sede en la ínsula de Aurelia, y todos los hombres que vivían en aquel vecindario, por muy alta que fuera la clase a la que pertenecieran, se veían obligados a presentarle sus respetos, por lo menos de vez en cuando, en el interior de lo que era tanto una taberna como un lugar de reuniones religiosas. Como custodio de su colegio, Lucio Decumio poseía autoridad; también había logrado acumular considerables riquezas debido a sus muchas actividades inicuas, y no era adverso a prestar dinero a un interés muy razonable a aquellos que pudieran ser útiles para los fines de Lucio Decumio… o a los fines de su patrono, César. César, a quien él amaba más que a cualquiera de sus dos fornidos hijos; César, con quien había compartido algunas de sus dudosas aventuras de muchacho, César, César…

—Tengo tus habitaciones de calle abajo completamente preparadas —dijo el viejo esbozando una amplia sonrisa—. Cama nueva… todo muy bonito.

Se le iluminaron los ojos, más bien helados y de color azul pálido; César volvió a sonreír y le hizo un guiño.

—La probaré antes de dar mi veredicto personal sobre eso, papá. Lo cual me recuerda… ¿querrías llevarle mi mensaje a la esposa de Décimo Junio Silano?

Lucio Decumio frunció el entrecejo.

—¿A Servilia? —Veo que la señora es famosa. —No podría ser de otra forma. Es una mujer muy dura con sus esclavos. —Cómo sabes eso? Supongo que sus esclavos frecuentan un colegio de encrucijada en el Palatino.

—¡Pero corre la voz, corre la voz! Es capaz de ordenar la crucifixión cuando cree que alguno de sus esclavos necesita una lección. Hace que se lleve a cabo en el jardín, delante de todos los demás. Fíjate, primero los hace azotar, para que no duren mucho después de ser atados a la cruz.

—Eso es muy considerado por su parte —dijo César.

Y se puso a dictar el mensaje para Servilia. No cometió el error de pensar que Lucio Decumio estaba intentando advertirle para que no se enredara con ella, o que tuviera la presunción de criticar su gusto; Lucio Decumio simplemente estaba cumpliendo con su deber de pasarle información relevante.

La comida le importaba poco a César —no era un
gourmet
, y tampoco, desde luego, seguidor de Epicuro—, así que pasó de cliente en cliente sin dejar de masticar con aire ausente un panecillo crujiente y recién hecho del panadero que había más abajo, en la calle de Aurelia, y bebiendo agua de una taza. Sabedor de la generosidad de César, su mayordomo ya había pasado unas bandejas repletas de los mismos panecillos, había servido vino a aquellos que lo preferían al agua sola, y había ofrecido pequeños tazones de aceite o miel para mojar el pan. ¡Qué espléndido era ver que la clientela de César aumentaba!

Algunos habían ido por la sencilla razón de mostrarle a César que estaban a sus órdenes, pero otros se habían acercado hasta allí con un propósito concreto: pedirle una recomendación. para un empleo que necesitaban, un puesto en alguna vacante del Tesoro o de los Archivos para algún hijo con los debidos estudios, o consultarle qué le parecía esta oferta que había recibido alguno por su hija, o aquella otra por un pedazo de tierra. Unos cuantos habían ido a pedirle dinero, y a éstos también se les complació con dispuesta alegría, como si la bolsa de César fuera tan abundante como la de Marco Craso, cuando en realidad era extremadamente poco abundante.

La mayoría de los clientes se marcharon una vez que hubieron intercambiado las cortesías de rigor y se hubo conversado un poco. Los que se quedaron necesitaban algunos renglones escritos por César, y aguardaron mientras éste, sentado a su escritorio, dispensaba los papeles. El resultado de todo ello fue que, antes de que se marchase el último visitante, habían transcurrido más de cuatro horas de aquella larga mañana de primavera; el resto del día le pertenecía a César. Los clientes no se habían ido lejos, desde luego; cuando salió de su apartamento una hora después, tras haber despachado lo más apremiante de su correspondencia, se unieron a él para darle escolta adonde quiera que sus asuntos pudieran llevarle. ¡Un hombre con clientes tenía que exhibirlos en público!

Desgraciadamente nadie significativo se hallaba presente en el Foro Romano cuando César y su séquito llegaron al pie del Argilium y pasaron entre la basílica Emilia y las gradas de la Curia Hostilia. Y allí estaba el centro absoluto de todo el mundo romano: el Foro Romano inferior, un espacio pródigamente salpicado de objetos de reverencia o utilidad y antigüedades. Habían pasado unos quince meses desde la última vez que César lo había visto. No es que hubiera cambiado. Nunca cambiaba.

El Foso de los Comicios bostezaba delante del espacio engañosamente pequeño, unas gradas circulares de anchos peldaños, que conducían, muy por debajo del nivel del suelo, a la estructura en la que se reunían ambas Asambleas, la Plebeya y la Popular. Cuando estaba lleno por completo podía albergar unos tres mil hombres. Junto al muro trasero, de cara a la parte lateral de los peldaños de la Curia Hostilia, estaban los
rostra
, desde los cuales los políticos se dirigían a la multitud apiñada debajo, en la hondonada. Y allí estaba la propia Curia Hostilia, venerablemente antigua, hogar del Senado a través de los siglos desde que lo construyera el rey Tulo Hostilio, demasiado pequeño para el alistamiento mayor que había hecho Sila, con aspecto deteriorado y sucio a pesar del maravilloso mural lateral. El estanque de Curtio, los árboles sagrados, Escipión el Africano en lo alto de su elevada columna, los
rostra
de naves capturadas montados en otras columnas, estatuas a porrillo sobre imponentes plintos con miradas furiosas como el viejo Apio Claudio el Ciego, o con un aspecto sereno y presumido como el astuto y brillante viejo Escauro, príncipe del Senado. Las losas de la vía Sacra estaban más gastadas que el pavimento travertino que las rodeaba —Sila había reemplazado el pavimento, pero la
mos
maiorum
prohibía que se realizara cualquier mejora en la carretera—. En el extremo más alejado de aquel espacio abierto, apretadas por dos o tres tribunales, se alzaban las dos basílicas poco elegantes, la Optimia y la Sempronia, con el glorioso templo de Cástor y Pólux a la izquierda. Realmente era un misterio cómo podían celebrarse reuniones, procesos judiciales y asambleas entre tanto impedimento, pero se celebraban: siempre había sido así y siempre lo sería.

Al norte se alzaba la mole del Capitolio, con una joroba más alta que su gemela, una absoluta confusión de templos con pilares pintados en llamativos colores, frontones, estatuas doradas, todo sobre tejados anaranjados. El nuevo hogar de Júpiter Optimo Máximo —el viejo se había destruido en un incendio varios años antes— estaba todavía en construcción, advirtió César, que frunció el entrecejo al verlo; decididamente, Catulo era un custodio de las obras bastante lento, nunca tenía prisa. Pero el enorme Tabulario de Sila ya estaba completamente terminado, y ocupaba toda la falda frontal y central del monte con soportales y galerías destinados a albergar todos los archivos de Roma, las leyes y las cuentas. Y al pie del Capitolio había otras instalaciones públicas: el templo de la Concordia, y junto a él el pequeño Senáculo antiguo, en el que las delegaciones extranjeras eran recibidas por el Senado. En la esquina del fondo, más allá del Senáculo, separando el Vicus Iugaris del Clivus Capitolinus, estaba el lugar hacia donde se dirigía César. Este era el templo de Saturno, muy antiguo, grande y sobriamente dórica excepto por los colores chillones que embadurnaban sus paredes y pilares de madera, hogar de una antigua estatua del dios que había que mantener llena de aceite y envuelta en tela para que no se desintegrase. También —y más relacionado con el propósito de César— era la sede del Tesoro de Roma.

El templo propiamente dicho estaba montado sobre un podio de veinte peldaños de altura, una infraestructura de piedra dentro de la cual se abría un laberinto de pasillos y salas. Parte del mismo se usaba de almacén para las leyes una vez que habían sido labradas en piedra o bronce, pues la constitución en gran parte escrita de Roma exigía que todas las leyes fueran depositadas allí; pero el tiempo y la plétora de tablillas ahora exigía que cada nueva ley fuera metida rápidamente por una entrada y sacada por otra para ser almacenada en otro lugar.

La mayor parte de aquel espacio pertenecía al Tesoro. Aquí, en salas fuertes situadas tras grandes puertas de hierro, yacía la tangible riqueza de Roma en forma de lingotes de oro y plata, cuyo valor ascendía a muchos miles de talentos. Allí, en unos despachos sombríos iluminados por parpadeantes lámparas de aceite y con rejas en lo alto de los muros exteriores, trabajaba el núcleo de los funcionarios que llevaban los libros de cuentas públicas de Roma, desde aquellos de importancia suficiente como para ostentar el título de
tribuni aerarii
hasta los humildes contables y los aún más humildes esclavos públicos que barrían los polvorientos suelos, pero que solían ingeniárselas para pasar por alto las telarañas que festoneaban las paredes.

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