Read Las puertas templarias Online
Authors: Javier Sierra
El Arca de la Alianza llegando a Chartres. Capiteles del pórtico norte.
El último aserto de Letizia retumbó en los auriculares de Ricard fuerte y claro. Al ver su gesto de sorpresa, el nubio, que horas antes había interceptado aquella señal extraordinariamente nítida procedente de algún poderoso micrófono instalado sobre Michel por alguien que no pertenecía a su equipo, se removió inquieto en la parte de atrás del monovolumen.
—Hay que actuar de inmediato —sentenció grave—. No sé quién diablos es esa mujer, pero estoy seguro de que está a punto de revelarle al «pájaro» precisamente lo que no queremos que averigüe.
—¿Cómo puedes estar tan seguro, Gérard?
El catalán le miró muy serio, dejando que las bobinas de la grabadora siguieran registrando la conversación que estaba desarrollándose una manzana de casas más allá.
—No lo estoy —respondió—. Pero, después de escuchar lo que ha dicho, el padre Rogelio aprobaría una acción preventiva inmediata.
—Lo dices por lo de Hermes, ¿verdad?
—Sí. Lo de Hermes.
Ricard, sin mudar un ápice de gesto, no tuvo más remedio que asentir. La situación estaba a punto de írseles de las manos por culpa de una desconocida. Tras girar en su butaca basculante, el catalán le guiñó un ojo a Gloria para que arrancara.
La Renault Space, obediente, ronroneó un par de veces antes de enfilar el perímetro del pequeño parque abierto frente a Notre Dame de Chartres y aproximarse tímidamente hasta su pórtico norte. Una vez flanqueado el número 21, donde nacen las escaleras de acceso a una terraza elevada que da a una tienda de
Antiquités
y a un salón de té (
el Curiosités et Gourmandises)
, el portón lateral del monovolumen retumbó frente al porche.
Nadie les vio. A esa hora, hasta las tiendas de recuerdos y carretes fotográficos estaban cerradas.
Sólo Letizia y Michel observaron sorprendidos cómo un individuo atlético, de piel negra pero rasgos occidentales, salvó los escalones que le separaban de ellos y se colocó a su lado. Una Glock de nueve milímetros con silenciador resplandeció en su mano derecha.
—No te muevas —susurró.
El negro, una mole de metro ochenta, clavó su mirada cetrina en la rubia, como si aquélla fuera su objetivo. El ingeniero se estremeció.
—Esta vez os habéis dado prisa —murmuró Letizia sin sobresaltarse.
—¿Os conocéis?
—Sí, Michel. Hace tiempo.
Mudo de asombro, el ingeniero no volvió a articular palabra. «¿En qué diablos está metida esta mujer?», barruntó. De repente, se temió lo peor: Marcel, su marido, muerto de celos por su huida, había lanzado aquellos matones sobre ella. Pero ¿tan rápido?
El nubio, ajeno a aquellas cábalas apresuradas, hizo un grueso aspaviento con el arma. Señaló a la rubia el camino del furgón y paralizó con una mueca a Témoin. Para su sorpresa, ella obedeció sin oponer resistencia.
Antes de descender las escaleras aún acertó a despedirse.
—Busca a Charpentier —dijo—. Y dile que me encuentre.
—¿Char... pentier?
—La Fundación.
Alguien, desde dentro del vehículo, la arrastró a su interior, obligándola a interrumpir su frase. El nubio entró después, y echando un vistazo a un Témoin más pálido que las piedras del pórtico, se apiadó de él.
—No vuelvas por aquí, o morirás —dijo.
Temblando de miedo, Michel tanteó las piedras que había tras él hasta que logró apoyarse en la columna del
Archa
. Su bigote, fuera de lugar, goteaba un sudor nervioso que nunca antes había sentido.
La Renault revolucionó el motor estruendosamente, y en cuestión de segundos se perdió por donde había venido. Aquel rincón aislado del perímetro catedralicio quedó entonces envuelto en un extraño silencio.
Michel no pensó en la policía hasta mucho después.
Un hombre entrado en carnes, vestido impecablemente de gris perla, guillotinó su tercer habano de la tarde mientras aguardaba la señal de su secretaria. Desde su pared acristalada se veía buena parte de la Ciudad de la Luz. Era más magnífica aún de lo que soñó Luis XIV cuando encargó a su paisajista que la reformara de arriba abajo en 1667.
Todo allí era historia pura. Las vistas desde el despacho de caoba del gordo daban muy cerca del Arco del Triunfo de Napoleón. Un monumento que divide en dos la enorme avenida que separa el impresionante
Arche de la Défense
del obelisco egipcio de la Concorde y de la pirámide de cristal del Louvre.
Situado bajo otra pirámide, esta vez de acero, el edificio desde donde el hombre del habano dominaba París asemejaba una gigantesca aguja faraónica. En realidad, edificios similares a ése se han levantado por todas partes en los últimos años: en el 110 del Paseo de la Castellana de Madrid, en el corazón del barrio neoyorquino de Manhattan, en Roma, Londres o Berlín. No importa dónde, lo cierto es que, por paradójico que resulte, no existe hoy ningún centro de poder del mundo sin su pirámide o su propio obelisco cerca. El Vaticano y la Casa Blanca son sólo dos ejemplos de ello. Sus edificios, otro más.
El gordo, relamiéndose de sus vistas, pensó en ello con aire triunfal. Algún poderoso arquitecto, mago sin duda, había unido con seis kilómetros de línea recta la avenida Charles de Gaulle, los Campos Elíseos, el Jardín de las Tullerías, el Arco de Triunfo de Carrousel y el palacio del Louvre. Todo para gloria de sus descendientes. Y a la vera de aquel trazado urbano perfecto, como si de plantas ornamentales se tratase, crecían decenas de símbolos de poder inventados treinta siglos antes de Cristo y colocados allí con una precisión pasmosa.
—Señor —tronó el interfono de repente—. La visita que esperaba acaba de llegar. ¿Le digo que pase?
—Sí, por favor —respondió satisfecho. En efecto, todo cuadraba.
La puerta de su despacho chasqueó de inmediato. Un individuo delgado, de estatura media, rostro afilado y barba no muy bien acicalada, entró al tiempo que se ajustaba el nudo de su corbata. Llevaba bajo el brazo una carpeta llena de papeles, descuidadamente anudados con una goma elástica. Parecía nervioso.
—Así que usted es Jacques Monnerie —dijo el gordo, encendiendo su puro con un mechero de oro y escondiendo la guillotina en el primer cajón de su escritorio.
—Encantado de conocerle en persona al fin, señor Charpentier —respondió— No sabe lo que nuestra institución aprecia su generoso mecenazgo y su sensibilidad.
El director del CNES tendió la mano a su anfitrión, pero no tardó en retirarla avergonzado en cuanto se dio cuenta de que no iba a estrecharla con ninguna otra. Charpentier, de rostro redondo y frente despejada, hizo un ademán para que el ejecutivo tomara asiento.
—Toulouse está a una buena distancia de aquí, ¿verdad?
—Oh, sí, sí —Monnerie asintió nervioso.
—¿Ya conoce usted París?
—Claro, señor. Estudié aquí mi carrera. Aunque debo reconocer que ha crecido mucho desde entonces. ¿Sabe? Terminé de estudiar en 1963 y después ya no me enteré ni de lo de mayo del sesenta y ocho. Mi laboratorio en Toulouse se convirtió en mi casa.
Meteor man
acarició su carpeta valorando en silencio si abordar a su mecenas de lleno con cuestiones más importantes, o esperar a un momento más adecuado. Optó por la prudencia. De hecho, ni siquiera se atrevió a sacar su cajetilla de cigarros. El señor Charpentier, con aire distraído, continuó su intrascendente interrogatorio ajeno a tanta explicación inútil.
Talismán de Catalina de Médicis.
—¿Y ha visitado usted alguna vez la
Bibliothèque Nationale
? —preguntó—. Supongo que sí, naturalmente. Pero ¿y su
Cabinet des médailles
?
Monnerie no abrió la boca.
—Pues es una lástima. De veras que lo es. Por lo tanto, claro, nunca se habrá fijado en una pieza como ésta, ¿no es cierto?
El gordo alargó su mano redonda, de dedos enormes y cruzada de anillos de oro, invitándole a tomar algo parecido a una moneda ovalada de poco más de cuatro centímetros de diámetro. De una tonalidad vagamente rojiza, aquella medalla —sin duda, de eso se trataba— presentaba en anverso y reverso algunas inscripciones en latín y figuras ciertamente peculiares: una mujer con cabeza de pájaro sosteniendo un espejo frente a un monarca sentado bajo palio, y otra hembra desnuda en el lado opuesto, con un corazón y una especie de peine en cada una de sus manos. Todo, dedujo Monnerie, salpicado de una abundante y absurda simbología astrológica.
—Jamás he visto nada parecido —el ingeniero acarició aquel pedazo de metal con gesto de sorpresa—. ¿Qué es? ¿Uno de esos cachivaches que venden las tarotistas junto al Sena?
Charpentier le miró severo.
—Es un amuleto que tiene más de cuatrocientos años, señor Monnerie. Nada de quincallería. Su valor histórico es incalculable aunque, por supuesto, lo que usted tiene en las manos es sólo una excelente réplica de la original.
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¿Y sabe lo mejor? Los expertos han confirmado que perteneció a la reina Catalina de Médicis y que muy probablemente fue acuñada por el mismísimo Michel de Notredame, famoso médico y adivino por aquellas fechas, más conocido como Nostradamus.
—¿Nostradamus? ¿No creerá usted en profecías y cosas de ese tipo? Después de que anunciara el fin del mundo para el 11 de agosto de 1999 yo no...
—¿Creer? —el gordo dio una honda calada a su puro, antes de interrumpir al ingeniero—. Esa palabra no figura en mi diccionario, señor Monnerie.
—¿Y entonces?
—Le enseño esto para que «sepa», no para que «crea» —Charpentier enfatizó abusivamente los verbos, invitándole sutilmente a hacer una segunda lectura de ellos—. Si usted se hubiera fijado bien, habría observado que las figuras que aparecen en el anverso de la medalla son mapas de constelaciones. Ahí está la «W» de Casiopea, el rombo de Virgo, los símbolos alquímicos de Venus y Mercurio. Supongo que así, a simple vista, sus posiciones relativas no le dirán tampoco nada, ¿verdad?
Jacques Monnerie se ajustó unas escuetas lentes para la vista cansada y volvió a mirar con atención la medallita. Esta vez trató de adelantarse a la explicación de su anfitrión. Aunque lo suyo, ciertamente, no era la historia, en ese momento nada le habría gustado más que estar a la altura de su mecenas. Pero seguirle el juego era harto difícil.
—Le ayudaré —sonrió maliciosamente
monsieur
Charpentier—: imagine que la mujer desnuda es la Tierra, la diosa Gaia de los griegos, y que su cabeza indica el norte geográfico. Desde esa perspectiva, al oeste se encuentran Casiopea y la Cruz del Sur, al este Virgo y Venus muy cerca del cénit. Se trata, pues, de un mapa estelar, señor Monnerie. Un mapa del que podemos deducir una fecha.
—¿Un mapa? ¿No cree que eso es aventurar demasiado?
Una nube de humo blanco envolvió el rostro de
meteor man,
que la inhaló sin inmutarse.
—En absoluto, señor Monnerie. Los talismanes se construían con el propósito de capturar el
spiritus
de lo superior en elementos del mundo inferior. Por lo tanto, esa medalla es un «mapa» tosco, que carece de la precisión que hoy exigiríamos a un astrónomo, pero que es lo suficientemente orientativo como para deducir que está indicándonos una fecha aproximada.
—¿Una fecha? —el ingeniero no salía de su asombro. O aquel hombre podrido de millones no tenía ni idea de astronomía, o le estaba tomando el pelo.
—Así es. Una fecha que corresponde, curiosamente, con la posición aproximada que tienen las estrellas y planetas de la medalla en estos meses. ¿No le parece extraordinario? ¡En estos meses! Los enemigos de Catalina y de Francia, especialmente los ingleses, hicieron correr en el siglo diecisiete libelos sobre este amuleto, afirmando que era una obra hecha por una adoradora de Satán. Los nombres de los ángeles caídos impresos en ella, como Anael o Asmodei, parecían darles la razón, pero en realidad todo es pura astronomía. Hasta la dama del reverso parece una alusión clara a Virgo.
—Supongo que me ha hecho venir para que confirme su tesis, ¿no es así?
—En absoluto. Vuelve usted a equivocarse —el gesto de Charpentier se torció jocoso, como si disfrutara acribillando a aquella mente racionalista—. Le he hecho venir porque deseo ayudarle a resolver su problema. Si le cuento lo del amuleto es para que tenga algunos elementos de juicio más antes de actuar.
El gordo, con los ojos abiertos como platos, se levantó de su escritorio, perdiendo su vista hacia una de las ventanas que daban a la plaza de la Concordia. Allí, al fondo, el orgulloso obelisco regalado por Mehmet Alí a los franceses y «robado» de la fachada principal del templo egipcio de Luxor, brillaba bajo su capuchón dorado.
—¿Ya sabe entonces lo de las fotos del satélite? —susurró Jacques Monnerie quitándose las lentes de aumento.
—Desde la primera órbita.
—¿Y?
—No me sorprendió en absoluto. Estaba profetizado en esa medallita que usted parece no querer leer. Debí suponerlo, le falta formación hermética, como a todos.
—Formación ¿qué?
—Her-mé-ti-ca —silabeó—. Por ejemplo, hasta hoy usted ignoraba que los talismanes son un viejo invento egipcio para atraer sobre la Tierra las fuerzas de los cielos. No son lo que hoy todos suponen al oír esa palabra: simples chismes para granjearse la buena suerte. ¡Nada de eso! Se trata de reclamos entre este mundo y el de arriba, que se «activan» sólo en momentos importantes y que Hermes, nombre griego del dios Toth de los egipcios, enseñó a fabricar a los hombres.