Las señoritas de escasos medios (2 page)

BOOK: Las señoritas de escasos medios
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—Por supuesto que no —dijo la solterona.

—Ah, pues yo pensaba que sí se podía —dijo Anne.

El club lo abrió la reina María antes de casarse con el rey Jorge V, cuando aún era la princesa May of Teck. Una tarde, entre el compromiso y la boda, consiguieron que la princesa fuese a Londres a inaugurar oficialmente el club May of Teck, sufragado por varias fuentes de noble procedencia.

Ninguna de las señoras originales permanecía ya en el club. Pero a tres de las socias que entraron después se les había permitido quedarse pasado el límite estipulado de treinta años, y ahora estaban en la cincuentena, habiendo vivido en el club May of Teck desde antes de la Primera Guerra Mundial cuando, según contaban, había que ponerse de tiros largos para bajar a cenar.

Nadie sabía por qué a estas tres mujeres no les habían rogado que se marcharan al cumplir los treinta. Y ni el director ni los miembros del comité sabían por qué se habían quedado. Ahora ya era tarde para echarlas si querían seguir manteniendo las formas. Incluso era tarde para sacarles el tema de su prolongada estancia. Los sucesivos comités anteriores a 1939 decidieron que las socias mayores ejercerían, con toda probabilidad, una buena influencia sobre las jóvenes.

Durante la guerra el asunto quedó olvidado, ya que el club estaba medio vacío; en cualquier caso, las cuotas de las socias eran necesarias, pues los bombardeos estaban haciendo tantos estragos y llevándose por delante tantas vidas que era razonable preguntarse si tanto las tres solteronas como el propio club lograrían mantenerse en pie. En 1945 ya habían visto llegar y marcharse a muchas chicas, aunque solían caer bien a las llegadas en la última tanda, que las obsequiaban con insultos si se entrometían y con confesiones íntimas si optaban por mantener las distancias. Las confidencias casi nunca eran del todo ciertas, especialmente si venían de las jóvenes que ocupaban el piso superior. A las tres solteronas llevaban años llamándolas por los motes de Collie (la señorita Coleman), Greggie (la señorita MacGregor) y Jarvie (la señorita Jarman). Fue Greggie quien, estando ante el tablón de anuncios, le dijo a Anne:

—No está permitido apagar colillas en el suelo.

—¿Ni siquiera se permite escupir en el suelo?

—Por supuesto que no.

—Ah, pues yo pensaba que sí se podía.

Con un suspiro indulgente, Greggie se abrió paso entre las socias más jóvenes. Salió al enorme porche y se quedó ante la puerta abierta, mirando el anochecer como una tendera en espera de clientela. Greggie siempre se portaba como si el club fuese suyo.

El gong estaba a punto de sonar. Anne dio un puntapié a su colilla, enviándola hacia una esquina oscura.

—Anne, ahí viene tu novio —le avisó Greggie, volviendo la cabeza desde el porche.

—Puntual, por una vez en la vida —dijo Anne, con el mismo aire desdeñoso que había usado al referirse a su hermano Geoffrey: «Es la última persona a quien yo pediría consejo». Con su desenfadado bamboleo de caderas, avanzó hacia la puerta.

Un hombretón de piel sonrosada entró sonriente, vestido de uniforme inglés. Anne le miró como si fuese la última persona del mundo a quien pediría consejo.

—Buenas noches —le dijo el recién llegado a Greggie, como cualquier hombre educado saludaría a una señora de su edad.

Al ver a Anne hizo un vago sonido nasal que, adecuadamente articulado, bien podría haber sido un hola. En cuanto a ella, no profirió el menor gesto de reconocimiento. Sin embargo, estaban a punto de comprometerse en matrimonio.

—¿Quieres entrar a ver el papel pintado del salón? —le dijo Anne entonces.

—No, vámonos pitando.

Anne fue a recoger su abrigo de la barandilla donde lo había dejado tirado.

—Adiós, Greggie —dijo.

—Buenas noches —dijo el soldado mientras Anne le tomaba del brazo.

—Que os divirtáis —dijo Greggie.

Sonó el gong de la cena y a continuación se oyó un barullo de pies apartándose del tablón de anuncios y correteando por los pisos de arriba.

Una noche de verano de la semana anterior, el club entero, las cuarenta y pico socias, acompañadas del joven de turno caído por allí, salieron como veloces aves migratorias al oscuro frescor del parque, y atravesaron sus praderas como cuervos volando hacia el palacio de Buckingham, para expresar con el resto de los londinenses su alegría por la victoria en la guerra contra Alemania. De dos en dos y de tres en tres, se abrazaban unas a otras temerosas de que las pisotearan. Al separarse se agarraban o bien se dejaban agarrar por la persona más cercana. Unidas a la gran oleada, surcaron la hierba y cantaron hasta que, con intervalos de media hora, una luz inundaba el diminuto balcón del lejano palacio sobre el que aparecían cuatro pequeños dígitos lineales: el rey, la reina y las dos princesas. Los miembros de la familia real alzaban el brazo derecho, y agitaban la mano como llevados por una suave brisa; eran tres velas encendidas vestidas de uniforme y otra vela engalanada con las pieles de la reina, que iba de civil en tiempos de guerra. El gigantesco murmullo orgánico de la multitud, en nada semejante a la voz de un ser animado, sino más bien como una catarata o una alteración geológica, se propagaba por los parques y el Malí. Solo los hombres de las ambulancias Saint John, firmes ante sus camiones, conservaban su identidad. Los miembros de la familia real alzaron el brazo una vez más, hicieron un amago de marcharse, remolonearon y volvieron a saludar, desapareciendo definitivamente. Brazos desconocidos rodeaban cuerpos desconocidos. Muchos amoríos, algunos duraderos, surgieron esa noche; y numerosos bebés de la variedad experimental, deliciosos en su tono de piel y estructura racial, vinieron al mundo al cumplirse su correspondiente ciclo de nueve meses. Las campanas repicaban. Greggie comentó que aquello era un acontecimiento a medio camino entre una boda y un funeral, pero a escala mundial.

Al día siguiente todos empezaron a plantearse el lugar que ocuparían a partir de entonces en el nuevo orden del mundo.

A muchos les entraban ganas, y algunos incluso cedían al impulso, de insultar a los demás para demostrar algo o bien para ponerse a prueba.

El Gobierno tuvo que recordarles a las gentes que seguían en guerra. Oficialmente era algo innegable, pero, salvo para quienes tenían parientes en las cárceles de Extremo Oriente, o para los que se habían quedado inmovilizados en Birmania, la guerra empezaba a considerarse un asunto lejano.

Varias tipógrafas del club May of Teck procuraron buscarse empleos más seguros, es decir, en empresas privadas que no estuvieran relacionadas con la guerra, como los ministerios temporales donde muchas de ellas habían trabajado.

Sus hermanos y amigos soldados, que aún tardarían en licenciarse, ya hablaban de proyectos interesantes para cuando llegase la paz, tales como comprar un camión y montar una empresa de transportes.

—Tengo que contarte una cosa —dijo Jane.

—Espera un segundo, que voy a cerrar la puerta. Los niños están haciendo mucho ruido —dijo Anne, que, en cuanto volvió al teléfono, dijo—: Ya estoy, cuéntame.

—¿Te acuerdas de Nicholas Farringdon?

—El nombre me suena de algo.

—Acuérdate, uno al que traje yo al May of Teck en 1945, que venía mucho a cenar. Ese que acabó liado con Selina.

—Ah, Nicholas. ¿El que se subió al tejado? Anda que no ha pasado tiempo ni nada. ¿Le has visto?

—Lo que he visto es un boletín que acaba de mandar Reuters. Le han asesinado en una revuelta en Haití.

—¿En serio? ¡Qué espanto! ¿Y qué hacía allí?

—Pues se había metido a misionero o algo así.

—¡No me digas!

—Sí. Una tragedia tremenda. Yo le conocía mucho.

—Horroroso. Menudos recuerdos te traerá. ¿Se lo has contado a Selina?

—La verdad es que aún no he logrado dar con ella.

Ya sabes cómo está últimamente. No se pone al teléfono y hay que pasar por miles de secretarias, o lo que sean, sin que sirva de nada.

—De esto puedes sacar una buena historia para el periódico, Jane —dijo Anne.

—Ya lo sé. Estoy pendiente de conseguir más datos. Es evidente que ha pasado mucho tiempo desde que le conocí, pero sería una historia interesante.

Dos hombres —poetas en virtud de que escribir poesía era lo único consistente que habían hecho en su vida—, adorados por dos de las chicas del May of Teck, y de momento por nadie más, estaban sentados con sus pantalones de pana en un café de Bayswater, en compañía de sus admiradoras y oyentes, hablando del futuro que les esperaba, mientras hojeaban las galeradas de la novela de un amigo. Sobre la mesa, entre ambos, había un ejemplar de Peace News.

—¿Qué será de nosotros ahora, sin los bárbaros? —dijo uno de los hombres al otro—. Esa gente era una especie de solución para todo.

Y el otro sonrió, medio aburrido, pero consciente de que en la gran metrópolis y sus provincias adjuntas eran muy pocos los que conocían la procedencia de esas líneas. El otro hombre que sonreía era Nicholas Farringdon, no conocido todavía, ni con probabilidad alguna de serlo.

—¿Quién ha escrito eso? —dijo Jane Wright, una chica gorda que trabajaba en una editorial, considerada lista en el May of Teck, pero sin satisfacer del todo los requisitos sociales del club.

Ninguno de los dos hombres le respondió.

—¿Quién ha escrito eso? —dijo Jane otra vez.

El poeta más cercano a ella la miró a través de los gruesos cristales de sus gafas, y le dijo:

—Un poeta alejandrino.

—¿Es nuevo?

—No, pero en este país sí que resulta bastante nuevo.

—¿Cómo se llama?

El hombre no contestó. Los dos habían vuelto a su charla. El tema era el declive y caída del movimiento anarquista en su isla natal, centrándose concretamente en los personajes afectados. Esa noche ya estaban hartos de educar a las chicas.

Capítulo 2

J
oanna Childe estaba en la sala de juegos, dando una clase de elocución a la señorita Harper, la cocinera. Cuando no daba clases, la señorita Childe solía dedicarse a preparar el siguiente examen. Era frecuente que los ecos de su retórica resonaran por toda la casa. Con cada alumna ganaba seis chelines la hora, cinco si era una socia del May of Teck. Nadie estaba al tanto del acuerdo económico que tenía con la señorita Harper, pues en aquellos tiempos las encargadas de la despensa solían hacer trueques que resultaran convenientes para ambas partes. En cuanto a la clase en sí, el método de Joanna consistía en leer cada estrofa ella antes y hacer que su discípula la repitiera.

Todos los que estaban en la sala de juegos oían los sonoros énfasis del «Naufragio del
Deutschland».

El ceño de su rostro ante mí, el fragor del infierno detrás, ¿dónde había un… dónde había un lugar?

El club estaba orgulloso de Joanna Childe, no solo porque recitaba poesía con la barbilla en alto, sino por la constitución tan sólida que tenía, por su aspecto tan robusto y sano. Era la encarnación poética de esas hijas de párroco robustas
y
sanas que no usaban ni pizca de maquillaje, que apenas salían del colegio se metían de lleno en las organizaciones benéficas que llevaba la Iglesia desde el comienzo de la guerra, que antes de eso habían sido monitoras de su clase y a las que nadie había visto derramar una sola lágrima ni imaginaba verlas llorando jamás, porque eran estoicas por naturaleza.

Lo que le pasó a Joanna fue que nada más acabar el colegio se enamoró de un sacristán. La historia no salió bien. Pero Joanna decidió que ese sería el amor de su vida.

…No es amor el amor

que se muda al hallar mudanza

o flaquea con la lejanía para alejarse.

Todas sus nociones del honor y el amor procedían de la poesía. Estaba vagamente familiarizada con las categorías y subcategorías del amor, tanto del humano como del divino, y con sus diversos atributos, pero ese conocimiento provenía más bien de las conversaciones escuchadas en la rectoría cuando recibían allí la visita de algún clérigo con mentalidad de teólogo; era un aprendizaje de rango distinto al de las creencias populares del tipo «La gente que vive en el campo es más virtuosa», y ajeno al principio de que una buena chica solo debe enamorarse una vez en la vida.

Joanna pensaba que su afecto por el sacristán no merecería el apelativo de amor, si es que llegaba a buen término el afecto similar que empezó a sentir por otro sacristán, más adecuado y aún más guapo. Si admites que puedes cambiar el objeto de un sentimiento poderoso, socavas toda la estructura del amor y del matrimonio, y con ella toda la filosofía del soneto de Shakespeare; esta era la opinión aceptada, aunque tácita, de la rectoría y de sus elevadas estancias, cargadas de fervor religioso. Joanna refrenó sus sentimientos hacia el segundo sacristán, rebajándolos gracias al tenis y al esfuerzo bélico. No había dado la menor esperanza al segundo sacristán, pero lo añoró en silencio hasta un domingo en que le vio de pie ante el púlpito, anunciando su sermón sobre el evangelio:

Por tanto, si tu ojo derecho te hace pecar, sácatelo y tíralo. Más te vale perder una sola parte del cuerpo y no que todo él vaya al infierno.

Y si tu mano derecha te hace pecar, córtatela y arrójala. Más te vale perder una sola parte del cuerpo y no que todo él vaya al infierno.

Era la misa de tarde. En la iglesia había muchas chicas del barrio, algunas con el uniforme del Servicio Naval Femenino. Una en concreto tenía los ojos vueltos hacia el sacristán, con sus rosadas mejillas realzadas por la luz del atardecer que entraba por las vidrieras, y el pelo suavemente ondulado sobre el gorro del ejército. A Joanna le costaba imaginar que existiera un hombre más guapo que este segundo sacristán. Acababa de tomar los hábitos y estaba a punto de alistarse en el ejército. Era una primavera llena de preparativos y enigmas, pues se iba a abrir un segundo frente contra el enemigo, en África del Norte según unos, en los Países Nórdicos, el Báltico y Francia según otros. Entretanto, Joanna escuchaba atentamente al joven del pulpito, le escuchaba de modo obsesivo. Era moreno y alto, con un rostro cincelado de mirada profunda bajo unas cejas oscuras y bien perfiladas. En su ancha boca, Joanna veía un rasgo de generosidad y humor, la clase de generosidad y de humor propios del obispo que llevaba dentro. Era muy atlético. Este sacristán, al contrario que el anterior, pronto manifestó bien a las claras sus sentimientos por Joanna. Como primogénita del párroco que era, Joanna escuchaba a aquel hombre atractivo sin cambiar de postura ni manifestar el menor interés por él. No volvía el rostro para mirarle como hacía la bonita mujer del uniforme. El ojo derecho y la mano derecha, decía él, son recursos especialmente preciados para nosotros. Lo que dice la Biblia, explicaba, es que si algo especialmente valioso para nosotros se vuelve dañino… Como sabéis, la palabra griega que aparece es , empleada frecuentemente en las Sagradas Escrituras con la connotación de escándalo, ofensa o tropiezo, como cuando san Pablo dijo… Los campesinos, que eran mayoría en la congregación, le miraban con sus grandes ojos impávidos. En ese instante Joanna decidió arrancarse el ojo derecho, cortarse la mano derecha, pues era claramente dañino para su primer amor el tropiezo que representaba aquel adorable hombre del púlpito.

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