Latidos mortales (52 page)

Read Latidos mortales Online

Authors: Jim Butcher

Tags: #Fantasía

BOOK: Latidos mortales
9.15Mb size Format: txt, pdf, ePub

Sacó un bate Louisville Slugger.

Dios mío
. Intenté moverme, pero no lo logré. Las esposas de metal me quemaban las muñecas.

—Tú —le dije—. Destrozaste mi coche.

—Humm… De la misma manera en que tú destrozaste mis tobillos, mis rodillas, mis muñecas y mis manos; con un bate de béisbol Louisville Slugger mientras yacía indefenso en el suelo.

Quintus Cassius, el Culebras, el encantador de serpientes, hechicero y exmiembro de la Orden de los Denarios Negros. Me sonrió. Se inclinó, arrodillado, demasiado cerca de mí como para que pudiese parecerme una situación cómoda, y me susurró como se le susurra a una novia:

—Había soñado con esta noche, chico —ronroneó y con suavidad me dio una palmadita en la cara con el bate de béisbol—. En mis tiempos se solía decir que la venganza era dulce. Pero los tiempos han cambiado, ¿cómo se dice ahora? La venganza es un arma de doble filo.

37

Miré hacia arriba, hacia el viejo marchito al que había bautizado como Manchas Hepáticas, y resultó que bajo esa piel flácida, esas arrugas y aquel pelo canoso, se ocultaba un hombre que había formado parte de la Orden de los Denarios Negros.

—¿Cómo? —le pregunté—. ¿Cómo me has encontrado?

—No fue a ti —dijo—. El apartamento del forense era muy fácil de encontrar. Cogí pelos de su cepillo. Como tenías tanto interés en mantenerlo a salvo, bajo tu protección, no fue muy difícil seguirlo, seguiros, en cuanto logramos destruir tus hechizos de protección.

—¡Ah! —le dije y mi voz sonó algo alterada.

—¿Tienes miedo, chico? —susurró Cassius.

—Eres el quinto en la lista de personas aterradoras con las que me he encontrado hoy —le dije.

Sus ojos se volvieron más fríos.

—No te lo tomes a mal —le dije—. No es tan horrible como suena.

Se levantó, despacio, mirándome hacia abajo. Los dedos de su mano derecha apretaban y aflojaban la empuñadura del bate. El odio ardía en él, ciegamente, de manera irracional, pidiendo a gritos ser saciado. Cassius no me había parecido una persona precisamente estable cuando me había enfrentado a él hacía dos años, y por la pinta que tenía ahora, parecía que estaba en plena campaña para obtener la presidencia de la asociación mundial de psicóticos.

Sabía que Cassius era un asesino, pero era distinto a los demás. Había perdido lo que podrían haber sido unos quince o dieciséis siglos unido a diferentes ángeles caídos con sus diferentes monedas de plata, trabajando mano a mano con el jefe de la Orden. No tenía ninguna duda de que había acabado personalmente con cientos de enemigos que le habían hecho muchísimo menos daño del que yo le había hecho.

Me mataría. En un ataque de ira, destrozaría mi cabeza con ese bate, gritando durante todo el proceso.

Me estremecí ante la imagen y busqué mi magia, intentado reunir la suficiente fuerza como para golpear a aquel imbécil. Pero cuando lo intenté, las esposas de mis muñecas se retorcieron, moviéndose con ímpetu, y de pronto decenas de pinchos atravesaron mis manos como si me hubiese apoyado en un rosal. Me agité de dolor la respiración se congeló en mi pecho durante un segundo.

Cassius me sonrió.

—No te molestes. Hemos usado esas esposas con los magos y los brujos durante siglos. El propio Nicodemus fue quien las diseñó.

—Ya. ¡Au! —Me estremecí, pero intentando mover mis brazos lo menos posible. Tampoco podía cambiar la postura para intentar que las espinosas esposas me dolieran menos.

Cassius seguía mirándome. Sus ojos brillaban. Se quedó allí de pie, observando cómo me retorcía de dolor y disfrutando de la impotencia y el sufrimiento.

Una imagen surcó mi mente: un viejo hombre de fe y coraje que se había entregado voluntariosamente a las manos de la Orden a cambio de la libertad. Shiro había muerto después de aguantar los tormentos más horrorosos que yo jamás haya visto soportar a un cuerpo humano, y algunos de ellos habían sido ocasionados por Cassius. Cerré los ojos. Sabía lo que él quería. Quería hacerme daño. Quería comprobar cuánto dolor podía ocasionarme antes de verme morir. Y no había nada que yo pudiera hacer por evitarlo.

A menos que…

Pensé en lo que Shiro me había contado sobre tener fe. Para él era una verdad teológica y moral sobre la que había basado su vida. Yo no tenía las mismas creencias, pero había visto cómo las fuerzas de la luz y la oscuridad entraban en conflicto, cómo los desequilibrios eran compensados. Cassius había servido a algunas de las fuerzas más oscuras del planeta. Shiro habría dicho que de ninguna forma podría haber evitado, ni él ni sus hermanos caballeros, que un desequilibrio de fuerza de luz se interpusiese en su camino. Por mi propia experiencia, había comprobado que cuando algo verdadera y profundamente malvado aparece, uno de los caballeros suele aparecer.

Tal vez apareciese alguno para encararse con Cassius.

Campanas infernales. Las posibilidades eran remotas.

Pero técnicamente era posible. Y era cuanto tenía.

Casi me pongo a reír. Lo que necesitaba para sobrevivir a este lunático era algo de lo que prácticamente carecía: fe. Tenía que creer que otro factor podría intervenir. No tenía otra opción.

Pero eso no significaba que no pudiese seguir intentando intervenir. Cuanto más tiempo me mantuviese respirando, más probable era que alguien apareciese en escena, tal vez alguien que pudiese ayudar. Tal vez alguien como mi amigo Michael.

Tenía que conseguir que Cassius siguiese hablando.

—¿Qué te ha ocurrido? —le pregunté un momento después, abriendo los ojos. Leí en algún lado que a la gente le encanta hablar de sí misma—. La última vez que te vi podías pasar por cuarentón.

Cassius me miró fijamente durante un momento más, y entonces apoyó el bate en el suelo.

—Pues estas son las consecuencias de haber perdido mi moneda ante ti y tus amigos —dijo, con voz chirriante—. Mientras tuve mi moneda, Saluriel impedía que la edad afectase a mi cuerpo. Ahora la naturaleza se está apropiando de lo que le debo.

Con intereses. —Agitó los escuálidos dedos de su mano derecha, arrugada, hinchada y con manchas, mostrando lo que parecía una artritis avanzada—. Si esto sigue así, estaré muerto en menos de un año.

—¿Por qué? —le pregunté—. ¿Acaso tu nuevo demonio no frena tu envejecimiento?

Entornó los ojos, fríos y temblorosos.

—No tengo ningún Denario ahora. —Habló en voz baja y educadamente—. Cuando salí del hospital y me reuní con Nicodemus no tenía ninguna moneda de sobra. —Su mirada se llenó de fuego airado—. Ya ves, te la había dado a ti.

Tragué saliva.

—Eso era lo que estabas buscando, fuera de mi apartamento. Querías el Denario.

—Lasciel nunca sería mi primera opción, pero tengo que contentarme con lo que hay disponible.

—Ajá. Entonces, ¿dónde está Nicodemus? Te está ayudando, entiendo…

Los ojos de Cassius se cerraron casi por completo.

—Nicodemus me expulsó. Dijo que si era tan tonto como para perder mi moneda, me merecía lo que me pudiese suceder.

—¡Menudo tío!

Cassius se encogió de hombros.

—Es un hombre de poder, no tolera a los tontos. En cuanto mueras, la moneda de Lasciel será mía y él me aceptará de nuevo.

—Pareces muy seguro de eso —le dije.

—¿Hay alguna razón por la que no debiera estarlo? —Se movió rígidamente hacia su petate—. Deberías poner esto fácil para los dos. Estoy dispuesto a hacerte una oferta. Dámela ahora y haré que tu muerte sea rápida.

—No la tengo —le dije.

Se rió socarronamente.

—No hay demasiados lugares donde puedas ocultarla —me dijo—. Si la has incorporado a tu cuerpo, va a ser muy doloroso cuando te la quite. —Sacó un fino serrucho de pelea de la bolsa y lo colocó en el suelo—. Una vez conocí a un hombre que se tragó su Denario y se lo volvió a tragar cuando lo expulsó.

—¡Puaj! —exclamé.

Cassius colocó un destornillador estándar al lado de su serrucho.

—Y a otro que se abrió la cavidad abdominal para colocar la moneda en su interior. —Sacó un cuchillo, propio de un sanguinario, con forma de gancho de su petate y lo sostuvo con aire meditativo—. Si me lo dices, te rebanaré el cuello.

—¿Y si no? —le pregunté.

Se cortó una de sus amarillentas uñas con el cuchillo.

—Me lanzaré a la búsqueda del tesoro.

Lo estudié durante un minuto y luego dije:

—No la tengo conmigo, es la verdad. Tengo atada a Lasciel y su moneda la enterré.

Dejó salir un gruñido y se abalanzó sobre mi mano izquierda. Me quitó el guante y luego la giró para enseñarme mi horrorosa palma cicatrizada y el sello con el nombre del demonio Lasciel sobre ella, el único trozo de piel que no se había convertido en tejido de cicatriz.

—La tienes —me espetó—. Y me pertenece.

Respiré profundamente e intenté aferrarme a la convicción optimista de la rectitud de mi causa. Intenté pensar en positivo: oye, una buena tortura alargaría las cosas. No era la manera que yo habría elegido de entretener a Cassius, pero, como he dicho, tenía pocas opciones.

—Te estoy diciendo la verdad —le aseguré—. Además, no habrías acabado conmigo de forma rápida, aunque te la hubiese dado.

Sonrió. Parecía un abuelo.

—Probablemente —asintió. Alcanzó otra vez el petate y sacó una cadena casi un metro, del tipo que se usa para los candados de las bicicletas. La levantó con una mano mientras me movía las muñecas, levantándolas de manera que yo me quedaba tirado sobre mi espalda, con los brazos extendidos sobre la cabeza—. Voy a ganar de cualquier forma.

No tenía la suficiente fuerza como para moverlas. Las putas muñecas atadas me convertían en un ser tan débil como un gato recién nacido.

—Renuncia a tu moneda —dijo Cassius amablemente, y luego me propinó un buen golpe en las costillas.

Al expulsar el aire fuera de mí, las pasé canutas. Me las arreglé para articular algunas palabras.

—No… la tengo.

—Renuncia a tu moneda —repitió. Esta vez balanceó la cadena y
me
atizó con ella en el estómago. Mi guardapolvo estaba abierto y la cadena me rompió la camisa y me desgarró la piel de mi barriga. Todo lo que veía se volvió rojo y de repente sentí una neblina de agonía.

—No… la… —empecé.

—Renuncia a tu moneda —susurró y me volvió a golpear con la cadena.

Enjuagar y volver a aplicar. No sé cuántas veces lo haría.

Una eternidad después, Cassius chupó algo de la sangre que había en la cadena y me miró pensativamente.

—Espero que no estés muy impaciente por que coja el bate —me dijo—. Verás, últimamente no guardo muy bien el equilibrio. Me han dicho que es resultado de los golpes que me llevé en los tobillos y las rodillas.

Seguía allí, tirado y dolorido. Tenía el estómago y el pecho ardiendo. Un hilo de sangre, generado por una de las mordeduras de serpiente, me llegaba hasta un ojo y se había secado en mis pestañas, pegándolas, y ahora no podía abrirlo.

—Verás, el tema es que solo tengo una mano buena para utilizar el bate. La otra mano la tengo rota por múltiples y contundentes traumatismos. Y con una mano, me temo que será difícil juzgar adecuadamente la calidad con la que manejo el bate.

Intenté mirar a mi alrededor, pero no podía mover mi ojo derecho con normalidad.

—Y por tanto —continuó Cassius—, en cuanto empiece a devolverte todo lo que me has hecho, me temo que acabaré pegándote demasiado fuerte y demasiadas veces. Y esto quiero saborearlo.

¿Dónde estaba Michael? ¿Dónde estaba… alguien?

Cassius miró hacia abajo y dijo:

—Y cuando empiece, Dresden, quiero permitírmelo todo. Me gustaría dejarme llevar y disfrutar del momento. Estoy seguro de que lo entenderás.

Nadie va a venir a salvarte, Harry
.

Susurré:

—Ya te lo he dicho.

Hizo una pausa, levantó las cejas y me animó con una mano.

—Te ruego que continúes.

—Te lo he dicho —le dije y lo estropeé con un gruñido—. Ya te había dicho que si te volvía a ver te mataría.

Dejó salir una risa divertida y bajó la cadena.

Cogió el cuchillo con forma de gancho y se arrodilló a mi lado, rígidamente. Con mucha calma cortó mi camisa, abriéndola por la mitad, y me la separó, junto con el guardapolvo, dejándome el abdomen al aire.

—Te recuerdo —me dijo—, que no se deben hacer promesas que no se puedan cumplir.

—No hice tal cosa —negué en voz baja.

—Entonces será mejor que te des prisa —me dijo—. Creo que te queda muy poco tiempo para cumplirlo. —Pinchó mi barriga con su dedo, arrebatándome un grito de dolor—. Humm… ya está tierna y apetitosa. Perfecta para abrir.

Vi cómo se movía
el
cuchillo, despacio, brillante, bonito. Parecía que se acercaba a cámara lenta.

Mierda. No iba a morir. No iba a permitir que este asesino hijo de puta me matase. Iba a sobrevivir. No sabía cómo iba a hacerlo, pero mi fuerza se aferró a la idea y me encontré apretando los dientes. Ya le había mostrado clemencia antes. Había tenido su oportunidad de huir. Yo iba a vivir. E iba a matarlo.

El cuchillo entró hasta el músculo de mi estómago. Lo movía muy despacio, mirando el agujero interno que iba abriendo la hoja del gancho mientras la dirigía hacia mi ingle, a través de una incisión cada vez más profunda. Me dolió casi tanto como la cadena, pero me dejó suficiente aliento para gritar.

Lo hice. Aullé ante él con toda la fuerza de mis pulmones. Le dije todo tipo de blasfemias. Incluso me las arreglé para mover mi cuerpo un poco y empecé a concentrarme buscando mi fuerza otra vez y las esposas volvieron a producirme una nueva agonía.

Terminó su primer corte, largo, profundo y casi se podría decir que delicado, y despegó el cuchillo de la piel para volver a posicionarlo junto al primero. Durante todo el tiempo no dejé de despotricar ni un momento. Dudaba si era lo suficientemente coherente como para que él me entendiera, pero de todas formas aquellos alaridos debían de ser el fiel reflejo de mis sentimientos. Grité y grité sin parar.

Y gracias a que lo hice, Cassius no oyó la patazas de Ratón contra el suelo de mármol. El aire se sacudió de repente con un bramido que recordó a un rugido leonino. La cabeza de Cassius se giró a tiempo de contemplar a mi perro saltando desde una distancia de seis metros y volando a toda velocidad, como una bola de demolición forrada de piel gris.

Other books

Soul Bound by Anne Hope
Espadas y magia helada by Fritz Leiber
Castillo's Fiery Texas Rose by Berkley, Tessa
Mistletoe & Michaelmas by Rose Gordon
Brave Girl Eating by Harriet Brown
A Gift for a Lion by Sara Craven
The Danger of Being Me by Anthony J Fuchs