Read Las niñas perdidas Online

Authors: Cristina Fallarás

Tags: #Intriga, Policíaco

Las niñas perdidas (19 page)

BOOK: Las niñas perdidas
10.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

El doctor Alejandro Sánchez de Andrade apareció entonces de detrás de la gran puerta ahumada que se abría frente a la entrada. Vestido con la previsible bata blanca, su bronceado aún resultaba más esforzado. Se acercó a ella y le tendió la mano con una sonrisa ni franca ni todo lo contrario, casi profesional.

—Victoria, encantado de verla de nuevo. Pase por favor.

Recorrieron un pasillo blanco sólo incomodado por algunos ficus y llegaron, al final, a un despacho tan aséptico e impersonal como todo el resto. Él se sentó en su butaca de doctor y Victoria ocupó la silla de paciente.

—¿En qué semana está? —preguntó el ginecólogo.

—¿Perdón? —A ella, la pregunta le cogió tan desprevenida que le costó entenderla.

Él le señaló con una mirada la barriga.

—¿En qué semana está?

—En la 24.

—¿Se encuentra bien?

Victoria estuvo tentada de contestarle que no mucho, que seguía vomitando, le dolían las piernas y por primera vez desde no recordaba cuántos años se había echado a llorar desconsoladamente.

Pero se repuso. Miró al ginecólogo, su frente alta, sus ojos investidos de autoridad, estaba en su terreno y ella pisaba mal. Pensó No debí de fijarme en el nombre, es una bestia, no un ser sensible.

—No me joda, doctor, no vengo para que me visite.

—No claro, discúlpeme. ¿En qué puedo ayudarle?

Sánchez de Andrade fingía inocencia, y ésa era su debilidad.

Pensó Victoria que por ahí tenía que entrar. Si alguien finge inocencia es que carece de cinismo, del cinismo necesario para saberse culpable y defenderlo, supuso.

—Usted me mintió.

—¿Yo?

Ahí estás, quiso pensar Victoria, en el fondo eres un pobre rico.

—Sí, usted, doctor, usted. Me dijo que apenas conocía a sus nietas y que no veía a Adela desde antes de que fuera madre, pero eso era mentira.

Victoria paró ahí. El ginecólogo se recostó en su butacón de piel, juntó las manos de forma profesional y no dijo nada.

—Cuando le retiraron a Adela la custodia de las niñas ustedes, usted y su mujer, intentaron que se las dieran. Sin éxito…

El tipo sonrió con aire de suficiencia y se le escapó un ligero gesto de desahogo.

—Por dios, Victoria, ¿qué íbamos a hacer? ¿Qué abuelos no harían lo mismo por sus nietas?

—Ustedes, por ejemplo, que no hicieron nada ninguna de las otras veces que los servicios sociales intervinieron, ustedes que dejaron que Adela sufriera sola y se convirtiera en un despojo. Pero eso es igual. Ustedes acudieron a la boda de Adela, a la boda que no se celebró. Sólo quiero saber por qué me mintió.

—Yo no le mentí. Para mí, para nosotros, nuestra hija ha dejado de existir, hace tiempo que dejó de hacerlo. Es como si nunca hubiera nacido. Ha sido doloroso, pero imprescindible. Adela es una irresponsable, una delincuente. Ella perdió a sus pequeñas, a las que nunca quiso cuidar, y perdió su matrimonio y lo perdió todo a conciencia. Ella se empeñó en perderlo todo, no sé si me entiende. Lo de su boda fue una fantochada, la última fantochada a la que nos prestamos con ella. Imagino que está enterada de que no se presentó, de que estaba drogada en algún tugurio de mala muerte, y luego, ya sabe lo que pasó. Intentamos salvar la situación en la medida de lo posible, intentamos que el juez nos entregara a las niñas, pero la justicia en este país es una broma pesada y prefirieron dárselas a una madre de acogida, es decir, se las quedó el Estado. Al menos no acabaron en una institución carcelaria. Y su dinero nos costó.

—A propósito, ¿por qué sigue ingresándole dinero a Adela?

El médico la miró con desconfianza, algo sorprendido.

—Porque es mi deber. —El hombre se incorporó y volvió a adoptar el tono profesional—. Usted va a ser madre, Victoria, y comprenderá entonces que hay un vínculo que, por mucho que uno quiera, no se romperá aunque todo el resto se haya roto.

Victoria pensó que aquel tipo era fruto de lo peor, capaz de situar ese vínculo irrompible en la cuenta corriente de su hija. Capaz de salvarse a través de la cuenta corriente. Por lo demás, no la había convencido. Había en sus argumentos una ficción de inocencia que ocultaba algo, pero ella no estaba en ese momento en disposición de avanzar.

—Una última pregunta —dijo—: ¿por qué Alicia?

—¿El instituto?

—Sí, ¿de dónde viene el nombre?

—Ah, eso… es muy fácil. El comienzo por Al hace que aparezca de los primeros en las guías.

40

E
l taxi toma a demasiada velocidad el giro de la plaza España hacia la autovía de Castelldefels y lanza a Jesús contra Genaro, que en ese mismo momento intenta meterse en la boca una pastilla recién sacada de un botecillo blanco sin etiquetas, y los empotra a ambos contra la ventanilla izquierda. Del golpe, la pastilla se le escapa de los dedos y va a parar al suelo del vehículo. Genaro levanta la cara, mira a Jesús durante unos instantes por entre la maraña de pelo y de repente cae en la cuenta.

—Hostias, tío, ¿y tú qué haces aquí?

Jesús respira hondo.

—Pues ya ves, de marchita contigo.

Genaro va a contestarle pero algo vuelve a desviar su atención.

Mira unos segundos hacia el frente, a la coronilla del conductor, y acto seguido aparta con un rodillazo de su pierna derecha la izquierda de Jesús y se agacha hasta que su largo flequillo roza el suelo mugriento.

—Colega, la has hecho buena, ahora he perdido la pasti. ¡Jefe! —vocifera dirigiéndose al taxista—, reduzca un poco o le acabaré echando las papas aquí mismo.

El taxista aminora la velocidad y gira la cabeza.

—Como me vomites el coche te largo a patadas. Jodido yonqui…

—Calla, joder, calla la boca y céntrate en la puta carretera, a ver si nos vamos a partir la jeta por una jodida pasti. —Genaro levanta la cabeza y se dirige a Jesús en voz baja—. Lo que le pasa al colega es que él también quiere una, si los conoceré yo… —Señala al taxista con el pulgar—. Pero nasti, amigo, de estas no será, porque estas son las pastis de Genaro, sólo de Genaro, premio por haber conseguido localizar a los malos. ¡Premio total! —Se incorpora y levanta con aire triunfal la mano en la que sostiene la pastilla perdida. Se la echa a la boca, levanta la cabeza teatralmente y la traga sin agua—. Y tú —sigue dirigiéndose a Jesús—, ¿de parte de quién buscas a los malos? ¿De la pasma, de la pelirroja, del puto Conseguidor, de la preñada esa…?

—Yo, del Conseguidor —improvisa el otro por probar suerte—. ¿Y tú?

—Yo por mí mismo, colega. Yo ya no dependo de nadie, estoy liberado. —Mueve en el aire el bote de pastillas despidiendo un sonido alcalino—. Yo voy a matar a los malos por iniciativa propia. ¡Y en honor de mi pequeña Hadaly, qué cojones!

—Claro, Hadaly…

—Pues sí, colega, pues sí, Hadaly. A esa niña no la va a tocar ni dios, porque hoy no va a quedar viva ni la virgen, te lo digo yo, Genaro, que tengo línea directa con el diablo, el mismísimo Satanás. ¡Pero tú ya lo conoces! —De repente se calla, piensa y mira con algo que intenta ser astucia a Jesús—. ¿O es que te ha mandado para protegerme? Coleeeega, que a mí no me engañáis, primero la preñada y ahora tú… ¡Tú has aparecido aquí para echarme una mano!

—Más o menos. —Jesús va dando palos de ciego—. ¿Qué sabemos de los malos?

Ha lanzado la pregunta como si no tuviera interés y, por lo mismo, se vuelve a mirar por la ventanilla. Donde estaba la ciudad se suceden ahora naves industriales, pistas de tenis modelo extrarradio y grandes depósitos de coches recién salidos de fábrica. Pronto empezará a ver en esos mismos ribazos putas con el culo al aire, las tetas al aire y la miseria al aire, jovencísimas putas del Este, putas gordas de desguace y algunas negras expulsadas de la urbe, carne de camionero y de cocainómano con prisa, brotes aislados que anuncian el gran oasis de prostitución que se abre en esa misma vía, ya dentro del núcleo de Castelldefels.

—Colega, lo sabemos todo. —Genaro habla en un susurro afónico, se le acerca a la oreja izquierda y Jesús puede notar el temblor constante que sacude el cuerpo nervudo de su compañero de viaje—. ¿O es que te crees que el gordo trabajaba solo? ¿O es que te crees que el calvo era el que les metía la caña a las niñas? Pero tío, ¿tú vienes a protegerme o qué? Porque me parece a mí que no estás muy enterado, tú.

—Yo sé lo que hay que saber —sentencia Jesús con aire misterioso y cruzando los dedos para que cuele, porque el tema ha empezado a interesarle mucho.

Genaro se aparta un poco de él y lo mira con respeto.

—Ya, ya, perdona. Los malos, colega, los que se comieron a las niñitas de la pelirroja, ¿sabes?, los tengo localizados. Vaya, son colegas, como si dijéramos. De la banda del Croata, ¿tú conoces al Croata?

Jesús reprime un mecagondiós a duras penas. Claro que conoce al Croata, cualquiera que haya metido la nariz en el limitado mundo de la delincuencia dura local conoce al Croata. Jesús no tiene el disgusto de haberlo tratado en persona, y tampoco tiene ningunas ganas de conocerlo.

—Sí, claro —contesta—. El Croata, viejos amigos…

—Lo mismo, colega, ¡lo mismo que yo! —Genaro empieza a agitarse y sube la voz—. Yo también creía que éramos viejos amigos, así de trabajitos le he hecho a ese cabrón del Croata, así. —Levanta la mano juntando y separando los cinco dedos—. Anda que si llego a saber lo de las criaturas, anda que si llego a saberlo… te juro como hay diablo que el hijoputa del Croata haría ya tiempo que dormiría bajo piedra. —De repente, parece sobresaltarse—. ¡Mecagondiós!, colega, me cago en todas las vírgenes italianas, ¿pero tú has visto lo que les hicieron a esas crías los hijos de puta del Croata? ¿Pero tú te puedes creer que con esos tíos he trabajado yo codo con codo? ¡Codo con codo! Más de una vez les he salvado el culo a esos malnacidos, para que luego…

—He visto la película.

Jesús lo dice y en ese instante sabe que está a punto de partírsele el alma por segunda vez. Lo hace para acabar de sellar sus tratos con el loco de Genaro, arriesgándose a recordar, a recuperar algún resto de imagen. Pero sobrevive. Él sobrevive, Genaro no tanto. El flaco, en cuanto oye la frase —He visto la película—, se paraliza en el asiento de atrás, fija la vista en los ojos de Jesús durante un minuto y luego empieza a sacudirse en un ataque violento que rompe en llanto descontrolado y feroz.

Jesús piensa en el patio del colegio, las palizas crueles, la complicidad de los rincones escondidos más allá de las aulas, y lo agarra por los hombros, luego por la nuca, venga colega, venga, que vamos a por ellos. Pide al taxista que pare, que los deje ahí mismo. Se está ahogando, que nadie toque a mi amigo, los bravucones, el dolor del débil, esconderse, vamos a ponernos a salvo.

Bajan del vehículo en el arcén, saltan la valla quitamiedos y quedan plantados entre la autovía y el amplio descampado que circunda el río Llobregat, miserable a esas alturas, bajo la noche sofocante de agosto. A unos trescientos metros parpadea el neón solitario que anuncia Club Sargantana, algo que Jesús no sabe interpretar si es prostíbulo o discoteca. Seguramente una cosa y la otra son lo mismo en la zona.

Genaro se ha sentado en un trozo de piedra que sobresale del suelo seco y tiñoso. Con la cara entre las manos parece ir calmándose. Cuando cesan los sollozos levanta la cabeza y mira a Jesús con agradecimiento, casi con entrega.

—Tío, colega, gracias, joder, amigo. Yo sé por qué estás aquí, y sé que me merezco todo este castigo. Hostias, colega, ¿has visto lo que he hecho? Cómo no me van a dar, joder, vete a saber si el Croata y esos tíos están ahí gracias a mí, ¿te enteras?, gracias a los trabajitos que yo les he hecho. Y tú estás aquí por mí, ¿no?, para ayudarme. Porque eres un colega de puta madre, amigo. Ven, acércate, que te voy a contar algo muy fuerte.

Mientras Jesús se aproxima lentamente, Genaro vuelve a sacar su bote de pastillas y se echa otra a la garganta. Luego saca un pañuelo del bolsillo y lo pasa por sus botas blanquinegras, que se han llenado de polvo. Hace un gesto a Jesús para que se siente a su lado, se aparta un poco y le habla desde detrás del flequillo.

—Esta partida la tengo ganada, colega. —Le hace un gesto con la mano para que no interrumpa y vuelve a esconderse tras su ala de cuervo—. He hecho un pacto con Él, ya sabes, no lo nombro, con Él. Le he vendido mi alma. Joder, tío, no ha sido fácil, te digo que no ha sido nada fácil. Yo liquido a los malos —de algún sitio en su espalda saca la pistola y de un barrido apunta a todos los alrededores, o quién sabe si a algún corro imaginario—, a todos los malos, y a cambio consigo olvidar. ¿Me entiendes? Olvidarlo todo, me saco a esta cría de la cabeza, fuera, como si no hubiera visto nada, como si no hubiera hecho nada. Es un castigo, me lo merezco, pero peor castigo es tenerla aquí metida con lo que tú sabes.

Jesús siente un escalofrío. Desde luego, el tío está completamente pirado. Se ha levantado y pasea con la pistola en la mano moviéndola arriba y abajo apuntando a dianas imaginarias donde sólo hay tierra estropajosa.

—No ha sido fácil, no te creas. Si elijo olvidar, olvidaré todo, eso ya me ha quedado claro, uno no olvida sólo lo que le viene en gana. Cuando uno elige olvidar, tío, olvida el pasado entero, y en ese pasado está mi sobrina Hadaly, mi hermanita, los colegas, los contactos, e incluso mi curro. Así que ya ves, tío, ya ves que no es una opción fácil, pero en cuanto supe que podía, le vendí mi alma a cambio de olvidar. Y Él, por medio de vosotros, de la preñada, me dejó muy claro que yo primero tenía que acabar mi trabajo, que no podía dejarlo a medias. ¿Por qué me manda una preñada si no? ¿Por qué precisamente una preñada? El gordo calvo no actuaba solo, ya ves tú el puto, el muy cabrón. En realidad el tío no pintaba nada en todo esto, joder, es como si no pintara nada, ¿no? ¿Te lo imaginas tú haciéndoles todas esas marranadas a las crías, ensuciándose? Y una mierda, colega, y una mierda como un monte. El trabajo lo hicieron los otros, los del Croata. Lo que pasa es que uno está a lo que está y las cosas te pasan por delante sin que te des ni cuenta. Me bastó dar cuatro voces para enterarme de que el calvo trabajaba con el Croata, colega, nos conocemos todos y nos conocemos bien, joer, que hemos trabajado codo con codo; el gordo y el Croata, ya ves, y yo en el limbo, colgado con la puta pelirroja loca. El muy puto le compraba al Croata toda esa mierda, ya sabes, le pasaba encargos y también le conseguía material, y cuando digo material, ya sabes a qué me refiero, ¿no? Carnecita fresca, ¿no? Mecagonlaputa, pero no para comérsela, joder, sólo para tocar y así, no para romperlas, hostias, que eso es muy fuerte. El calvo traía material, chiquillería de lejos, o de por aquí, que están las cosas muy malas, pero era para grabar y ya está, no para matarlas. Ya te digo… Vamos, que no podemos perder tiempo.

BOOK: Las niñas perdidas
10.69Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

Apartment Building E by Malachi King
Raid on the Sun by Rodger W. Claire
Whispers From The Abyss by Kat Rocha (Editor)
Night on Terror Island by Philip Caveney
Amber's Embrace by Delinsky, Barbara
Black Rook by Kelly Meade
Fighting Fate by Hope, Amity
The Star of Lancaster by Jean Plaidy