Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
—¿Ocho siglos? —repitió el padre Fierre—. ¿Quiere usted decir que la última vez que estuvo en activo esa, digámoslo así, fuerza demoniaca fue en la época del abad Suger?
—Eso he dicho. Pero las cosas han cambiado mucho. Vézelay está casi totalmente reconstruida, y la reconstrucción no respetó las fórmulas arquitectónicas que sellaron el Mal. Ahí tiene el peligro.
—Y según usted —frunció el ceño el padre Pierre—, ese peligro viene del subsuelo.
—Más o menos. ¿Acaso no llaman ustedes a la montaña sobre la que se levanta Sainte Madeleine, el «monte escorpión»?
—No veo la relación.
—Mitológicamente el escorpión es el único animal capaz de provocarse la muerte a sí mismo si se ve acorralado por las llamas. Su poder es demoníaco, y la tradición que le venera y le convirtió en un signo del zodiaco llegó aquí desde Oriente, probablemente traída por árabes o, aún más probable, por los templarios de san Bernardo. Al dar ese nombre a la montaña, los constructores de Sainte Madelaine estaban ya indicando lo peligroso que es el lugar.
El padre Pierre, un filósofo formado en la Universidad de La Sorbona, de talante moderado, comenzó a considerar seriamente la posibilidad de que aquel hombre fuera un pobre chiflado. Ciertamente hablaba de forma pausada, serena, pero su mirada era de angustia. Como si el tiempo fuera escaso y estuviera en la obligación de convencerle.
—Está bien, padre Rogelio, ¿puede usted presentarme algo para que crea en su palabra?
El egipcio, de mirada negra y profunda, se levantó de su sofá y plantó las manos sobre el escritorio del prefecto de la Fraternidad. Un reloj de pared dio en ese momento cinco campanadas, anunciando lo avanzado ya de la tarde. El ortodoxo aguardó a que terminaran de sonar, y después respondió.
—Hágame caso, padre, no estoy aquí por casualidad. Vigilo de cerca a un hombre que pronto vendrá a verle y que le presentará la prueba que usted me reclama. En realidad, él no sabe exactamente lo que tiene entre manos ni la importancia espiritual que representa. Ni siquiera creo que llegue a comprenderla a tiempo. Mi misión aquí es vigilarle de cerca e impedir que cometa sin querer un error que reactive ese Mal.
—¿Y usted a quién representa?
—Sólo obedezco órdenes. Mi superior en el monasterio de Santa Catalina ha accedido a ciertas informaciones reservadas, que yo mismo no conozco en su totalidad, y me ha encargado que compruebe si existen razones para estar alarmados o no. Yo sólo le advierto de que las actividades satánicas pueden incrementarse en breve en este lugar, y que eso sólo será el preámbulo.
El padre Pierre se removió en su asiento.
—¿A qué razones de alarma se refiere?
—Si, por ejemplo, alguien conoce más de la cuenta un determinado secreto, o si, metafóricamente hablando, posee la llave que abra la puerta a esa fuerza de la que le hablo.
—Si la suya es una visita pastoral, supongo que nuestro obispo estará al tanto de su presencia aquí, ¿no es cierto?
El ortodoxo meneó la cabeza, haciendo mover su cabellera negra.
—No. ¿Para qué? Cuánto más alta sea una autoridad, más cosas tiene que ocultar. Incluyendo la filiación a la que pertenece. ¿No cree?
El padre Pierre observó a su interlocutor algo intimidado.
—No hay nada que ocultar, padre Rogelio. Créame. La vida aquí es muy tranquila. Yo mismo, por ejemplo, llevo años trabajando en la vida de san Bernardo, que impulsó desde este lugar su gran obra política y convocó a los pies de Sainte Madelaine la segunda cruzada contra Jerusalén. Nunca he visto u oído nada raro salvo los oscuros capiteles de la basílica y la leyenda de cierto
Libro del Conocimiento
que un día se habrá de encontrar por estas latitudes. Y aun eso son puras leyendas medievales.
—Le llamaré, padre. Cuando haya visto la prueba y atienda a mis palabras con otros oídos, se hará cargo de la trascendencia de lo que he venido a contarle.
Pierre se encogió de hombros antes de responder.
—Espero no haberle ofendido. Pero profesa usted unas creencias que no puedo compartir.
—¡Oh, no! Nada de eso. Me hago cargo de que hablar de fuerzas malignas en estos días suena raro, pero le advierto que éstas existen y son muy poderosas. Recuerde el dicho de que el mejor aliado del diablo es ignorar su existencia. —Y esbozando una sonrisa burlona, añadió—: ¿Nunca percibió sus tentáculos con sus péndulos?
Sin aguardar su respuesta, el padre Rogelio se colocó su especie de birrete negro y enfiló escaleras abajo camino hacia la calle.
—Pronto se acordará de mí —dijo desde el rellano—. Ya lo verá.
Rodrigo dio un buen rodeo.
Con tal de no regresar a través del río, escapó del campamento de los cruzados por el camino más difícil. Por primera vez los consejos del abad de San Juan de la Peña le fueron de utilidad. «Jamás regreses por el mismo camino por el que sorprendiste al enemigo una vez. Podría abatirte en él a causa de tu exceso de confianza», recordó.
Sólo de pensar lo que podrían hacerle si le descubrían hurgando entre la mercancía secreta a la que había accedido, le ponía los pelos de punta. A los espías —eso también lo aprendió en los Pirineos— se les desolla vivos, se les arrancan las uñas de manos y pies, y si aun así no hablan, se les corta la lengua para que no puedan referir nunca lo que vieron a otros.
La visión le espantó tanto que decidió abrir bien los ojos. Tras dejar atrás los carros y las tiendas de provisiones cruzadas, el intruso atravesó a tientas varios campos de cultivo salpicados de peligrosos pozos abiertos a ras de suelo. La noche sin luna no hizo fácil las cosas. Por eso, cuando con las primeras luces del alba se adentró definitivamente en el centro de la ciudad, Rodrigo suspiró satisfecho. Después de atravesar las porquerizas de Jon, la herrería de los hermanos Mondidier y el recoleto telar de Amadís, el aragonés enfiló la Cuesta de las Almas, a sabiendas de que aquél era el camino más corto para llegar al palacio episcopal.
Casi no tuvo que esperar. Aunque sucio y todavía con las calzas empapadas, el secretario del obispo le recibió de inmediato, conduciéndole hasta el jardín trasero del edificio. Los pasillos del palacio eran suntuosos, pintados con tonos ocre muy vivos y decorados con cuadros inspirados en el martirologio católico. Al final del mismo, tras atravesar un marco de granito tallado con poco esmero, vio a Raimundo de Peñafort sentado en un poyo de ladrillos y deleitándose dando de comer a una pequeña recua de patos que picoteaban a su alrededor.
—Nunca es temprano para alimentarse, ¿verdad? —dijo desmigando un pedazo de pan seco, en cuanto advirtió la llegada de su espía.
—Decidme, Rodrigo, ¿traéis con vos las noticias que os pedí?
Todos sabían que el obispo de Orléans era un hombre ansioso, con una sed de información inagotable y una enorme capacidad de gestión. Verlo allí, relajado, aguardando a que desembuchara todo lo que había visto, relajó el ánimo a Rodrigo. Aun así, no dio demasiados rodeos.
—En realidad, eminencia, acabo de regresar del campamento, tal como vos me pedisteis —dijo Rodrigo en un francés deficiente, sacudiéndose aún las costras de barro adheridas a su camisa—. Y de allí os traigo algo para que lo examinéis.
—Mmmmm —susurró—. ¿Os habéis atrevido a robar su mercancía?
—Formaba parte de la carga que esos caballeros traían consigo, y pensé que...
—Excelente, excelente —sonrió—. El robo es un pecado, hijo, pero Dios sabrá perdonarte porque la causa es justa. ¿Puedo ver lo que traéis?
Tras hurgar en sus calzas, Rodrigo tendió al obispo la plancha que un par de horas antes se había escondido en la cintura. Se trataba, vista ahora a plena luz, de una especie de tablilla vítrea de no más de dos palmos de largo que tenía unos extraños signos geométricos grabados sobre su superficie. El trazo había sido marcado escrupulosamente, sin titubeos, y su factura maravilló tanto a Raimundo que la examinó con la mayor de las atenciones.
—¿Sabéis cuántos de éstos transportan?
—Más de trescientos, eminencia.
—¿Y qué son?
—Lo ignoro. Lo único que sé es cuanto oí a los soldados: han sido traídos desde Jerusalén por orden de un conde. Y nada más.
—Hugo de Champaña, sin duda —susurró el obispo—. ¿Y adónde pretenden llevar su carga?
—También lo ignoro.
—Entonces, no sabéis de qué se trata, ¿verdad? —repitió.
Rodrigo, extrañado ante la insistencia del prelado, se encogió de hombros y le explicó con naturalidad que él no sabía leer ni escribir, que todo lo más que había aprendido era a sumar, y que aun aquello lo hacía con dificultad. «Un pobre diablo», pensó el obispo.
Contempló aquel extraño bloque verde con fascinación, casi como si pudiera arrancarle sus secretos sólo con mirarlo. Para él era evidente que había llegado, junto a los hombres del conde Hugo, vía Troyes y que ahora se dirigían hacia algún punto en el este. Lo que ya no estaba tan claro era el porqué de aquel traslado. ¿No acababa de celebrarse precisamente en Troyes, en tierras del conde de Champaña, en la ciudad regida por el sobrino del conde Hugo, un concilio convocado por aquel imperioso monje de tierras champañonas llamado Bernardo de Claraval? ¿No había faltado a su cita, por un motivo misterioso, el propio convocante del concilio? ¿Y no había acudido él mismo, junto a los obispos de Reims y Laon, y los abades de Vézelay, Cîteaux, Pontigny, Trois-Fontaines, Saint Denis de Reims o Molesmes? ¿Cabía sospechar que aquella carga era algo que el señor conde quería alejar de Troyes por temor a que tanta clerecía lo descubriese inoportunamente?
El obispo, habitualmente sagaz, se sumió en la desesperación. Aquella piedra lisa y aceitunada no decía ni palabra. No revelaba nada de su origen o significado, mucho menos de su destino, y Rodrigo, aunque había triunfado en la misión, había fracasado en su empeño de despejar la incógnita que traía consigo aquella caravana bien armada.
—¿Y ni siquiera oísteis pronunciar el nombre de Bernardo?
Rodrigo, sorprendido, se estiró antes de responder.
—¿Bernardo? ¿De Claraval?
—¿Quién si no?
—Sí —dudó—. Su nombre sí lo escuché, eminencia.
—¿Y qué dijeron de él? —preguntó distraídamente el obispo, apurando las migas del último currusco.
—Apenas presté atención. Dijeron que estaba en Chartres, pero no le di importancia, mi señor.
—¿Chartres? —los ojos de Raimundo de Peñafort se abrieron como platos—. ¿Estáis seguro de lo que decís?
El aragonés asintió, ajeno a los extraños razonamientos del obispo. No era muy lógico, pensó éste, que si Bernardo había faltado al concilio en Troyes estuviera, pocas semanas después de la cita, a tantas leguas de allí. Con los hábitos recogidos por encima de los tobillos para no manchárselos de barro, el prelado de Orléans se levantó y dio algunos pasos hacia unos graciosos arcos de piedra que rodeaban su jardín.
Al oírle resoplar, aunque fuera de espaldas, Rodrigo supo que el obispo estaba maquinando algo. «¿Tan importante es saber que Bernardo está en Chartres?», dudó. Y antes de que pudiera encontrar una respuesta a tan elemental incógnita, el cuerpo nudoso del obispo —todo él parecía retorcido como una soga—, giró en redondo y clavó sus ojos en él.
—Irás a Chartres —dijo—. Y averiguarás qué trama Bernardo.
—¿Qué trama Bernardo? —Rodrigo titubeó—. ¿Y las tablas?
—¡Que me corten la mano derecha si no van ya en esa dirección!
El interior de la iglesia estaba vacío. El último grupo de turistas acababa de abandonar el templo cámara en ristre, siendo astutamente dirigidos por sus guías hacia las tiendas de recuerdos de los alrededores. El nártex quedó entonces sumido en una extraña y serena quietud. Amplio y luminoso, aquella sala previa a la entrada al templo le recordó a Témoin el Pórtico de la Gloria, que había visto hacía años en Santiago de Compostela. El señor Bremen se santiguó.
—¿Lo siente? —susurró.
El ingeniero, absorto en medio de aquella serena belleza, se encogió de hombros sin saber qué responder.
—Me refiero a la energía del templo —insistió Bremen—. Con el tiempo uno acaba aprendiendo a percibir el estado de ánimo de las piedras... Sé que es difícil de creer, pero ese estado varía de manera cíclica. Es como si el templo estuviera enfadado unos días y amable otros.
El ingeniero echó un vistazo a su alrededor sin comprender muy bien aquello. ¿Y si semejante cicerone era un loco cualquiera de Vézelay? Vestido con pantalón de pana verde y camisa de felpa, Bremen no presentaba un aspecto demasiado alocado; sin embargo, reconoció, había algo en su mirada que le asustaba.
—¿Y la máquina? ¿No iba usted a enseñarme cómo funcionaba el mecanismo interno del templo? —le abordó.
—¡Ah, la máquina! —exclamó—. Acompáñeme.
De dos zancadas, Témoin y Bremen se situaron justo delante de la puerta interior de Sainte Madeleine. Era una portada magnífica, con un Cristo con los brazos abiertos mucho más desgastado que el que lucía en la fachada principal, y que parecía emitir unos curiosos rayos de piedra ondulados sobre las escenas circundantes.
—Es la representación del descenso del espíritu sobre la jerarquía cristiana —murmuró Bremen extasiado—. En las arquivoltas están las imágenes de las siete iglesias de Asia y san Juan escribiendo el Apocalipsis al dictado de un ángel. ¿Lo ve?
En efecto, justo debajo de un peculiar zodiaco, aparecía una escena en altorrelieve que mostraba una figura sosteniendo una especie de vara hablando a otra, menor, que parecía tomar notas.
—Todo el conjunto —siguió Bremen explicando— es una alegoría a la transmisión del conocimiento. Al trasvase de la fuerza espiritual del maestro al aprendiz. Y todo, todo, obedece a una composición matemática rigurosa.
—¿Matemática? ¿Qué matemática puede haber en un pórtico?
Bremen, que se había quitado su boina negra y lucía una coronilla completamente pelada, rebuscó en los bolsillos de su pelliza. De uno de ellos extrajo un pequeño folleto, podrido de puro viejo, que extendió frente al ingeniero. Mostraba un esquema simple de la puerta interior de Vézelay cruzada por líneas discontinuas a modo de trazado geométrico.
—¿Lo ve? —dijo señalando el dibujo.
—No. ¿Qué he de ver?
—Las instrucciones de la máquina —sonrió Bremen—. ¿Qué si no? Si traza una línea imaginaria que una la base de la puerta y después otra que enlace con la cabeza del Pantocrátor, obtendrá un triángulo equilátero perfecto.