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Authors: Dan Parkinson

Tags: #Fantástico

Las puertas de Thorbardin (14 page)

BOOK: Las puertas de Thorbardin
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—No. En efecto, él no pudo decir nada más. Lo habían hechizado, y eso fue lo que lo mató antes de que pudiera revelar nada más. ¿Conoces a alguien llamado Pantano Oscuro, al que consideren el Comandante?

El humano meneó la cabeza.

—Pantano Oscuro no es un nombre goblin, ni tampoco propio de enanos. Más bien suena a la lengua de los elfos, pero, ¿qué elfo iba a asociarse con los goblins?

—Pues a mí me parece un nombre humano —replicó Garon, pensativo—. Tal vez debamos preguntarnos qué clase de
humano
sería capaz de unirse a los goblins...

—Creo que será mejor que vaya en busca de mi caballo y mi equipaje. ¿Vas camino de Barter?

El elfo hizo un movimiento afirmativo.

—Últimamente han corrido muchos rumores referentes a disturbios en el norte. Y presagios. ¿Viste los eclipses?

—Sí, y pensé en ti, Garon Wendesthalas. Creí que tal vez pudieras explicarme algo al respecto.

—Quizás esos fenómenos no signifiquen nada —respondió el elfo—. O, por el contrario, que algo muy malo se aproxima. Bastante peor que esto —agregó después de echar una ceñuda mirada a la carnicería hecha entre los goblins—. Es posible que en Barter nos enteremos de más cosas. Si hay algo nuevo que averiguar, ése es el lugar indicado.

Ala Torcida trepó colina arriba, recogió su espada y el escudo y se detuvo a observar a algunos de los goblins muertos. Sin duda se trataba de un grupo de exploradores. Pero... ¿qué debían explorar? ¿Y por orden de quién?

El caballo estaba donde lo había dejado, nervioso y con los ojos enloquecidos, pero todavía sujeto a la grieta de la roca.

Varios metros más allá yacía el despatarrado cuerpo de otro goblin muerto. Tenía el cráneo destrozado.

—No te reprocho el miedo,
Geekay -
-trató de calmar Ala Torcida a su montura—. Tampoco a mí me gustan los goblins.

Cuando el humano descendió, Garon Wendesthalas ya lo aguardaba. Desmontó y le dijo al amigo:

—Ata tu fardo junto al mío, encima del caballo. Yo caminaré contigo.

El elfo lo hizo y echó a andar con paso ágil. Ala Torcida iba a su lado, llevando de las riendas a
Geekay,
y no se podía quitar del pensamiento la manera en que el elfo había tratado al goblin. El esbelto Garon, de aspecto casi humano, avanzaba a su mismo ritmo. Ala Torcida opinaba que, en muchas cosas, la raza de los elfos resultaba la más gentil de los habitantes de Krynn. Y, desde luego, una de las más sabias. Sin embargo, en la forma de manejar al goblin, Garon no había demostrado ninguna delicadeza, ni tampoco gran acierto.

El hombre se preguntó si, en realidad, era capaz de comprender a los elfos.

¿Podía entender cualquier raza a otra?

Rumió sobre ello durante unos minutos, y por fin llegó a la conclusión de que, probablemente, no.

Ala Torcida dedicó entonces sus pensamientos a otra raza. Tenía que cobrar de Rogar Hebilla de Oro la cantidad apostada. No sospechaba que el enano intentara engañarlo, porque no era ése el carácter de Hebilla de Oro. Aun así, los enanos podían estar llenos de sorpresas.

10

Si bien había iniciado su existencia como un campamento temporal, como un lugar de encuentro para seres de distintas razas cuyo destino era el de salir al extranjero para comerciar con artículos que necesitaban los diversos reinos, Barter era ahora una pequeña y bulliciosa ciudad. Asentada en un protegido valle al oeste de Thorbardin, constituía un lugar de tregua, una población donde se respiraba un poco de cuantos conflictos y hostilidades pudieran producirse normalmente a su alrededor. Con su abigarrada colección de bajos cubículos de piedra —preferidos por los Enanos de las Montañas—, construcciones a base de troncos, que los Enanos de las Colinas encontraban cómodas; chozas, chabolas, viviendas montadas en los pocos árboles suficientemente grandes para contenerlas, cabañas de barro y algunos de los aireados y elevados refugios que gustaban a los elfos, Barter atendía a todos los que llegaban dispuestos a negociar en paz.

Allí, elfos, enanos, humanos y también los kenders, en ocasiones, recorrían los mismos caminos y se sentaban a las mismas mesas con hechiceros de oscuras túnicas y clérigos proscritos. No era extraño —y la verdad es que sucedía con frecuencia— que las voces se alzaran en ardorosas discusiones, pero no estaba permitida una violencia declarada. En Barter, hasta los más encarnizados enemigos se contenían y no sacaban el genio.

Porque Barter era Barter. Como en todo lugar y en todo tiempo, por muchas intrigas que se tramen e independientemente de las guerras que puedan asolar las tierras, tiene que haber medios para comerciar y un sitio donde hacerlo. Y allí, como en todo lugar y en todo tiempo, cada pueblo tenía necesidad de lo que otros poseían en abundancia, aunque sólo se tratara de armas para combatir luego entre sí.

Se decía que, en Barter, hasta un ogro podía hacer negocios..., siempre que no actuara como un ogro.

En teoría, Barter se hallaba en el reino de los enanos, aunque nadie podía decir si su origen se remontaba a una colonia de Enanos de las Montañas o de las Colinas. Y así debía ser, porque los grupos y tribus de la humanidad se habían dispersado por todas partes, y muchos eran nómadas, mientras que, entre todas las demás razas, eran los enanos quienes más comerciaban o, digamos, tenían mayor necesidad de comerciar. Además sabían como nadie lo esencial que era el comercio. El hecho de pertenecer a los reinos de los enanos confería al lugar, aparte de esto, una cierta protección, ya que ni los Enanos de las Montañas, ni los de las Colinas habrían aceptado que en sus tierras penetraran gentes con ganas de causar problemas.

Cuando estuvieron cerca de Barter, Ala Torcida le recordó al compañero las simples reglas de la ciudad.

—No mates a nadie —recomendó con una risita—. ¡No está permitido!

El apenas marcado sendero que siguieron torció hacia un valle, en dirección a Barter, y a menos de dos kilómetros de la población se vieron entre rozados campos que cubrían una suave ladera. Delante de ellos divisaron claramente la pequeña ciudad. Ala Torcida señaló un extenso pabellón cubierto de toldos rojos y amarillos.

—Ahí están los Enanos de las Montañas —indicó. Esa es la tienda de Rogar Hebilla de Oro.

Delante mismo de ellos, en el sendero, un extraño objeto avanzaba hacia Barter: un artilugio blanco y triangular, de unos tres metros y medio de un extremo al otro y la mitad de ancho. Tenía el aspecto de una gigantesca punta de lanza, y se movía sobre unas delgadas ruedas que centelleaban a la luz del sol. Garon Wendesthalas examinó el objeto, meneó la cabeza y lo señaló con gesto interrogante.

Ala Torcida se encogió de hombros.

—No tengo ni la más vaga idea de lo que puede ser. Nunca había visto nada semejante.

Continuaron su camino y, al cabo de unos minutos, se hubieron acercado lo suficiente para distinguir más detalles de aquello tan sorprendente. Más que una punta de lanza, ahora parecían unos fuelles parcialmente cerrados. Una serie de finas varillas se extendían hacia atrás desde el punto delantero, todo ello cubierto de una capa de tela blanca, plisada de forma que cada pliegue de la parte posterior cayera al menos medio metro por debajo de los rígidos soportes. Cerca de la parte trasera había algo semejante a una cesta de mimbre, cuyo diámetro sería de algo menos de un metro, colocada de manera que, desde detrás, sólo se viera el borde superior. Unas estrechas barras, ligeramente dobladas, salían inclinadas hacia afuera por debajo de la cesta, cada una rematada por una rueda que no era más que un aro metálico, sujeto por un eje mediante finos y relucientes alambres. Delante del artefacto caminaba alguien, pero sólo se le veían los pies. El resto del cuerpo quedaba escondido por el ingenio.

—Tal vez sea una especie de tienda plegable —opinó Ala Torcida.

—¿Como una sombrilla? —preguntó el elfo—. ¿Tan grande? ¡Nadie confeccionaría una sombrilla tan enorme! ¿Y para qué lleva ruedas?

—Quizá pese demasiado para transportarla de otra manera.

Se acercaron más, y la sospecha de Ala Torcida fue en aumento. Montó en su caballo, lo espoleó y se lanzó hacia adelante para pasar junto al insólito invento. Era más largo de lo que había supuesto. Desde un extremo al otro bien podía medir seis metros y, mientras que la parte por la que iba arrastrado no llegaría al metro de altura, la posterior, larga y estrecha, le sobrepasaba la cabeza a pesar de ir él montado.

El hombre arrimó el animal y se asomó para descubrir quién guiaba el artilugio.

—Lo que me figuraba! —dijo, enderezándose en la silla con una risita—. ¡Un gnomo!

El aparato dejó de moverse. Su punta se bajó un poco cuando una vara de metal oscilante se inclinó por su propio peso, y el propietario se apeó para mirar al jinete. Llegaba hasta el vientre del caballo, y su calva cabeza presentaba una corona de largos cabellos blancos que delante se fundían con una plateada barba. Ese detalle le habría dado un aspecto de avanzada vejez, de haber sido humano.

—Claroquesoyungnomo! —exclamó con voz fina e irritada— ¡Estoesalgoque— nadiepuedenegar! Bobbinesminombre. ¡Soytangnomocomocualquierotro, gracias! ¿Yquienerestu?

La pregunta sonó tan imperiosa, sobre todo procediendo de una criatura tan menuda, que Ala Torcida no pudo contener una sonrisa.

—Si te he entendido bien, deseas saber mi nombre, que es Ala Torcida —dijo—. Pero no te desquites conmigo, sea lo que sea lo que te enfurece. Yo no tengo la culpa.

—¡Desde luego que no! —reconoció el gnomo, más despacio, a la vez que se calmaba—. Nadie tiene la culpa. Simplemente, estas cosas suceden. Sin embargo, podrían haber sido un poco más amables, en mi opinión.

—¿Quiénes? ¿Y amables en qué sentido?

—¡Todos! El Gremio de Transportistas, el jefe de los Gnomos Artesanos... ¡La colonia entera! Podrían haberse desprendido de mí de un modo más amable. De ocurrir en casa, yo habría dado mi opinión. Pero no. «Fuera, en las colonias una cosa así no puede ser tolerada —dijeron— ¡Por el bien de la colonia! Lo mejor será enviar a ese pobre desgraciado al quinto infierno, que exponernos a que contagie a todos los demás.» Así, pues, me largué. Pensado y hecho, como dicen. Por cierto que confío sinceramente en que mi mapa fuera exacto. Eso que tenemos delante es la ciudad de Barter, ¿no?

—Lo es —asintió Ala Torcida.

Garon se había unido a ellos, y el humano se volvió.

—Ya me imaginaba que debajo de eso tenía que haber un gnomo —comentó—. Se llama Bobbin... —Y de cara al gnomo añadió: Éste es Garon Wendesthalas, de Qualinost.

Bobbin hizo un breve gesto de saludo, y de nuevo se dirigió a Ala Torcida.

—¿Cuánto quieres por utilizar tu animal?

—¿Por utilizar qué?

—El animal. Para que tire del carro volador.

—¿Esto? ¡Pues tú pareces tirar muy bien de ello!

—No me refiero a ahora, sino a más adelante. ¿Es rápido tu caballo?

—Tan rápido como me haga falta, cuando me hace falta —contestó Ala Torcida con precaución.

—Bien, bien —dijo el gnomo y se metió en su artefacto para volver a sacar la nariz y mirar al humano—. Iré a verte si te necesito. Yo pondré la soga, de manera que no te preocupes por eso.

Sin más palabras, la menuda criatura alzó el morro de su ingenio y se puso a caminar hacia Barter, arrastrándolo. Lo único que de él se veía eran sus pies.

—¿Descubriste al fin qué es ese trasto? —inquirió el elfo.

—Bobbin no lo dijo. Se limitó a llamarlo un carro volador. Pero no importa. Supongo que no servirá para nada. Ya vi antes suficientes inventos de gnomos.

—No obstante, es extraño —comentó el elfo quedamente—. Creo que es la primera vez que veo a un gnomo solo. Por regla general, donde hay uno hay docenas.

—Por lo visto, éste es un proscrito. Formaba parte de una colonia, pero lo echaron. No se siente muy feliz por ello.

—¡Ah, eso ya explica algo! Pero me pregunto por qué lo despacharían...

Ambos prosiguieron su camino hacia Barter, pero el elfo continuaba pensativo.

—¿Te fijaste en las ruedas de ese cacharro? —inquirió al cabo de un rato.

—¿En las ruedas?

—Sí, hechas con mucho esmero. La utilización de radios de alambre es una idea muy nueva. Son ligeros y prácticos.

Ala Torcida se volvió de pronto, vacilante.

—¡Ah, ya sé a qué te refieres! Normalmente, si los gnomos ponen ruedas a algo que pese cinco kilos, acaban colocando quince o veinte ruedas, cada una de una tonelada de peso... Entonces hay mecanismos de tracción, y quién sabe cuántos embragues y frenos, así como pitos y campanas y palancas ajustables para ajustar los ajustes..., y todo para que el trasto no avance ni cinco centímetros.

—O para que se despeñe montaña abajo o se hunda en el suelo —agregó el elfo—. Lo cierto es que, sirva para lo que sirva, no parece obra de gnomos.

* * *

En Barter había mucho movimiento. Las primeras nieves relucían en las cumbres de las montañas Kharolis. Las últimas cosechas se completaban en los valles, y todo el mundo se preparaba para el invierno. La actividad comercial era ya la última hasta la primavera siguiente, para casi todo el mundo, y la población parecía un hormiguero. Enanos, elfos, gnomos, kenders y humanos recorrían las calles y se reunían ante los puestos y pabellones. Bardos, acróbatas, malabaristas y vendedores ambulantes de elixires ofrecían sus artes. Guerreros, granjeros, artesanos y clérigos se rozaban con magos y soldados, y la paz —siempre un poco insegura— se mantenía en Barter. En cada esquina, en cualquier momento, podían producirse, a la vez, una docena de estafas o robos, tratos honestos o sucios, pero las armas permanecían envainadas y no corría la sangre.

—Veo que la Posada de los Cerdos Voladores aún está abierta —observó Ala Torcida—. Estaré ahí cuando haya terminado mis asuntos.

—Yo también —dijo el elfo, antes de emprender su propio camino—. ¡Saluda de mi parte a Hebilla de Oro!

Algunos viajeros contemplaban fascinados los tres cerdos que volaban por encima de la posada. Batían las alas formando perezosos círculos y ochos, tan contentos con su suerte como pudieran estarlo unos cerdos alados.

El humano miró divertido a uno de los boquiabiertos individuos.

—El posadero le hizo un día un favor a un mago —le explicó—. Nadie sabe qué fue, ni quién realizó luego el hechizo, pero el mago le pagó creando ese anuncio tan original. Los cerdos revolotean en lo alto durante un par de horas cada tarde, y eso hace florecer el negocio, claro. Sólo te recomiendo tener un poco de cuidado cuando pases por debajo.

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