—Mamma mia
—dijo Vianello—. Me parece que nunca había visto algo así. Ni siquiera aquel individuo que entró en la nueva casa de su ex mujer hizo tanto estropicio.
—El nuevo marido se lo impidió, ¿recuerdas? —dijo Brunetti.
—Ah, sí, lo había olvidado. Pero aun así, ni punto de comparación. —Y Vianello señalaba la capa de frascos y cajas que llenaba el suelo detrás del mostrador hasta la altura de los tobillos.
Oyeron ruido a su espalda, se volvieron como movidos por un resorte y vieron a la
signora
Invernizzi en la puerta, abrazada al bolso.
—María Vergine
—susurró—. ¿Creen que han sido otra vez los drogadictos?
Visto el alcance de los destrozos, Brunetti ya había descartado esa posibilidad. Los drogadictos saben lo que quieren y dónde buscarlo. Generalmente, agarran las drogas, miran si hay algo en la caja registradora y se van silenciosamente. Aquí nada hacía pensar en el robo, porque ni siquiera se habían llevado el dinero. La destrucción que contemplaban denotaba rabia, no codicia.
—Creo que no,
signora
—respondió Brunetti. Miró el reloj y preguntó—: ¿Cómo es que esta mañana no ha venido nadie a trabajar? Aparte de usted, desde luego.
—La semana pasada estuvimos de guardia permanente, día y noche. Hoy no teníamos que abrir hasta las tres y media, pero yo he venido a rellenar estanterías. No es gran cosa, pero el
dottor
Franchi dice que es conveniente que el personal tenga medio día de descanso extra después de una guardia. —Se quedó pensativa al mencionar a su jefe y añadió—: Confío en que no tarde en llegar.
—¿Le ha llamado? —preguntó Vianello.
—Sí. Inmediatamente después que a ustedes. Él estaba en Mestre.
—¿Y qué le ha dicho,
signora
?
Ella pareció sorprendida por la pregunta.
—Lo mismo que a ustedes: que habían forzado la puerta.
—¿Le ha hablado de esto? —preguntó Brunetti abarcando con un ademán la devastación que les rodeaba.
—No, señor. No lo había visto —le recordó ella. La mujer bajó el bolso y buscó con la mirada un sitio donde dejarlo. Al no encontrar una superficie libre, volvió a colgárselo del hombro—. Supongo que no quería ser yo quien se lo dijera, ni tan sólo lo que había visto desde la puerta. —De pronto, como si hubiera recordado algo, dejó el bolso en el revuelto mostrador y se fue rápidamente sin pronunciar palabra.
Brunetti con una seña indicó a Vianello que se quedara en la tienda y él siguió a la
signora
Invernizzi, que iba por el pasillo y se paró delante de una puerta que Brunetti y Vianello no habían abierto todavía. La mujer la abrió y alargó el brazo para encender la luz. Lo que allí vio le hizo taparse la cara con las manos y menear la cabeza. A Brunetti le pareció que murmuraba algo y temió que aquella violencia hubiera encontrado una víctima humana.
El comisario se acercó a la mujer, la tomó del brazo y la apartó de la puerta y de lo que fuera que la había horrorizado. Cuando ella echó a andar hacia la tienda, él volvió a la habitación. Era pequeña, cuadrada, de apenas tres metros de lado. Debía de haber servido de almacén o de trastero. Dos de las paredes estaban cubiertas por librerías, pero todos los libros estaban en el suelo. La robusta mesa debía de haber sostenido un ordenador, pero tanto el ordenador como la mesa estaban tumbados. La mesa, probablemente gracias a su sólida construcción, no había sufrido más daño que un par de arañazos, pero el ordenador no se había salvado. Bajo las suelas de los zapatos de Brunetti crujieron trozos de pantalla. De la eviscerada carcasa del monitor asomaban cables. El teclado estaba partido en dos, aunque la funda de plástico mantenía juntas las mitades. La columna rectangular de la unidad central había sido golpeada varias veces con lo que Brunetti supuso que era la palanqueta utilizada para reventar la puerta. El metal tenía varias muescas y algún que otro boquete. Una de las esquinas estaba hundida, como si hubieran intentado apalancar la caja, pero el asaltante sólo había conseguido desprender una parte de la cubierta posterior. Por la rendija, Brunetti distinguió una placa metálica con motitas de colores soldadas a la superficie. Si el resto de la destrucción era vandalismo, esto era intento de asesinato.
Brunetti oyó pasos a su espalda y supuso que eran de Vianello. Vio una raya roja en un trozo de metal arrancado del panel posterior y se agachó para ver mejor. Sí, era sangre, de una mancha que había sido enjugada precipitadamente y que había dejado una estría y una pequeña incrustación en el intersticio que quedaba entre el panel posterior y el marco. Cerca, en la tapa blanca de un libro, había lo que parecía una gota redonda, rodeada de pequeñas salpicaduras.
—¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? —preguntó airadamente una voz de hombre detrás de él.
Brunetti se puso en pie rápidamente y se volvió. El recién llegado era más bajo que el comisario, pero más ancho, sobre todo, de hombros y tórax, como si hiciera un duro trabajo físico o hubiera pasado mucho tiempo nadando. El pelo, de color albaricoque, le clareaba ensanchándole la frente. Tenía los ojos claros, quizá verde pálido, la nariz afilada y los labios finos, comprimidos en un gesto de irritación ante el persistente mutismo de Brunetti.
—Soy el comisario Guido Brunetti —dijo éste al fin.
El hombre no pudo disimular la sorpresa. Con un esfuerzo evidente, sustituyó la agresividad de su cara por una expresión más suave.
—¿Es usted el dueño? —preguntó Brunetti afablemente.
—Sí —respondió el hombre y, suavizando más aún la actitud, tendió la mano—. Mauro Franchi.
Brunetti estrechó la mano del hombre con deliberada energía.
—La
signora
Invernizzi ha llamado a la
questura
para denunciar el hecho, y como mi colega y yo nos encontrábamos casualmente en la zona, nos han avisado —dijo Brunetti con una leve irritación en la voz, dando a entender que un comisario tenía cosas más importantes que hacer con su tiempo que acudir corriendo al escenario de algo tan vulgar como un atraco. Brunetti no se explicaba qué le impulsaba a justificar la presencia de un funcionario con rango de comisario, pero no quería que el
dottor
Franchi empezara a hacer especulaciones.
—¿Cuánto hace que están aquí? —dijo Franchi. Otra pregunta, pensó Brunetti, que le correspondía a él haber hecho.
—Unos minutos —respondió—. Pero tiempo suficiente para apreciar los daños.
—Es la tercera vez —dijo Franchi, para sorpresa del comisario—. Ya no se puede llevar un negocio en esta ciudad.
—¿La tercera vez de qué? —preguntó Brunetti, pasando por alto el comentario de Franchi. Antes de que éste pudiera responder, oyeron acercarse pasos procedentes de la tienda.
Franchi dio media vuelta rápidamente y, cuando Vianello apareció en la puerta, seguido de la
signora
Invernizzi, Brunetti dijo:
—Mi compañero, el inspector Vianello.
Franchi saludó con un movimiento de la cabeza, pero no tendió la mano. Salió al pasillo y fue hacia la
signora
Invernizzi. A una señal de Brunetti, Vianello se reunió con él en el pequeño despacho, y el comisario señaló el rastro de sangre de la carcasa metálica y las salpicaduras del libro.
Vianello dobló una rodilla. Brunetti vio que giraba lentamente la cabeza de izquierda a derecha y que, de pronto, extendía el brazo apuntando con el dedo.
—Ahí tenemos otra.
Entonces Brunetti vio la mancha en la baldosa oscura.
—Si pillamos a alguien, podremos hacer la prueba del ADN, supongo —dijo Vianello sin convicción, porque dudaba de que se utilizara la prueba para un caso tan simple, y también de que se llegara a arrestar a alguien.
Al cabo de un momento, oyeron cómo los otros dos se alejaban hacia la tienda, hablando en voz baja. A Brunetti le pareció que Franchi decía: «Mi madre no querrá…»
—¿Invernizzi ha dicho algo? —preguntó Brunetti.
—Sólo se ha quejado del trabajo que tendrán para limpiar y poner las cosas en orden —respondió Vianello—. También ha hablado del seguro y de que es imposible conseguir que paguen. Ha empezado a contarme el caso de la hija de una amiga a la que derribaron de la bicicleta hace diez años, y aún no ha cobrado la indemnización.
—¿Y por eso volvías? —preguntó Brunetti con una sonrisa.
Vianello se encogió de hombros.
—Ha estado insistiendo en si podía llamar a los otros empleados para pedirles que vengan a ayudar.
—¿Cuántos son?
—Dos farmacéuticos y la encargada de la limpieza. Además del dueño.
—Veamos qué dice él. —Brunetti dio unos pasos y, al llegar a la puerta, se detuvo—. Llama a Bocchese, haz el favor. Que mande a un equipo del laboratorio.
—¿El ordenador? —preguntó Vianello.
—Si se usaba para programar las visitas, tendremos que llevárnoslo —respondió Brunetti.
Franchi y la mujer estaban en la tienda, a un extremo del mostrador, del lado del público. El farmacéutico señalaba un mueble del que habían sido arrancados todos los cajones.
—¿Puedo llamar a Donatella? ¿O a Gianmaria,
dottore
? —oyó Brunetti que decía ella.
—Sí, supongo. Habrá que ver qué hacemos con las cajas.
—¿Intentamos recuperar algunas?
—Sí, si se puede. Todo lo que no esté roto ni pisoteado. Y del resto empiece a hacer una lista, para el seguro. —Hablaba con fatiga: Sísifo mirando la roca.
—¿Cree que han sido los mismos? —preguntó ella.
Franchi miró a Brunetti y a Vianello y dijo:
—Espero que eso lo averigüe la policía, Eleonora. —Y, como si advirtiera que su tono rozaba el sarcasmo, añadió—: Los designios del Señor son inescrutables.
—Ha dicho usted «tres veces»,
dottore
—dijo Brunetti, insensible a la piedad—. ¿Esto había ocurrido ya otras dos?
—Esto no —respondió Franchi agitando las manos hacia la escena que los rodeaba—. Pero nos han robado dos veces. Una noche entraron y se llevaron todo lo que quisieron. La segunda vez vinieron de día. Drogadictos. Uno tenía la mano dentro de una bolsa de plástico y dijo que nos estaba apuntando con una pistola. Les dimos el dinero.
—Es lo mejor que podían hacer —apostilló Vianello.
—Ni se nos ocurrió resistirnos —dijo Franchi—. Que se lleven el dinero, mientras nadie salga herido. Pobres diablos; no pueden evitarlo, imagino.
¿Lo había mirado con extrañeza la
signora
Invernizzi al oírle decir eso?
—¿Entonces piensa que esto ha sido otro robo? —preguntó Brunetti.
—¿Y qué puede ser si no? —preguntó Franchi con impaciencia.
—Desde luego —convino Brunetti. Ciertamente, no era el momento de ponerse a discutir.
El farmacéutico levantó las manos con un ademán cargado de resignación y dijo:
—Va bene.
—Miró a la
signora
Invernizzi—. Creo que deben venir los demás; puede usted empezar por llamarlos. —Levantó el pulgar y fue contando con los dedos mientras decía—: Yo llamaré a Sanidad para dar parte, y al Seguro; luego, cuando tengamos una lista, haremos reposición de existencias, y veré manera de conseguir otro ordenador para mañana por la mañana. —La conformidad de su voz no ahogaba por completo la rabia.
Franchi fue hasta el mostrador y se inclinó para descolgar el teléfono, pero habían arrancado el cable. Se apartó del mostrador dándose impulso con las manos y fue hacia el pasillo.
—Llamaré desde el despacho —dijo por encima del hombro.
—Perdón,
dottore
—dijo Brunetti alzando la voz—. Lo siento, pero no puede entrar en su despacho.
—¿Que no puedo qué? —inquirió Franchi encarándose con el comisario.
Brunetti se reunió con él en el pasillo y explicó:
—Ahí dentro hay pruebas y, hasta que las hayamos examinado, nadie puede entrar.
—Es que tengo que hablar por teléfono.
Brunetti sacó el
telefonino
del bolsillo y se lo tendió.
—Puede usar éste,
dottore.
—Es que tengo los números ahí dentro.
—Lo lamento —dijo Brunetti con una sonrisa que daba a entender que él se sentía tan víctima del reglamento como el farmacéutico—. Si marca Información le darán los números. O llame a mi secretaria y ella los buscará. —Antes de que Franchi pudiera protestar, Brunetti agregó—: Y lo siento, pero no tiene objeto que diga a sus empleados que vengan. Por lo menos, hasta que haya pasado el equipo del laboratorio.
—No hubo nada de esto la última vez —dijo Franchi en un tono de voz que fluctuaba entre el sarcasmo y la indignación.
—Esto parece algo distinto de un simple robo,
dottore
—dijo Brunetti con calma.
Franchi tomó el
telefonino
con evidente desgana, pero no hizo ademán de utilizarlo.
—¿Y las otras cosas de ahí dentro? —preguntó señalando al despacho con un movimiento de la cabeza.
—Lo siento,
dottore,
pero toda la zona debe ser procesada como escenario de un crimen.
La cara de Franchi reflejó más cólera todavía, pero el farmacéutico sólo dijo:
—Todos mis archivos están en el ordenador: los cargos de los proveedores, mis propias facturas y la documentación de la ULSS. La póliza del seguro… Seguramente, esta misma tarde podría tener otro ordenador, pero necesito el disco para copiar los datos.
—Lo lamento, pero eso no es posible,
dottore
—dijo Brunetti, venciendo la tentación de utilizar una expresión informática que había oído con frecuencia y que creía entender: «copia de seguridad»—. No sé si se habrá dado cuenta, pero quien haya hecho esto ha reventado el ordenador. Dudo que pueda usted recuperar algo.
—¿Reventado el ordenador? —preguntó Franchi como si nunca hubiera oído la frase e ignorara el significado.
—O, más exactamente, ha intentado abrirlo metiendo una cuña por una esquina, ¿no, Vianello? —preguntó Brunetti al inspector, que acababa de entrar.
—¿Se refiere a esa especie de caja metálica? —preguntó el inspector con estudiada estupidez bovina—. Sí, lo han roto, buscando lo que hubiera dentro. —Daba la impresión de que, para el inspector, un ordenador era como una especie de hucha. Cambiando de tono anunció—: Bocchese está en camino.
Sin dar a Franchi tiempo de preguntar, Brunetti explicó:
—El equipo del laboratorio. Querrán tomar huellas. —Con una cortés inclinación de cabeza dedicada a la
signora
Invernizzi, que seguía la conversación con interés, Brunetti dijo—: La
signora
tuvo la precaución de quedarse fuera, por lo que, si han dejado huellas, ahí seguirán. Los técnicos querrán tomar las de ustedes —prosiguió, dirigiéndose a ambos—, para excluirlas de las del intruso. Y también las de los demás empleados, desde luego, pero eso puede esperar hasta mañana.