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Authors: Andriesse Gauke

Tags: #Policíaco

Las pinturas desaparecidas (7 page)

BOOK: Las pinturas desaparecidas
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—Lo único que Eva y Bernard Lisetsky pudieron contarme sobre Maria era que tenía cincuenta y cuatro años, que era soltera y que no tenía familia. Por lo demás, tengo entendido que dentro de su oficina era la responsable de los asuntos referentes al holocausto. Llevaban unos tres años en contacto con ella, pero hasta ahora Maria no les había podido ofrecer mucha ayuda. Eso es todo, espero que usted pueda contarme algo más de ella.

Emitiendo un ligero carraspeo, se pasó las manos por las ásperas mejillas para después rodear con ellas su taza de café. Allí las mantuvo durante un instante y, acto seguido, comenzó a acariciar el borde de la mesa. Tenía las manos en constante movimiento, pero no me pareció nervioso, era más bien una manifestación de energía desmedida que buscaba una vía de escape. Si lograba encauzarla bien, me imagino que el ALR habría encontrado un empleado excelente en este hombre.

—Sí y no —respondió—. No, porque Maria nunca hablaba de su vida privada. Se sentía muy incómoda cuando una conversación daba un giro hacia el terreno personal. A la inversa, tampoco preguntaba nunca por las dichas y las desdichas de sus colegas. Las conversaciones con ella versaban siempre sobre el trabajo. Yo no sé más de su vida privada que usted. Sí, porque Maria era con diferencia la mejor en su trabajo de entre todos nuestros colaboradores, y le estoy hablando de todas las sucursales. Fue la primera a la que contraté en esta oficina. Aquí trabajamos un grupo pequeño de cinco personas, incluyéndome a mí. Maria me pidió encargarse de los asuntos relacionados con el holocausto. Al principio el ALR se ocupaba de esa clase de casos, pero no era una actividad aparte y tampoco teníamos ninguna sección especializada. Desde entonces, esa política ha cambiado y ahora nos ocupamos muy en serio de la recuperación de obras de arte desaparecidas durante el período que va de los años 1933 a 1945. Los últimos judíos que sufrieron el holocausto ya están con un pie en la tumba y, por tanto, utilizan toda su influencia para que su búsqueda tenga la mayor prioridad; también nosotros sentimos esa presión. Para estas personas se trata de una carrera contra el reloj. Fíjese en los Lisetsky, ellos también tienen ya más de setenta años.

—¿Habló Maria con usted sobre el caso Lisetsky? —pregunté.

El reaccionó irritado.

—Claro, muy a menudo incluso. Maria se había cebado en ese caso. Con frecuencia se quedaba aquí trabajando hasta altas horas de la noche, casi siempre con este asunto. Cuando me pareció que iba en detrimento del resto de su trabajo, no tuve más remedio que llamarle la atención.

—¿Tiene usted alguna idea de por qué estaba tan interesada en el caso?

Se encogió de hombros.

—Las personas que se dedican a este trabajo se encuentran de vez en cuando con un caso que les interesa más que otros. En principio no pongo ningún reparo, forma parte de la idiosincrasia de las personas que contrato, pero sí que vigilo que ese interés extra no vaya en detrimento de otros expedientes. —Por un momento se abismó en sus pensamientos y luego continuó—: Usted comprenderá que los asuntos relacionados con el holocausto tienen una carga emocional mucho mayor que el resto del trabajo. Maria era distinta: nunca se dejaba influir por ese tipo de emociones. No le movía ningún sentimiento de compasión o la creencia de que se hubiera cometido una gran injusticia. Pero bueno, ¿qué más quiere saber?

No me pareció que Peter Kurth se hubiera guardado nada, pero en cambio pregunté:

—¿Tiene usted alguna información de la que se pudiera desprender que había descubierto algo importante para los Lisetsky?

Sacudió la cabeza de inmediato.

—No, por lo que yo sé todavía no había encontrado nada. De haberlo hecho, seguro que me habría enterado. Ese correo electrónico también constituyó para mí una sorpresa. ¿Ha sido ésta su última pregunta?

Se puso en pie para indicar que nuestra conversación ahora sí que había concluido de verdad, y entonces yo también me incorporé. Pero aún había una cosa que me preocupaba bastante.

—Me resulta difícil creer que ustedes hayan estado trabajando durante tantos años juntos y que sepa tan poco de ella.

Me miró fijamente a los ojos, pero no entró al trapo.

El mueble principal en el despacho de Maria Wienecke era una gran mesa que hacía las funciones de escritorio. En las paredes había archivadores, todos perfectamente cerrados. Cuando Peter Kurth abrió uno, vi que estaba lleno de carpetas con apellidos en los bordes.

Cogió unas cuantas carpetas en las que ponía «Lisetsky», las dejó caer sobre la mesa y, a continuación, volvió a cerrar el archivador.

—Maria llevaba unos
dossieres
muy completos, incluso de su correspondencia electrónica más importante. Todo lo que pueda llegar a tener importancia para usted debería estar en este
dossier
.

Reaccioné sorprendido.

—¿Y su ordenador? Trabajaba con Internet, ¿no?

—Somos muy cuidadosos con nuestros datos. El ALR tiene la base de datos más grande del mundo, con más de ciento veinte mil artículos por ahora. Comprenderá usted que hay tipos a quienes les gustaría cotillear en nuestros ficheros, por no hablar de lo que darían si pudieran manipular nuestros datos. Además, utilizamos un buscador muy potente para poder conseguir mejores correspondencias. Empiece con el
dossier
. Si después sigue queriendo examinar el ordenador, podrá hacerlo, pero conmigo delante.

En el vano de la puerta me levantó el dedo pulgar:

—Suerte.

No se percibía cinismo en el tono con que lo expresó, sino más bien parecía insuflarme ánimo de verdad.

Antes de abrir las carpetas, volví a echar un buen vistazo alrededor. Era el despacho más ordenado que había visto en toda mi vida. Sobre la mesa había un ordenador, una bandeja vacía para el correo entrante y nada más. Ni
dossieres
, ni periódicos viejos u otros papeles, ni bolígrafos, ni sujetapapeles, ni grapadoras o una radio, nada en absoluto. La mesa no tenía cajones, así que tampoco podría haber guardado nada ahí. En el ordenador no había ningún post-it o papel suelto que le recordaran determinados asuntos. De las paredes no colgaba nada: ni calendarios, ni un póster, ni una fotografía, ni siquiera el habitual tablón de corcho. En el alféizar no se veía planta alguna o los cachivaches propios que uno va acumulando en el curso de los años.

Su interés por el arte robado durante la Segunda Guerra Mundial sólo podía deducirse del contenido de las dos estanterías que había sobre la mesa con libros que trataban de este tema. Los libros estaban impecablemente ordenados en dos filas y, aunque el número era limitado, clasificados por autores siguiendo un orden alfabético.

Maria Wienecke había pasado aquí mucho tiempo, probablemente hasta noches enteras, pero no había nada que me aportara información alguna sobre su persona, a lo sumo la evidencia de que no quería que nada la distrajera de su trabajo.

Según Peter Kurth, él había estado buscando también algo que aclarara a qué se refería Maria en su último mensaje, pero sin ningún resultado. Su último correo electrónico estaba, en efecto, en la parte superior del
dossier
, y los demás documentos debajo, retrocediendo en el tiempo de forma ordenada; a primera vista, ninguno indicaba que hubiera encontrado algo importante. En la parte posterior de una de las carpetas había un viejo catálogo en el que aparecía representada y descrita la colección de pinturas de la familia Lisetsky, y el catálogo había sido publicado con motivo de una exposición de la colección completa en el Centraal Museum de Utrecht, en 1938.

Mucha de la correspondencia electrónica eran solicitudes que hacía Maria a museos, empresas de subastas y comerciantes, recopilando detalles sobre determinados cuadros. Casi siempre se reducía todo a su solicitud, la respuesta consiguiente y, por último, un breve mensaje de Maria en el que agradecía la colaboración. Ni una sola vez sus preguntas habían proporcionado algún resultado; el rastro siempre se perdía, si podía hablarse de rastro. Las obras por las que preguntaba resultaban ser otras distintas de las buscadas.

Por lo demás, se escribía con cierta regularidad con los Lisetsky. Éstos le hacían amables sugerencias para comprobar determinados asuntos, pero estas pesquisas tampoco conducían a nada. La constatación de que solía utilizar Internet se desprendía de las páginas impresas tanto de los sitios web de empresas de subastas, tratantes y ferias de arte repartidas por todo el mundo como también de las escasas veces en que la colección Lisetsky había sido sacada a colación por periodistas o entendidos en materia de arte que estaban interesados en el asunto.

Sus
dossieres
eran también del todo impersonales. No había en ellos ninguna anotación escrita a mano, y nunca realizaba apuntes en los márgenes o subrayaba cosas.

Después de haber pasado un par de horas leyendo, decidí hacer una pausa. Desde la hora del desayuno ya no había vuelto a comer nada. Gracias a las indicaciones de la recepcionista encontré una tienda donde compré un par de sándwiches de pan negro alemán rellenos de gruesas rodajas de jamón y una botella grande de agua mineral. De nuevo en el despacho de Maria Wienecke, almorcé tranquilo y a mis anchas; no había nadie que se preocupara de mí, y si había personas trabajando en los despachos colindantes, la verdad es que lo hacían en silencio.

Podía haberles dicho a los Lisetsky que mi implicación sólo sería limitada, pero lo cierto era que, entre tanto, me estaba dando cuenta de que quería saber más de esta mujer. Me levanté y me puse a pasear por el despacho, despacio y respirando hondo por la nariz. Una ocurrencia absurda, aunque tampoco obtuve ningún resultado, tampoco había dejado restos de su olor.

En esta habitación no había nada que me indicara quién había sido Maria Wienecke. Eso en sí ya era muy poco habitual, pero aun más extraño era que Peter Kurth también afirmara no saber nada de ella, a pesar de que habían estado trabajando juntos durante siete años.

Cuando solicité la ayuda de Peter Kurth para examinar el ordenador, terminamos pronto. Las carpetas de su correo electrónico estaban vacías, pues por lo visto borraba los mensajes después de haberlos imprimido. No había creado ningún
dossier
electrónico y tampoco su navegador de Internet suministró información alguna. No guardaba ninguna dirección en «Favoritos». Aunque por el
dossier
Lisetsky sabía que también visitaba en Internet todo tipo de páginas web, en el ordenador no había manera de seguirles el rastro, ya que habían sido completamente borradas de la memoria. Para un ordenador que se usaba a diario, era extraño, por no decir algo peor.

Peter Kurth, impaciente, tamborileaba con los dedos sobre el tablero de la mesa.

—¿Qué le dije? Nada.

—¿Cómo es posible que no haya guardado nada? Eso es sumamente insólito.

—Para usted y para mí sí, pero no para Maria; a Maria le gustaba el orden y confiaba más en el papel. Siempre copiaba lo que hacía en el ordenador y lo guardaba en
dossieres
. Le gustaba escribirse con los demás por correo electrónico, lo prefería a tener que hablar, y todo estaba bien documentado.

Peter Kurth me observaba con una mirada neutra, pero en su voz pude percibir cierta irritación. Probablemente lo considerara tan extraño como yo, pero él había decidido defender su comportamiento. Me pareció que había tocado una fibra sensible.

—¿Y este despacho? ¿Lo ha limpiado alguien después de su muerte?

—No, todo está exactamente igual que lo dejó. A Maria le gustaba rodearse de pulcritud.

En mi opinión esto era algo más que pulcritud, pero no dije nada y le pregunté:

—¿Tenía teléfono móvil?

—No. Le acabo de decir hace un momento que no le gustaba hablar por teléfono. —De nuevo esa irritación.

—Muy bien, así que eso tampoco nos conducirá a ningún lado. No nos queda mucho más. ¿Y el teléfono fijo? ¿Hizo alguna llamada el día de su muerte?

Sacudió la cabeza con contundencia y salió al pasillo para regresar con la recepcionista. También ella fue clara en su respuesta: ese día no llamaron preguntando por Maria.

—Señor Kurth —dije—, yo no sé nada de Maria y usted evidentemente tampoco, pero algo ocurrió que la indujo a enviar un correo electrónico a los Lisetsky a eso de la medianoche. Debe de haber sido algo importante, porque con el resto de su correspondencia parece ser muy profesional. Así pues, debió de enterarse de algo tan serio que quiso comunicárselo en seguida.

Lo dije con un tono cortante. Ya tenía más que suficiente de su actitud, como si considerara superflua cualquiera de mis preguntas.

—¿Le importaría a usted averiguar si tal vez después de que la recepcionista se hubiera ido a casa hubo conversaciones entrantes o salientes a través de su red telefónica?

Ahora reaccionó de una manera más amable:

—Eso se me había pasado. Tiene usted razón, ésa es una buena idea. Espere un momento, vuelvo en seguida. —Un par de minutos después se precipitó dentro del despacho y dijo—: No tendrán la información hasta mañana por la mañana. ¿Quiere esperarla o prefiere que le llame por teléfono?

Aunque tenía pensado regresar ese mismo día, decidí quedarme. Había algo más que quería averiguar.

—Maria vivía cerca de aquí, ya que iba a casa andando, ¿no?

—Sí, es cierto.

—¿Ya ha estado en su casa?

—No —respondió dejando escapar un profundo suspiro—. Todavía no he tenido tiempo. Usted tiene un talento especial para llamar la atención sobre los fallos de las personas. Por lo demás, Maria vivía en casa de una patrona. ¿Quiere ir a visitarla?

—Sí. Quizá pueda encontrar allí algún indicio que me ayude a seguir con la investigación.

—Entonces le acompaño —sonó firmemente decidido.

Su respuesta me sorprendió: ¿ahora sí que tenía tiempo, de repente?

—Si le apetece... —dije con poco entusiasmo.

Se quedó mirándome por un momento de forma inquisitiva y dijo:

—Sí, desde luego que me apetece.

—Ahora que voy a quedarme, me gustaría llevarme al hotel el catálogo de la colección Lisetsky. Se lo devolveré mañana por la mañana.

Estuvo de acuerdo y, después de haber firmado un recibo, la recepcionista me entregó el catálogo impecablemente empaquetado.

—Tenga cuidado, por favor, éste es el único ejemplar que tenemos aquí en la oficina —dijo ella.

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