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Authors: Nicholas Wilcox

Las trompetas de Jericó (22 page)

BOOK: Las trompetas de Jericó
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—Ahora comenzará su trabajo el platero —dijo Von Kessler.

Preparar las planchas de oro y forrar con ellas el Arca llevó otros tres días.

A mediodía, una furgoneta de la Gestapo descargó un gran cajón de madera en el vestíbulo de la sinagoga.

—¿Qué es esto?

—Los enseres y los libros de... —el hombre consultó el albarán—, del profesor Plantard.

Zumel los había pedido sin gran esperanza de encontrarlos pero resultó que estaban depositados en los fondos de los archivos nacionales, todavía sin clasificar a causa de la guerra.

Con ayuda de Kolb desclavó la tapa. Dentro había una raída maleta de cuero y tres pilas de libros y carpetas que contenían cientos de papeles amarillentos.

Intuyó lo que podía contener la maleta, por eso no quiso abrirlo.

—Todo este material es muy necesario. Será mejor que lo subamos al taller.

Von Kessler se había dado cuenta del interés del judío por la maleta.

—Primero abriremos la maleta —decidió—, quizá sólo contenga ropa vieja.

Burrho la depositó pesadamente sobre la mesa del centinela y manipuló los pestillos.

—Está cerrada,
Hauptsturmführer.

—Ábrela.

Con ayuda de una bayoneta hizo saltar los cierres. Von Kessler la abrió. Contenía una túnica de lino blanca. Al desdoblarla apareció entre sus pliegues un rectángulo de chapa dorada adornado con doce piedras distintas dispuestas en cuatro filas de a tres. Unas cadenitas igualmente doradas pendían de cada uno de los ángulos.

—¿Qué es esto? —inquirió Von Kessler.

—Es el pectoral del Sumo Sacerdote —dijo Zumel.

Kessler se lo entregó. Era pesado y frío. En el reverso había una manecilla giratoria de hierro con un mineral fosforescente en la punta. Brillaba en la penumbra de la sala.

—¿Qué sentido tiene esto? —la señaló Von Kessler.

—Es una máquina para predecir la voluntad de Dios, o para provocarla —murmuró el judío.

Zumel acariciaba el objeto, fascinado. Era solamente una reconstrucción decimonónica, pero quizá la habían realizado sobre cierta documentación precisa que la Logia de los Doce Apóstoles poseyera en su tiempo.

—Cada piedra preciosa es un signo del alfabeto de árboles —recordó Zumel—, pero también representa una tribu de Israel. Comienza por el sardo rojo edomita para Rubén y sigue de izquierda a derecha hasta el ámbar de Benjamín.

Mientras en la gran sinagoga de París Zumel sentía escalofríos al revestirse por vez primera con los atributos del Sumo Sacerdote, a unos cientos de kilómetros de allí, en el corazón de Londres, Robert Hood, el jefe del contraespionaje británico, examinaba el dossier con los mensajes cifrados intercambiados entre París y Berlín por el responsable de la Operación Jericó. Habían sido interceptados por la estación de Bournemouth, y Bletchley Park los había descifrado prioritariamente. Von Kessler solicitaba autorización para retirar kilo y medio de oro del Banco Nacional de París. Se la otorgaron inmediatamente, así como la autorización para fundirlo y batirlo en el antiguo Quai des Orfebres.

—¿Una autorización para retirar oro del Banco Nacional de París? —se extrañó Hood—. ¿No disponen ya de todo el dinero que necesitan?

—Un kilo de oro —murmuró O'Neill, que nuevamente llevaba su uniforme colonial de coronel de caballería, a pesar de su cojera. Se quedó pensando un momento y de pronto lo vio todo claro—: ¡Están fabricando el Arca de la Alianza!

30

Los cuatro motores Rolls-Royce rugían en la oscuridad arrastrando las treinta toneladas del gigantesco bombardero Lancaster. No había luna. El aire era seco. Había un ligero estrato de nubes medias y era previsible que el cielo estuviera despejado sobre el objetivo. En los viejos tiempos, antes de que los alemanes dispusieran de su avanzada red de radares Freya, una situación ideal para el vuelo, reflexionó el comandante Arthur Walhead desde su puesto de mando en la carlinga de pilotaje. Ahora ningún tiempo era bueno. Todo dependía de la suerte. Ellos atacaban en grandes bandadas, la defensa alemana podía cebarse en unos cuantos, pero los demás alcanzaban el objetivo y lo rociaban con una lluvia de bombas explosivas o incendiarias.

Recordó algo que había leído tiempo atrás en un libro de zoología: en Brasil, los rebaños de cebúes atraviesan ríos infestados de pirañas, van por delante los más viejos del rebaño para que las pirañas se ceben en ellos y no presten atención al grueso del rebaño que cruza el río a salvo, aguas arriba. Arthur tenía cuarenta y cuatro años, la media de edad entre los aviadores británicos era de veintitrés. Si se aplicara la ley natural, él sería de los que se les echaban a las pirañas, pero afortunadamente todos los aviones eran iguales, era cuestión de suerte que no te escogieran como blanco, e incluso que el piloto que se fijara en ti no perteneciera a la temible docena de
experte
de la defensa nocturna alemana.

El tiempo era igualmente ideal para los alemanes. Arthur escudriñaba en la oscuridad, a un lado y a otro, detrás de la mampara de plexiglás de la cabina de vuelo, pero la noche era un mar de tinta y sólo alcanzaba a distinguir fugaces llamaradas procedentes de los tubos de escape de otros cien bombarderos. El objetivo era la industria pesada alemana en la cuenca del Ruhr.

Arthur accionó la palanca de control para mantener el rumbo derecho y nivelado. Tanteó las palancas de potencia. Todo marchaba bien. Pensó en Therese. Llevaban cinco meses juntos, se veían un par de veces por semana, salían a cenar, visitaban museos, iban al cine, bailaban, pasaban los fines de semana libres en el campo. Eran tan dichosos que él comenzaba a preguntarse si no era hora de abandonar el vuelo para limitarse a su trabajo de mando y coordinación en el suelo, como muchos otros aviadores de su edad y graduación. Eres más útil abajo que arriba, recordaba que le había repetido muchas veces su amigo el coronel archivero. Llevaba razón. Finalmente se había propuesto dejar de volar cuando el Escuadrón 124 recibiera su mes de permiso. Le faltaban cinco misiones. Cinco vuelos más sobre Alemania y me retiro, decidió, pero no se lo comunicó a nadie, ni siquiera a Therese. Guardaba la noticia para una cena en el Golden, con champán francés y comida decente.

Unas rosas de fuego estallaron delante, a cierta distancia, iluminando brevemente la noche e interrumpiendo la ensoñación del comandante Walhead.

—Los jardines de Tanhauser —anunció el telegrafista por el laringófono.

Era el temible cinturón de artillería antiaérea que protegía la región industrial del Ruhr, cien mil bocas de fuego que en un instante se encendieron para acribillar el cielo con una tormenta de fuego y acero. Los potentes haces de los reflectores barrían la oscuridad buscando a los intrusos. Los mortíferos fuegos artificiales destellaban en la noche.

Un Lancaster alcanzado de pleno estalló en una bola de fuego naranja y se partió en dos. Arthur maniobró ligeramente para esquivar la chatarra voladora que desprendía el naufragio, mientras a su derecha otro Lancaster con el motor averiado desprendía una cometa naranja de llamas.

A Arthur no le gustaba hablar de su trabajo. La víspera, fumando en la cama, en su apartamento, después del amor, Therese le había confiado que los días que él tenía vuelo rezaba en la iglesia de Saint George para que atravesara sin percance los jardines de Tanhauser. Él la miró con ternura y le ocultó que lo más peligroso no era entrar en los jardines, sino salir de ellos. A la salida, en el viaje de vuelta, la defensa enemiga está plenamente activada y ha procesado a través del radar los datos esenciales del bombardeo: número de aviones, altitud, rumbo...

Estaban sobre el Ruhr. Las luces de colores de las bombas incendiarias dejadas por los aviones guía para delimitar el blanco marcaban un rectángulo de varios kilómetros cuadrados de extensión. El rebaño de Lancaster en formación, algunos de ellos con incendios a bordo, heridos de muerte, enfilaron la vertical del blanco. El aparato D de Donald, código 53, del comandante Walhead descargó sus bombas y viró 283 grados. El navegante corrigió el rumbo para regresar a casa.

Arthur Walhead miró hacia abajo. Era un espectáculo fascinante el resplandor disperso del inmenso brasero formado por cientos de lucecitas. Eso era todo lo que se veía desde arriba de las explosiones de bombas revientamanzanas de alto explosivo, de mil kilos, entre los fogonazos más vivos de los bidones de fósforo de quinientos kilos. La brisa de la noche, avivada por las deflagraciones del explosivo, favorecía los incendios de color rosáceo, rojo, granate, azulado, malva...

Varios kilómetros por delante, los reflectores recorriendo el cielo como dedos nerviosos de una mano muerta les avisaron de que regresaban a los jardines. Uno de los aviones guía, un Mosquito, cayó en la tela de araña blanca de los reflectores. Tres chorros de luz atraparon al intruso y marcaron su posición. La artillería antiaérea, nuevamente reabastecida de proyectiles, comenzó a sembrar el cielo de flores de fuego blancas y anaranjadas. El aire temblaba sacudiendo el pesado Lancaster como si estuviera en las manos de un gigante iracundo. Una flor roja, mayor que las otras, en el ápice de los reflectores, señaló que el Mosquito había sido alcanzado por la artillería. Su fuselaje de madera y lona se incendió, iluminando la noche. El Lancaster D-53 pasó muy cerca del reflejo de sus llamas. Walhead puso los cansados motores a todo gas para alejarse cuanto antes de la zona peligrosa. Los que lo seguían lo imitaron, a pesar de que aumentaban los riesgos de colisión, para regresar cuanto antes a la propicia oscuridad. Nadie quería permanecer cerca del condenado a muerte.

Al otro lado de los jardines de Tanhauser, un aparato JU-88 alemán equipado con el radar volante Liechtenstein volaba en solitaria misión de caza nocturna. El comandante Helmut Lent, segundo
experte
de la Luftwaffe, contempló los leves reflejos que parpadeaban en la pequeña pantalla del radar: una docena de grandes bombarderos ingleses volaban directamente hacia él. Empujó suavemente la palanca, descendió hasta situarse a la altura conveniente y accionó el botón activador. Un suspiro cetáceo de las válvulas electroneumáticas indicó que los tres cañones Oerlikon y las tres ametralladoras MG17, instalados oblicuamente, estaban listos para disparar. Un minuto después, cuando distinguió las breves llamaradas de los tubos de escape del escuadrón enemigo al pasar por encima de él a doscientos metros, metió gas y se mantuvo en paralelo, ganando altura poco a poco, atento al radar. Sólo le llevó unos segundos escoger su presa: un enorme Lancaster, un cajón volador, como lo llamaban. Distinguió la enorme matrícula D-53 pintada en las alas, así como una hilera de unas treinta bombas dibujadas en la enorme cola, una por cada misión de bombardeo sobre Alemania. Con un poco de suerte no les daría la oportunidad de pintar una nueva. Se situó debajo del aparato, a menos de veinte metros, un poco adelantado y aminoró la velocidad para que el blanco lo sobrevolara. A bordo del avión, el navegante gritaba: «¡Caza a babor, caza a babor!», y el piloto, un hombre de edad, intentaba tranquilizarlo: «Esperemos que escoja otro blanco, somos más de doscientos.» Pero los escogió precisamente a ellos, al D-53. En el momento adecuado, el alemán accionó el disparador y durante tres segundos ametralló los treinta metros cuadrados de la panza del avión enemigo con diecinueve kilos de acero y explosivos de gran potencia. Helmut Lent era un maestro calculando la deflexión o relación entre la velocidad propia y la del enemigo. El chorro de proyectiles sacudió al Lancaster. Las balas trazadoras pespuntearon la oscuridad de la noche. La delicada epidermis de chapa remachada emitió un sonido parecido al de una rociada de gravilla contra un bidón de chapa. Los proyectiles estallaron en el interior. Uno mató al artillero; otro incendió el motor externo de babor; otro abrió una brecha en el plexiglás de la carlinga, dejando entrar un chorro de aire frío a una velocidad de 300 kilómetros por hora. La sangre del navegante, decapitado por una bala explosiva, brotó como de una manguera abierta y roció el túnel interior del avión, cubriendo de espuma roja hombres e instrumentos. Mientras Arthur Walhead luchaba para dominar los mandos del aparato, creyó oír por los auriculares los gritos de victoria del piloto alemán:
Sieg Heil, Sieg Heil!
El radiooperador y el artillero superior habían abandonado sus puestos para supervisar los daños.

—Perdemos combustible, comandante, y la cola del avión está ardiendo.

El indicador del aceite dejó de funcionar. Perdían altura.

Se apartó la máscara de oxígeno para pasarse la mano por el rostro bañado de sudor. Le escocían los ojos, por el sudor y por el humo de la cordita. Sólo quedaban dos hombres vivos a bordo.

—Tenemos que saltar, señor.

—Saltad inmediatamente porque esto es un piano desde un quinto piso.

Así se llamaba en jerga aviadora un derribo seguro.

—¿Y usted, señor?

—Yo os sigo inmediatamente.

Detonó el equipo secreto. La pequeña explosión controlada sacudió el avión moribundo. No había nada más que hacer. Era el momento de saltar y encomendarse a Dios. Los paracaídas estaban detrás, colgados en ganchos de seguridad. Intentó levantarse pero las piernas no le obedecieron. Comprobó que se había soltado las correas que lo sujetaban al asiento. Intentó levantarse de nuevo, sin éxito. Se palpó. Tenía las piernas encharcadas de un líquido que no procedía del avión, sino de él. A la luz del incendio del ala se contempló la herida indolora. Un fragmento de metralla le había perforado el vientre y le había dañado la columna vertebral.

Comprendió que iba a perecer con el aparato, que jamás volvería a ver a Therese, que nunca le podría comunicar sus proyectos. El avión entró en barrena y tardó dieciocho segundos en estrellarse. El último sentimiento del comandante Walhead fue de decepción. Ahora que comenzaba a ser feliz. Llevaba en el bolsillo un papel de seda con el anillo de pedida.

31

Hacía un día tan espléndido que Patrick O'Neill se apeó del taxi en una de las entradas de Saint James Park para continuar su camino entre la arboleda, por senderos umbríos que le recordaban su tierra norteña. Cuando salió a la Milla, después de cruzar el parque, rememoraba imágenes de su infancia. En un par de ocasiones su madre lo trajo a Londres, y contempló agarrado de su mano el desfile de los caballos de la Guardia. Su padre viajaba mucho y le enviaba postales desde lugares misteriosos, Cefalú, en Sicilia, Damasco, Delfos, Andalucía... Pasó ante el Almirantazgo para dirigirse al feo edificio donde residía el primer ministro, en la confluencia de Storey's Gate con Great George Street.

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