Mac miró por encima de su hombro. Era un hombre alto y delgado y llevaba una camiseta blanca impoluta y un delantal. Estaba calvo y le quedaba bien. Mac podría tener cualquier edad entre treinta y cinco y cincuenta años. Se mordió los labios cuando me vio, se dio la vuelta hacia su hornillo de madera humeante y rápidamente terminó de cocinar dos trozos de carne que tenía al fuego.
Empecé a avanzar por el interior del bar y, según lo hacía, se extendía en la sala el silencio. Cuando ya estaba dentro, los únicos sonidos que allí se distinguían eran el crepitar de la madera ardiente y los golpes irregulares de mi bastón en el suelo de aquel lugar.
—Mac —saludé. Alguien me dejó libre una banqueta de la barra y asentí, agradeciéndolo antes de sentarme con un gesto de dolor.
—Harry —contestó Mac arrastrando las palabras. Levantó la sartén del fuego de la cocina y descargó las chuletas en diferentes platos. Con un par de gestos y breves movimientos hizo que en cada plato apareciese también una ración de patatas fritas y otra de verduras frescas. No era magia. Mac era un buen cocinero.
Miré alrededor de la sala y hablé suficientemente alto como para que todos pudieran oírme:
—Voy a necesitar algo de espacio, Mac. He quedado aquí con unas personas que aparecerán en un rato. Me vendrían bien varias mesas.
De las mesas surgió un murmullo de voces nerviosas y comentarios en voz baja. Los viejos practicantes de la esquina se levantaron de su mesa sin más preámbulos. Varios de ellos me saludaron con la cabeza y uno de ellos con pinta un poco endeble gruñó:
—Buena suerte.
Los miembros menos experimentados del mundo sobrenatural, con cara de no entender qué estaba sucediendo, miraban hacia mí y hacia el grupo de ancianos como si fuese un partido de tenis.
—Chicos —dije, para todos—. No puedo deciros qué hacer, pero me gustaría que todos os planteaseis marcharos a vuestras casas antes de que anochezca. Cuando llegue la medianoche será mejor que estéis detrás del umbral.
—¿Qué está pasando? —me soltó uno de los más jóvenes. Todavía tenía hoyuelos.
Mac lo miró y resopló.
—Venga. Soy mago. Tenemos reglas internas sobre lo que se puede decir y lo que no —le contesté. Hubo una ronda de risitas silenciosas—. En serio, por ahora no puedo decir nada más —repetí. Y es que no podía. Era más que probable que hubiese uno o dos espías merodeando entre los clientes de la taberna, y cuanta menos información tuvieran sobre los planes o estrategias del Consejo Blanco, mejor—.
Tomaos esto en serio, chicos. No es buena idea que estéis por la calle cuando pase la medianoche.
Mac se giró hacia las mesas e hizo un barrido con la mirada. Tenía una expresión educada y correcta. Emitió una especie de tos y señaló la puerta con la barbilla. El ruido de la sala aumentó de nuevo y las personas que allí había empezaron a hablar entre sí, se levantaron, dejaron dinero encima de las mesas y se fueron.
Dos minutos después, Mac y yo éramos las únicas personas que quedaban en la taberna. Él dio la vuelta a la barra y se sentó a mi lado. Colocó en el mostrador dos platos cargados con carne a la brasa. Uno lo puso delante de mí y el otro
se
lo quedó él. Añadió dos botellas de su cerveza negra artesanal y les quitó las tapas con el pulgar.
—Dios te bendiga, Mac —le dije y cogí una de las botellas. La sostuve en el aire y Mac brindó con la suya. Después los dos dimos un largo trago y nos lanzamos sobre las chuletas.
Comimos en silencio. Después de un rato, Mac preguntó:
—¿Mal?
—Muy mal —le dije. Me pregunté cuánto podría contarle. Macera un buen tío y hacía mucho tiempo que lo conocía y era mi amigo. Pero no era del Consejo. A la mierda. Aquel hombre me había servido una chuleta y una cerveza. Se merecía saber algo más y no solo que estábamos bajo una amenaza de la que probablemente no podría defenderse: los nigromantes.
El tenedor de Mac se paralizó cuando iba de camino a su boca. Sacudió la cabeza y se metió el último trozo de la chuleta en la boca. Masticó despacio. Mac jamás usaba una frase entera cuando una palabra era suficiente.
—¿Centinelas?
—Sí, muchos de ellos.
Se mordió los labios y frunció el ceño.
—Kemmler —dijo.
Arqueé una ceja aunque no me había sorprendido demasiado que conociese el nombre del tristemente célebre nigromante. Siempre me había parecido que Mac debía de tener una idea bastante sólida sobre lo que pasaba a su alrededor.
—Kemmler no, sus sobras. Pero son sobradamente malos.
—Aj —Mac terminó con su plato rápidamente y se levantó a recoger el dinero y limpiar las mesas que había en la esquina y que estaban más alejadas de la puerta. Cuando llegó adonde yo estaba, recogió mi plato reluciente y enseguida me reemplazó la botella vacía por otra llena.
Le di un trago mirándolo. No hizo ninguna escenita. Discretamente comprobó el cargador de la escopeta que tenía colgada en un gancho detrás de barra y colocó un par de prudentes pistolas de tipo 1911 en dos lugares concretos tras el mostrador, de forma que no importaría dónde se pusiese, porque una de las armas siempre estaría a mano. Las dispuso como si supiese perfectamente lo que estaba haciendo.
Di un trago a la cerveza y reflexioné. Sabía muy poco de la vida de Mac. Había abierto la taberna pocos años antes de que yo me mudase a Chicago. Ninguna de las personas que yo conocía sabía dónde había estado él antes ni a qué se había dedicado. No me sorprendía que supiese algo sobre armas. Siempre me había dado la impresión de que sabía cuidar de sí mismo. Pero como no es que fuese precisamente una cotorra, casi todos mis conocimientos provenían de la observación. No tenía ni la más remota idea de por qué ni de dónde había adquirido nociones para moverse en el mundo de la violencia.
Respetaba aquello. Yo también había pasado algunas etapas en mi vida que había dejado atrás enterradas.
Mac miró hacia arriba de manera abrupta y empezó a limpiar la barra por la zona donde se encontraba el gancho del que colgaba la escopeta. Un segundo más tarde, la puerta se abrió y un centinela del Consejo Blanco entró.
Era un hombre alto, de algo más de metro ochenta, y tenía la solidez de un soldado envejecido. Su pelo lacio estaba más canoso de lo que yo recordaba y lo llevaba recogido en una coleta. Tenía la cara más estrecha, casi chupada, y ausente de expresión, parecía como si hubiese dado un mordisco a una corteza de limón espolvoreada con alumbre. El centinela llevaba una capa gris por encima de su ropa oscura de combate. Llevaba un bastón tallado en su mano derecha y a la izquierda de su cadera colgaba una espada de larga hoja.
No esperaba menos.
Me sorprendió lo desmejorado que estaba.
La capa del centinela estaba rasgada en varios puntos y manchada con lo que podría ser barro, sangre o un verdoso aceite de motor. Tenía el dobladillo desgastado, y con varios agujeros andrajosos, posiblemente como resultado de unas quemaduras corrosivas. Su bastón estaba igualmente magullado y manchado. Había algo en aquel hombre que
me
recordaba a un boxeador tras un duro décimo asalto. Mostraba marcas de unos golpes en la mejilla. Le habían roto la nariz hace no más de unas semanas. Lucía una cicatriz fea y rosada que le salía del cuero cabelludo y le llegaba hasta una ceja, y pude ver, a través de un agujero de su chaqueta, que llevaba un vendaje encima de los bíceps de la izquierda.
Por todo aquello, atravesó la puerta como un hombre que sabe que podría despejar un bar lleno de marines si se viese en esa tesitura. Sus ojos se posaron en mí al instante. Su boca se torció aún más y dio paso a un gesto con peor pinta todavía.
—Mago Dresden —dijo despacio.
—Centinela Morgan —respondí. Me imaginé que Morgan habría venido con más centinelas enviados a Chicago. Estaba en su zona de responsabilidad y yo no le caía bien. Se había pasado años siguiéndome por ahí, desesperado por cazarme, haciendo magia negra para poder ejecutarme. No había ocurrido y finalmente yo había conseguido la aprobación del Consejo. Creo que nunca podrá perdonarme aquello. También me culpaba por otras cosas, me parece, pero siempre pensé que no eran más que excusas. Alguna gente no acaba de llevarse bien nunca. Morgan y yo somos de esa clase de gente.
—McAnally —dijo Morgan al tabernero.
—Donald —respondió Mac.
Qué interesante. Joder, llevaba años en el Consejo y ni siquiera sabía el nombre de pila de Morgan.
—Dresden —dijo Morgan—. ¿Has comprobado si hay velos?
—Si te dijera que ya lo he hecho lo volverías a comprobar tú mismo, Morgan —le dije—. Así que no me ha molestado.
—Claro que no —dijo. Vi cómo fruncía un poco el ceño para concentrarse y luego sus ojos parecían desenfocar la mirada. Dirigió la mirada alrededor de la sala, utilizando su Vista, ese sentido tan raro y medio surrealista que permite a los magos observar si hay fuerzas mágicas moviéndose alrededor de ellos. La Vista de un mago puede cortar cualquier velo o hechizo destinados a disfrazar o distraer. Es una habilidad muy potente, pero tiene un precio. Cualquier cosa con la que te topes mientras Ves, se queda contigo y nunca desaparece de tu memoria, permanece siempre ahí, preparada para ser evocada, como si acabaras de verla. No puedes simplemente olvidar algo que hayas Visto. Se queda contigo de por vida.
Morgan no mantuvo mucho tiempo su mirada cerca de Mac ni de mí. Finalmente asintió y dijo en voz alta:
—¡Limpio!
La puerta se abrió y la centinela Luccio entró. Era una tenaz y veterana matriarca, tan alta como casi todos los hombres y con una constitución propia de quién realiza mucho trabajo físico. Su pelo era una sólida sombra de cables grises dispuestos en un ordenado corte militar. También llevaba la capa propia de los centinelas, pero por debajo vestía un atuendo propio de montaña o de acampada: pantalones vaqueros, algodón, franela, botas… y todo en tonos grises y marrones. Además sujetaba un bastón y portaba una espada en un costado, pero la suya era una fina Cimitarra, ligera y elegante. Y aunque no estaba tan gastado como el de Morgan, su engranaje también mostraba evidencias de acción reciente.
—Centinela Luccio —le dije y me levanté de la banqueta en la que estaba para inclinar la cabeza ante ella.
—Mago —dijo en voz baja. Hubiese necesitado una visión a cámara lenta de aquella toma para poder analizar los detalles de su sonrisa, porque aunque breve, había existido. Asintió hacia mí y luego un poco más profundamente hacia Mac.
Detrás de ella aparecieron tres centinelas más. El primero era un hombre joven que me sonaba levemente de una reunión del Consejo de hacía años. Su piel lucía un bronceado natural, pelo oscuro, ojos oscuros y unas facciones muy marcadas y muy españolas. Me acordé que la última vez él vestía una toga marrón de aprendiz y se tapaba la boca para ocultar una sonrisa que le había provocado una de mis conversaciones con los peces gordos del Consejo.
Ya no llevaba toga marrón y parecía que había aumentado un poco su tamaño desde la primera vez que lo había visto, pero aun así, Dios santo, era más joven que Billy, el hombre lobo. Llevaba una capa gris razonablemente limpia y no muy perjudicada. Por debajo, la ropa negra de combate. Una espada simple y recta le colgaba de un lado de la cadera, equilibrada por una funda de pistola de una modelo Glock que llevaba al otro lado y, no estoy de broma, tres granadas de mano. Su bastón parecía bastante nuevo, pero tenía suficientes abolladuras y muescas como para hacer que me creyese que con él había evitado que varias cosas se le echasen encima. Además andaba con una especie de confianza arrogante propia de las personas que todavía no han descubierto su propia mortalidad.
—Este es el centinela Ramírez —dijo Luccio—. Ramírez, Dresden.
—¿Qué tal? —dijo Ramírez sonriendo.
Me encogí de hombros.
—Ya sabes, como siempre.
Dos centinelas más entraron detrás de él y parecían aun más jóvenes y más verdes. Sus capas y bastones estaban inmaculados. Sus ropas y equipos eran tan parecidos al de Ramírez que parecían un uniforme. Luccio me presentó al chico fortachón, de ojos distantes y embrujados, como Kowalski. La chica con rasgos asiáticos y dulces facciones se llamaba Yoshimo.
Cojeé hasta donde estaba Luccio y señalé con la cabeza las mesas que Mac había preparado.
—Espero que haya sitio para todos. ¿Cuándo llegarán los demás centinelas?
Luccio se quedó mirándome tranquila y cautelosamente. Luego sacó sus manos de debajo de la capa y me ofreció lo que sostenían: un paquete envuelto en papel marrón.
—Tómelo.
Cogí el paquete y lo desenvolví.
Era una capa gris doblada.
—Póngasela —dijo Luccio con su voz tranquila y segura—. Si lo hace, todos los centinelas que haya disponibles se unirán a nosotros.
Me quedé mirando a Luccio durante un segundo.
—Está de broma —le dije—, ¿no?
Me obsequió con una breve y amarga sonrisa.
—Maestro McAnally —le dijo a Mac—. Creo que nos vendría bien una ronda. ¿Tiene algo decente para beber?
Mac gruñó y dijo:
—Tengo una nueva negra.
—¿Y merece la pena? —preguntó Luccio. Parecía cansada, pero su voz desprendía cierto tono burlón.
Mac echó una mirada airada como toda respuesta y ella le devolvió una sonrisa a medio camino entre el reto y la disculpa. Se sentó en una de las mesas y señalándola dijo:
—Centinelas, por favor, únanse a mí.
Morgan se sentó a la derecha de Luccio y la mirada que me echó podría haber atravesado una lámina de metal. Hice lo que siempre hacía cuando Morgan tenía ese comportamiento: primero le aguantaba la mirada y luego lo ignoraba como si ni siquiera estuviese allí. Cogí la silla que estaba enfrente de Luccio y me senté. Los dos centinelas más jóvenes se sentaron, pero Ramírez se quedó de pie hasta que Mac trajo las botellas de cerveza negra, las dejó encima de la mesa y volvió a la barra.
Ramírez miró a Luccio y ella asintió.
—Cierre el círculo, por favor, centinela.
El joven sacó de su bolsillo un trozo de tiza y rápidamente dibujó una gruesa línea alrededor de la mesa. Cuando terminó el círculo lo tocó suavemente con el dedo índice de la mano derecha y murmuró una palabra. Sentí el leve parpadeo de su fuerza, como si hubiese liberado un poco de su poder dentro del círculo. El círculo se cerró a nuestras espaldas de repente y una tensión silenciosa empezó a levantar a nuestro alrededor un fino muro de fuerzas mágicas prácticamente impenetrable. Si alguien hubiese estado intentando espiarnos con magia durante la reunión, el círculo lo habría evitado. Y si alguien hubiese dejado algún artefacto de escucha por allí cerca, el aire saturado de magia que había dentro del círculo habría sido suficiente para freírlo en un minuto.