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Authors: Jeffrey Eugenides

Las vírgenes suicidas (14 page)

BOOK: Las vírgenes suicidas
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—Siempre tuve el presentimiento de que la señorita Kilsem era una persona en la que confiaban —dijo Muffie Perry—. Desconozco la razón, pero quizá fue por eso por lo que desapareció de aquella manera.

Prescindiendo de si las hermanas Lisbon confiaban o no en la señorita Kilsem, lo cierto es que la terapia pareció serles de ayuda, puesto que recuperaron el ánimo casi de forma inmediata. Muffie Perry oyó que al acudir a la consulta reían y hablaban muy excitadas. A veces la ventana estaba abierta y, saltándose las normas, Lux y la señorita Kilsem fumaban con la mayor tranquilidad del mundo. Otras veces las chicas entraban a saco en el platito de los caramelos y dejaban la mesa de la señorita Kilsem cubierta de papelitos arrugados.

También nosotros notamos el cambio. Las niñas Lisbon parecían menos cansadas. En clase se dedicaban bastante menos a mirar por la ventana, levantaban más la mano, hablaban. Durante un tiempo se olvidaron del estigma que pesaba sobre ellas y volvieron a participar en las actividades escolares. Therese asistía a las reuniones del club científico en la sombría clase del señor Tonover, con sus mesas ignífugas y sus negras piletas. Dos veces por semana Mary ayudaba a la señora divorciada que cosía los vestidos para el teatro escolar. Bonnie incluso apareció en una reunión de jóvenes cristianos que se celebró en casa de Mike Firkin, que más tarde se haría misionero y moriría de malaria en Thailandia. Lux, por su parte, intentó participar en las sesiones musicales de la escuela y, como Eugie Kent estaba loco por ella y el director del teatro, el señor Oliphant, estaba loco por Eugie Kent, llegó a tener un pequeño papel en el coro y se la vio cantar y bailar como si fuera feliz. Eugie nos diría más adelante que el asedio de que era víctima por parte del señor Oliphant hacía que Lux estuviera en el escenario cuando Eugie estaba fuera de él, por lo que nunca tenía ocasión de envolverse con ella en las cortinas del escenario amparándose en la oscuridad de las bambalinas. Cuatro semanas más tarde, después de la reclusión final de las chicas, Lux abandonó la obra de teatro, pero los que asistieron a las representaciones declararon que Eugie Kent cantó sus números con su habitual voz estridente y anodina, más enamorado de sí mismo que de la chica del coro en cuya ausencia nadie había reparado.

Por aquel entonces el otoño ya se había hecho tétrico y había cerrado el cielo con una plancha de acero. En la clase del señor Lisbon los planetas iban desplazándose unos centímetros cada día y, si levantábamos los ojos, comprobábamos que la tierra ya había apartado del sol su faz azul y ahora seguía su oscuro camino cuesta abajo a través del espacio, encaminándose hacia el rincón del techo donde se acumulaban las telarañas por estar fuera del alcance de la escoba del conserje. Convertida en recuerdo la humedad del verano, hasta el verano mismo comenzaba a hacerse tan irreal que acabamos por perderlo de vista. La pobre Cecilia asomaba en nuestra conciencia en los momentos más inspirados, la mayor parte de las veces cuando despertábamos o cuando mirábamos fijamente la ventanilla del coche rayada por la lluvia. Se nos aparecía con su traje de novia, ahora manchado con el barro del más allá, pero el sonido de un claxon o una canción conocida que se oía de pronto en la radio nos devolvía de nuevo a la realidad. Otros podían barrer más fácilmente de sus pensamientos el recuerdo de Cecilia. Cuando alguien hablaba de ella, decían que siempre habían creído que terminaría mal y, lejos de ver a las hermanas Lisbon como una raza aparte, ya se habían percatado de que la que era un ser aparte era Cecilia, anormal por naturaleza. El señor Hillyer resumió el sentimiento de la mayoría con estas palabras:

—A esas chicas les aguardaba un futuro brillante, pero la otra habría acabado mal.

Poco a poco la gente dejó de hacer comentarios sobre el misterio del suicidio de Cecilia y prefirió verlo como algo inevitable o que era mejor olvidar. Pese a que la señora Lisbon proseguía su sombría existencia, rara vez abandonaba su casa y se hacía servir a domicilio las compras del supermercado, nadie decía nada al respecto y había incluso quien le tenía simpatía.

—La que más pena me da es la madre —dijo la señora Eugene—. A una le queda siempre el resquemor de si habría podido hacer algo por ella.

En cuanto a las hijas supervivientes y siempre dolientes, fueron creciendo en grandeza, como los Kennedy. Los compañeros volvieron a sentarse a su lado en el autobús. Leslie Tompkins pedía prestado el cepillo a Mary para peinarle su larga cabellera pelirroja. Julie Winthrop volvió a fumar con Lux en lo alto de los armarios y dijo que aquel episodio de los temblores no había vuelto a repetirse. Era como si las chicas fueran recuperándose día tras día de la pérdida sufrida.

Durante este período de recuperación Trip Fontaine hizo su movimiento de avance. Sin consultar con nadie ni confesar los sentimientos que Lux le inspiraba, Trip Fontaine fue directo a la clase del señor Lisbon y se quedó de pie delante de su mesa. Lo encontró solo, sentado en el sillón giratorio y observando con mirada perdida los planetas suspendidos sobre su cabeza. De sus cabellos grises se había descarriado un juvenil y rizado mechón.

—Ésta es la cuarta hora, Trip —dijo el señor Lisbon con aire cansado—. No tengo clase contigo hasta la quinta hora.

—No he venido para hablar de matemáticas, señor.

—¿No?

—He venido para decirle que mis intenciones con su hija son absolutamente honorables.

El señor Lisbon levantó las cejas y, a pesar de la expresión de cansancio de su rostro, dio la impresión de que aquella mañana ya había escuchado esa misma declaración por boca de seis o siete chicos más.

—¿Y qué intenciones son ésas?

Trip juntó las botas.

—Quiero pedirle a Lux que vaya conmigo al Homecoming.
[2]

El señor Lisbon rogó a Trip que se sentara y durante los minutos siguientes le explicó, con voz de infinita paciencia, que él y su esposa tenían ciertas normas, que siempre habían observado aquellas normas con las mayores y que ahora no iban a cambiarlas con las pequeñas y que, aunque él hubiera querido cambiarlas, su esposa no se lo habría permitido (¡ja, ja!), y que pese a que a él le parecía bien que Trip fuera a su casa para ver la televisión, no podía autorizarlo, quería repetirlo, no podía autorizarlo a salir con su hija fuera de casa, y menos en coche. Trip nos contó que el señor Lisbon había hablado de una manera que demostraba una sorprendente comprensión, como si todavía se acordara de aquellas angustias que se sienten de cintura para abajo durante la adolescencia. Trip también se dio cuenta de que el señor Lisbon tenía hambre de hijo porque se levantó y le dio tres joviales palmadas en la espalda.

—Siento decir que es la política de nuestra familia —dijo finalmente.

Trip Fontaine comprendió que se le cerraban las puertas. Entonces vio la fotografía familiar que el señor Lisbon tenía sobre la mesa: Lux, de pie delante de una noria, sostenía en la mano una manzana roja recubierta de caramelo en cuya reluciente superficie se reflejaba su regordeta barbilla. A través de sus labios manchados de azúcar asomaba un diente.

—¿Y si vamos en grupo? —preguntó Trip Fontaine—. ¿Si formamos un grupo con unos cuantos compañeros y sus hijas? ¿Si las acompañamos a casa a la hora que usted nos diga?

Trip Fontaine planteó la alternativa con voz tranquila, pese a que le temblaban las manos y tenía los ojos húmedos. El señor Lisbon lo miró largamente.

—¿Eres del equipo de fútbol, hijo?

—Sí, señor.

—¿En qué puesto juegas?

—Delantero.

—En mis tiempos yo jugaba de defensa.

—Buen puesto, señor. Nada entre usted y la línea de gol.

—Exactamente.

—El caso es que vamos a celebrar el partido entre el Homecoming y el Country Day, después habrá el baile y todo lo demás, y los chicos del equipo ya están decidiendo con quién saldrán.

—Tú eres un chico muy apuesto. Estoy seguro de que tendrás montones de chicas.

—Sí, señor, pero a mí no me interesan los montones de chicas —declaró Trip Fontaine.

El señor Lisbon se recostó en el sillón y soltó un largo suspiro. Contempló la fotografía de su familia y en ella vio un rostro que le sonreía como en sueños pero que ya no existía.

—Lo hablaré con su madre —dijo por fin—. Haré lo que pueda.

Así fue como algunos de nosotros tuvimos ocasión de salir con las niñas Lisbon la única vez que ellas tuvieron ocasión de salir sin carabina. Tan pronto como abandonó el aula el señor Lisbon, Trip Fontaine reunió a sus compañeros de equipo. Aquella tarde, durante la hora de entrenamiento, mientras hacíamos carreras por el campo, nos anunció:

—Voy con Lux Lisbon al partido. Necesito a tres chicos más para las hermanitas. ¿Quién se apunta?

En los intervalos de los veinte metros, jadeantes y sin aliento, con los desfavorecedores petos y los calcetines sucios, uno tras otro tratamos de convencer a Trip Fontaine de que contara con nosotros. Jerry Burden le ofreció tres canutos. Parkie Denton le dijo que él podía disponer del Cadillac de su padre. Todos nos brindamos a proporcionar alguna ventaja. Buzz Romano, apodado Cable debido al sorprendente animal amaestrado que tenía entre las piernas y que nos había mostrado un día en las duchas, se cubrió el casco con las manos y comenzó a gimotear en un extremo del campo.

—¡Me muero! ¡Me muero! ¡Llévame a mí, Tripero! Al final se eligió a Parkie Denton por lo del Cadillac, a Kevin Head porque había ayudado a Trip Fontaine a reparar el motor de su coche, y a Joe Hill Conley porque siempre sacaba sobresalientes y Trip pensó que así impresionaría al señor y a la señora Lisbon. El día siguiente Trip presentó la lista de candidatos al señor Lisbon y hacia el final de la semana éste le comunicó su decisión y la de su esposa. Autorizaban a salir a las chicas bajo las siguientes condiciones: (1) irían en un solo grupo; (2) irían al baile y a ningún sitio más; (3) volverían a casa a las once. El señor Lisbon dijo a Trip que era imposible burlar aquellas condiciones.

—Yo seré uno de los acompañantes —dijo.

Resulta difícil saber qué supuso para las hermanas Lisbon aquella salida. Cuando el señor Lisbon les comunicó que les daba permiso para salir, Lux echó a correr, le dio un abrazo y lo besó con el cariño espontáneo de una niña pequeña.

—Hacía años que no me besaba de aquella manera —diría él después.

Las otras chicas reaccionaron con menos entusiasmo. En aquel momento Therese y Mary estaban jugando a damas bajo la mirada vigilante de Bonnie. Suspendieron su estado de concentración y apartaron los ojos del abollado tablero metálico, después de lo cual preguntaron a su padre la identidad de los demás chicos del grupo. El señor Lisbon les dio los nombres.

—¿Quién va con quién? —preguntó Mary.

—Lo echarán a suertes —dijo Therese, y a continuación movió seis ruidosas posiciones como dándose por aludida.

La tibia reacción de las demás se explicaba por la historia familiar. En connivencia con otras madres cuya compañía frecuentaba en la iglesia, la señora Lisbon ya había concertado otras salidas en grupo de sus hijas. Los chicos Perkin habían llevado a las chicas Lisbon en cinco canoas de aluminio impulsadas por una hélice a través de un lóbrego canal de Belle Isle, mientras el señor y la señora Lisbon y el señor y la señora Perkin vigilaban a distancia desde botes impulsados igualmente por hélices. La señora Lisbon era de la opinión de que las exigencias más urgentes de la edad se compensaban sobradamente retozando al aire libre: el amor sublimado disparando dardos. Recientemente, en una excursión por carretera (sin otra razón para hacerla que el aburrimiento y el cielo gris), nos paramos en Pennsylvania y, al ir a comprar velas en una tosca tienda, nos enteramos de las costumbres que observan durante el noviazgo los miembros de la comunidad amish en virtud de las cuales el chico lleva a la novia que han elegido sus padres a dar un paseo en un coche negro, seguido por otro en el que viajan los padres de ella. La señora Lisbon creía que había que mantener una estricta vigilancia sobre las relaciones amorosas. Pero mientras el muchacho amish se presenta en plena noche a arrojar piedras a la ventana de su amada (contando con que todos harán como si no oyesen), en la doctrina de la señora Lisbon no entraba la amnistía nocturna y sus canoas jamás conducían a campamento alguno.

Las chicas Lisbon sólo podían esperar más de lo mismo y, como el señor Lisbon estaría al acecho, lo normal era que tirase de la rienda. Bastante difícil era ya que el padre de una fuera profesor y que se ganase la vida en la escuela, día tras día a la vista de todos con sus tres únicos trajes. Las hermanas Lisbon recibían estudios gratuitos debido al cargo de su padre, pero cierto día Mary le dijo a Julie Ford que la situación hacía que se sintiese un «objeto de caridad». Y ahora, además, su padre se encargaría de supervisar el baile junto con otros profesores que se habían ofrecido voluntariamente a ello o se habían visto obligados a hacerlo, generalmente los peor relacionados y los que no practicaban ningún deporte o los más ineptos desde el punto de vista social, para quienes el baile no era más que una manera de llenar otra noche solitaria. A Lux no parecía importarle demasiado, porque no pensaba en otra cosa que en Trip Fontaine. Volvía a escribir un nombre en su ropa interior, para lo cual empleaba tinta soluble, a fin de hacer desaparecer los «Trip» antes de que su madre los descubriera. (De ese modo su nombre estaba en contacto continuo con su piel.) Es de suponer que hizo partícipes a sus hermanas de los sentimientos que le inspiraba Trip, pero no había chica en la escuela que le hubiera oído pronunciar nunca su nombre. Trip y Lux se sentaban uno al lado del otro a la hora de comer y a veces los veíamos pasear cogidos de la mano, siempre buscando un armario, un contenedor, un conducto de la calefacción para tumbarse en su interior, pero incluso en la escuela el señor Lisbon los controlaba y, después de suprimir unos cuantos circuitos, acabaron pasando por la cafetería y subiendo por la rampa recubierta de goma que conducía al aula del señor Lisbon donde, tras apretarse un momento las manos, emprendían caminos separados. Las demás hermanas ignoraban incluso cuándo salían.

—Ni siquiera se lo decían —explicó Mary Peters—. Era algo así como un casamiento amañado o cosa parecida. Algo inquietante.

Pese a todo, seguía en pie el permiso, para que Lux estuviera contenta, para que ellas estuvieran contentas o simplemente para terminar con la monotonía de otra noche de viernes. Cuando años más tarde hablamos con la señora Lisbon, nos dijo que ella no había abrigado duda alguna con respecto a aquella salida, mencionando en apoyo de tal afirmación los vestidos que había confeccionado especialmente para aquella velada. En efecto, una semana antes del baile había llevado a sus hijas a una tienda de tejidos. Las chicas se habían paseado entre estanterías llenas de cortes de tela, con el patrón en papel de un vestido de ensueño, pese a que importaba poco el vestido que pudieran escoger. La señora Lisbon añadió un par de centímetros al perímetro torácico y cuatro más a las cinturas y dobladillos y los vestidos se convirtieron en cuatro sacos informes e idénticos.

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