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Authors: Mariano F. Urresti

Tags: #Intriga

Las violetas del Círculo Sherlock (2 page)

BOOK: Las violetas del Círculo Sherlock
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—Si no llegan más subvenciones, no podremos seguir.

Ambos guardaron silencio, porque los dos sabían que era verdad. El comedor social se sostenía con fondos que la parroquia había logrado del ayuntamiento de la ciudad, del gobierno regional y de generosas aportaciones de algunos feligreses. Sin embargo, eran conscientes de que había parroquianos que preferían que sus limosnas fueran al cepillo de la iglesia y se emplearan en sacar brillo a las imágenes que adornaban el templo. Y cada vez era más creciente el ruido de quienes se mostraban decididamente en contra de un proyecto como aquel.

—Y luego está don Luis —se lamentó Baldomero—, que no sólo no suma, sino que yo creo que anda por ahí haciendo que otros resten.

Don Luis había superado con holgura la frontera de los sesenta años. Vestía de rigurosa sotana, bajo la cual se perfilaba su rotunda silueta. Sus manos rollizas y su cara sonrosada hacían que quien no lo conociera suficientemente creyera que estaba ante un sacerdote rural sin más filosofías que las precisas para su humilde puesto en el engranaje clerical. De todos modos, tal dictamen resultaría, además de apresurado, erróneo, porque don Luis era un hombre muy leído. Es posible que pocos sacerdotes de su quinta estuvieran en disposición de presentar un currículo académico como el suyo y una hoja de servicios tan brillante, lo cual no hacía sino añadir más misterio al enigma de por qué se había conformado con estar durante tantos años en la parroquia de la Anunciación, cuando se le habían hecho generosas ofertas para hacer carrera.

Pero para quienes lo conocían de verdad, tal enigma no existía; salvo que se considere asunto hermético el hecho de que un hombre carezca de otra ambición que la de servir allí donde nació. Y ese era el caso de don Luis, quien, entre otras muchas erudiciones, contaba con la de ser un especialista consumado en la historia local.

Tenía el viejo sacerdote un pronto terrible. De haber sido un papa renacentista, tal vez el retrato que más se ajustaría a su perfil sería el del pontífice Julio II, aquel anciano de barba blanca que encabezaba personalmente los ejércitos vaticanos para conquistar los territorios del centro de Italia. Un papa furibundo, pero culto, amante del arte y con quien tuvo sus más y sus menos Miguel Ángel Buonarroti.

Pero sucedía que don Luis amaba un mundo perdido, un tiempo que ya no existía: el de la ciudad que lo vio nacer y en la que jugó, como tantos otros, en aquellas praderas donde ahora había edificios sombríos en los que, como chinches, se apretujaban los inmigrantes.

La ciudad donde don Luis había nacido y ejercía su labor pastoral no figuraba entre las cincuenta más notables de la región hasta el siglo
XVIII
. Si hubiéramos podido echar un vistazo al censo en aquel momento, habríamos comprobado que en aquellos años su población no superaba los trescientos habitantes. Sin embargo, apenas un siglo después multiplicó por más de diez esa cifra, y luego no dejó de crecer ininterrumpidamente hasta superar los cien mil.

En su origen, el terruño del viejo cura no había sido otra cosa que un rancio señorío feudal a cuyo alrededor se agruparon el resto de las aldeas nacidas a la sombra de otras casas solariegas. Pero todo cambió con una serie de medidas que afectaron al comercio y al transporte.

Sucedió que, a pesar de que la ciudad carecía de puerto, terminó por convertirse en el raíl por el cual los productos agrícolas meseteños llegaban hasta el boyante puerto de la capital de la región. Y aquel trasiego de productos favoreció un cambio en la estrategia económica que terminó por definir a la ciudad, puesto que la mercancía traía de la mano dinero y personal. Naturalmente, aquel flujo de seres y dinero hizo preciso un comercio que satisficiera las necesidades de los recién llegados. Al mismo tiempo, algunas industrias comenzaron a ver aquel verde paraje bañado por un caudaloso río como idóneo para establecer sus factorías.

Cuando el siglo
XVIII
iba a echar el cerrojo, una licencia real otorgó a la localidad venia para llevar a cabo un mercado semanal. Y a esa bendición se añadió la lluvia fina que significó para las haciendas locales el mercado colonial. Los empresarios que aún dudaban si instalarse o no en la comarca despejaron sus dudas, y pronto aparecieron exitosas firmas que trabajaban en aquellos productos que ultramar favorecía: desde la harina a la cerveza, desde los tejidos de algodón a los curtidos. El empuje era tan grande que ni siquiera las guerras napoleónicas lograron quebrar la tendencia al crecimiento.

El golpe de fortuna definitivo para la ciudad de don Luis se demoró hasta mediado el siglo
XIX
, cuando una orden real dispuso que el ferrocarril que iba a enlazar la costa norte del país con las tierras de pan atravesara la ciudad. El empujón económico fue irreversible. Había de todo y todo podía ocurrir. Se transformaba el azúcar, se cosía calzado, se explotaban las minas próximas… Y así fue como ocurrió que la estructura minúscula de un pueblo cedió al fortalecerse la musculatura económica, y de resultas de la metamorfosis emergió una boyante ciudad cuyo crecimiento parecía no tener fin.

Naturalmente, la sociedad local también cambió. La burguesía y los notables comenzaron a adquirir algo más que una conciencia de clase y fomentaron la aparición de las más variadas entidades, desde las culturales a las recreativas, desde las caritativas a las económicas. Y en el seno de una de aquellas familias con pedigrí municipal nació muchos años después don Luis.

—¿De veras crees que don Luis sería capaz de maniobrar a tus espaldas para acabar con este proyecto? —Cristina miró directamente a Baldomero. Al devolverle él la mirada, ella desvió sus ojos azules visiblemente avergonzada.

El sacerdote no pareció reparar en el arrobo de la muchacha y reflexionó brevemente antes de responder.

—No, no lo creo. —De nuevo la sonrisa se dibujó en su rostro—. En realidad, no es tan agrio como parece. —Y, bajando la voz, añadió—: Algunos de estos desdichados me han dicho que don Luis visita las casas de los enfermos del barrio y consuela incluso a muchos que no entienden lo que les dice porque no hablan español.

La mirada de Cristina quedó enredada de nuevo más tiempo del debido en los ojos del cura.

—Será mejor que vayamos a echar una mano a los voluntarios, ¿no crees? —dijo él.

Ella asintió.

3

Cuckmere Haven, Sussex (Inglaterra)

24 de agosto de 2009

E
l Círculo Sherlock!

Las palabras sonaron en la pequeña casita de Cuckmere Haven como un conjuro. Cada una de las sílabas recorrió la estancia y obraron un singular sortilegio capaz de desgarrar la telaraña del olvido que Sergio había tejido durante los últimos veinticinco años alrededor de todo cuanto tenía que ver con el Círculo Sherlock.

Durante sus años universitarios Sergio dedicaba el tiempo imprescindible a sus estudios de filología, volcando en cambio todo su ímpetu en la teoría de la literatura y la literatura comparada. A pesar de lo tacaño que se mostraba con su tiempo cuando se trataba de preparar los exámenes, los resultados siempre eran espectaculares, algo que no tardó en llamar la atención en el mundillo universitario.

Un día se acercó a él un joven a quien no había visto hasta entonces.

—¿Sergio Olmos? —preguntó el desconocido, y añadió sin esperar la respuesta—: En el campus se habla mucho de ti. Me llamo Víctor Trejo.

Al parecer, los resultados académicos del desconocido eran tan impactantes como los de Sergio, si bien todo su esfuerzo lo desarrollaba en la Facultad de Económicas. Según explicó, tanto había oído hablar del famoso estudiante de filología que había decidido conocerlo en persona.

Víctor tenía la misma edad que Sergio. Su cabello era rubio y ensortijado sobre las orejas, y desarmaba a cualquiera con una mirada azul untada de ingenuidad; tal vez la ingenuidad que da el haber vivido siempre al resguardo de los apuros económicos que la familia de Sergio, en cambio, debía padecer para poder darle estudios.

El muchacho rubio resultó ser muy hablador, y no tardó Olmos en descubrir que procedía de una acaudalada familia del sur. Sus padres eran dueños de enormes latifundios, donde se dedicaban a la agricultura y a la cría de ganado de lidia y caballar.

Fue precisamente a través de Víctor Trejo como Sergio conoció la existencia de un extravagante grupo de estudiantes que se reunía semanalmente en la trastienda de una librería de viejo situada en un callejón de Madrid.

—Allí tiene su sede el Círculo Sherlock —le informó en voz baja Víctor.

Aquello sí tenía gracia, pensó Sergio. ¡El Círculo Sherlock!

—¿Sherlock? ¿Tiene que ver con Sherlock Holmes? —preguntó.

—¿Acaso conoces a alguien que se llame así y merezca ser recordado? —Víctor sonrió.

Sergio pudo saber entonces que aquel grupo de entusiastas universitarios pugnaban entre sí por ser los más extraordinarios conocedores de todas y cada una de las sesenta aventuras que componen el llamado
canon holmesiano
escrito por sir Arthur Conan Doyle. El escritor escocés, como era frecuente en aquella época, había publicado los relatos del famoso detective como capítulos sueltos en publicaciones periódicas. En total Doyle dejó escritos sesenta relatos, los mismos a los que aquel grupo de estudiantes parecía reverenciar
[2]
.

—Nosotros preferimos decir
Sacred Texts
—precisó Víctor.

—De modo que
Escritos sagrados
. —Sergio sonrió entre dientes.

—¿Te apetecería ir el próximo viernes? —propuso Víctor en un arrebato de cortesía a todas luces improcedente, dado que ningún miembro del grupo podía invitar individualmente al círculo a un aspirante sin haber consultado previamente a los demás. Por eso se arrepintió de inmediato y se mordió el labio inferior. A Sergio no le pasó inadvertido aquel tic y lo miró con gesto burlón.

—Vaya, si te viera ahora Holmes diría que se encontraba ante un hombre que acaba de cometer una torpeza, que está nervioso y arrepentido por algo que ha dicho y por eso se muerde el labio.

—¡Muy observador! —Víctor abrió desmesuradamente sus ojos y contempló de nuevo a Sergio como si jamás lo hubiera visto—. ¿Has leído alguna aventura de Holmes?

—¿Por qué no me retáis tú y tus amigos el próximo viernes y lo descubrís? —repuso Sergio con sorna.

—Te advierto que podemos interrogarte sobre el detalle más nimio —le avisó Víctor, recién recompuesta su habitual expresión beatífica.

—Nada es pequeño para una inteligencia grande —replicó Sergio, ganándose de inmediato el respeto de su nuevo y único amigo universitario.

—¡Demonios! ¡Eso es de
Estudio en escarlata
!

Poco después, Trejo se despidió de Sergio y este, de inmediato, se arrepintió de haber accedido a reunirse con aquel grupo, al que no había tardado en calificar de lunáticos. Jamás había cultivado las relaciones sociales. En los dos años que llevaba en la universidad no había logrado ninguna amistad ni tampoco sentía necesidad alguna de disfrutar de ella. Se consideraba a sí mismo mejor que cuantos le rodeaban, lo que hacía que le mirasen como lo que realmente era: un tipo altivo y distante. A Sergio le aterraba la vida ordinaria, pero le parecía aún más insoportable la vida de los demás.

¿Por qué había aceptado aquella invitación entonces? Sencillamente porque aquel joven de mirada limpia había pronunciado las palabras mágicas, las mismas que un día lejano de su infancia escuchó por vez primera: ¡Sherlock Holmes!

Víctor Trejo debió de recibir la autorización del resto de los miembros de la excéntrica hermandad, puesto que al día siguiente volvió a encontrarse con Sergio y reiteró con extrema cortesía su invitación para visitar el lugar de reunión de su club. A Sergio le pareció cómico el modo en el que la invitación le fue formulada, puesto que parecía que su interlocutor se hubiera transportado a otra época. Sus formas y su manera de hablar ayudaban a llegar a esa peregrina conclusión.

Víctor le entregó una tarjeta de visita donde se podía leer: «Círculo Sherlock», y debajo aparecía la dirección de una librería de viejo donde tenían lugar aquellos aquelarres literarios.

Y así fue como el viernes fijado, a las ocho de la tarde, Sergio Olmos se encontró en un callejón remoto del Madrid de los Austrias adonde no parecía haber llegado jamás la modernidad. Era una tarde ventosa y fría de un oscuro mes de noviembre. El estudiante de filología llevaba en una mano un paraguas negro y en la otra, la tarjeta de invitación que Trejo le había entregado.

No se cruzó con ningún viandante cuando enfiló el estrecho callejón y comenzó a buscar el lugar donde había sido citado casi a ciegas, pues no había más luz que la que derramaba pobremente una viejísima farola. Después de dejar atrás dos sombríos portales, en la acera izquierda vio el destartalado letrero que anunciaba su destino.

La librería resultó ser un garito ruinoso, compuesto por un mostrador de madera aceitoso y varias estanterías enclenques que soportaban el peso liviano de muy pocos libros. Al frente de tan ilustre ministerio se encontraba un anciano gordinflón que debía haberse jubilado varios siglos antes y que, por lo que pudo llegar a descubrir Sergio después, seguía acudiendo al local por pura inercia. De hecho, la librería ya no era de su propiedad, sino que había sido adquirida por el padre de Víctor a petición suya con el propósito de empadronar allí a su enigmático club.

Víctor salió a su encuentro de inmediato, aunque a Sergio le costó reconocerlo. Hasta ese instante creía estar preparado para casi cualquier extravagancia, pero sus previsiones se vieron superadas por completo. Trejo vestía un atuendo de lo más delirante compuesto por levita negra, cuello alto, chaleco blanco, guantes de idéntico color, zapatos de charol y polainas de color claro. Todo ello coronado por un sombrero de ala ondulada que, sin embargo, no lograba ocultar los rizos rubios que asomaban sobre sus orejas.

—Todos están deseando conocerte. —La sonrisa de Víctor se acompañó con un gesto de la mano, invitando a Sergio a subir por una angosta escalera que había al fondo del cuchitril.

La escalera, que tenía diecisiete peldaños, condujo a ambos a lo que Sergio interpretó como un mundo paralelo, pues ¿de qué otro modo se podría tildar la escena que apareció ante sus ojos?

De pronto, se encontró pisando una gruesa alfombra que lo aislaba no solo del suelo, sino del mundo real. La estancia estaba amueblada de forma inequívocamente victoriana. De algún modo inexplicable se había construido una chimenea que proporcionaba un amoroso fuego. De la repisa colgaban unas babuchas persas que, nada más verlas, Sergio no tuvo la menor duda de que contenían tabaco para pipa, tal y como acostumbraba a hacer el más extraordinario detective de todos los tiempos. Aquí y allá había papeles en aparente desorden. No obstante, el recién llegado intuyó que en su disposición había un cuidadoso esmero. Los matraces químicos, el violín que dormitaba sobre un sillón…, todo era perfecto. Se trataba de una recreación bastante verosímil del salón del 211B de Baker Street descrito por sir Arthur Conan Doyle. Las paredes estaban repletas de fotografías de lugares que él no había visitado, pero que conocía sobradamente por cuanto había leído sobre ellos: Pall Mall, Oxford Street, King Charles Street, Queen Ann Street, los páramos de Dartmoor, Yorkshire, Sussex… Y, por supuesto, ¡Baker Street!

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