Libros de Luca

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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

BOOK: Libros de Luca
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Cuando el joven abogado Jon Campelli recibe en herencia la librería anticuaria Libri di Luca tras la muerte súbita de su padre, Luca Campelli, no puede siquiera imaginar que la palabra lector encierra un significado insospechado. Centrado en su prometedora carrera en un bufete de Copenhague, Jon es reacio a retomar esa parte de su vida, tras más de veinte años alejado de su padre desde que su madre muriera en circunstancias dramáticas. Pero cuando la librería es asaltada por unos desconocidos Jon se ve forzado a implicarse.

Mikkel Birkegaard

Libros de Luca

ePUB v1.0

NitoStrad
02.06.13

Título original:
Libri di Luca

Autor: Mikkel Birkegaard

Fecha de publicación del original: enero 2007

Traducción: Christian Kupchik

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

Capítulo
1

El deseo de Luca Campelli de morir rodeado por sus amados libros finalmente se cumplió una avanzada noche de octubre.

Por supuesto, se trataba de esa clase de deseos que nunca se formulan en voz alta, ni siquiera mentalmente, pero quienes habían visto a Luca en su tienda de libros antiguos sabían que así tenía que ser. El pequeño italiano se movía entre las pilas de volúmenes que se acumulaban en Libri di Luca como si caminara por su propio salón, y podía dirigir a sus clientes sin titubeos e infaliblemente hasta el estante o el montículo exacto donde se encontraba el libro por el cual habían preguntado. Al cabo de una breve conversación, resultaba evidente el amor de Luca por la literatura, sin que importase demasiado si el título en cuestión era una manoseada edición de bolsillo o una antigua y valiosa primera edición. Semejante familiaridad era testimonio de una larga vida con los libros, y la autoridad de Luca entre los estantes de su establecimiento de libros antiguos hacía que resultara difícil imaginarlo fuera de la tranquilizadora atmósfera de moderada devoción que dominaba el local.

Por eso aquella noche era totalmente especial, no sólo porque habría de ser la última de su vida, sino también porque Luca había estado ausente de la librería una semana. Ansioso por volver a ver su negocio, cogió un taxi directamente desde el aeropuerto a la tienda, en el barrio de Vesterbro, Copenhague. Durante el trayecto, le costó trabajo permanecer quieto en el asiento, y cuando al final el coche sé detuvo, tenía tanta prisa por pagar y bajar que para no perder tiempo el chófer recibió una más que generosa propina con tal de evitar la molestia del cambio. Agradecido, el conductor extrajo del maletero las dos maletas de Luca, para luego abandonar sobre la acera a aquel anhelante caballero ya entrado en años.

La tienda estaba a oscuras y no parecía demasiado acogedora, pero Luca sonrió al identificar la fachada familiar que anunciaba con sus letras amarillas pintadas sobre el escaparate: Libri di Luca. Arrastró sus maletas unos pocos metros, desde el bordillo de la acera hasta la puerta, y las apoyó con pesadez sobre la escalinata. El viento otoñal jugueteaba con su abrigo, abriéndolo, y los faldones revoloteaban incesantemente mientras buscaba el manojo de llaves en el bolsillo interno.

El sonido de las campanillas sobre la puerta le dio la bienvenida a casa. Se apresuró a empujar las maletas al interior, sobre la alfombra de un rojo oscuro, para luego cerrar la puerta detrás de él. Se enderezó y permaneció así, parado y con los ojos cerrados, aspirando hondo por la nariz para disfrutar del conocido perfume a papel amarillento y cuero viejo. Así permaneció durante algunos segundos, hasta que el sonido de las campanillas se desvaneció. Entonces abrió los ojos y encendió la lámpara del techo, aunque en realidad no era necesario. Después de haberse movido por el mismo lugar durante más de cincuenta años, podía orientarse sin problemas en la oscuridad. A pesar de eso, bajó la totalidad de los interruptores en el panel de detrás de la puerta, de tal forma que las lámparas ubicadas por encima de cada sección de las estanterías e incluso aquellas situadas en las vitrinas también se encendieron.

Se dirigió detrás del mostrador y se quitó el abrigo. Del armarito situado debajo extrajo una botella y una copa, que llenó con coñac. Con la copa en la mano, se detuvo en el centro de la tienda iluminada y, mirando alrededor, no pudo evitar una sonrisa de satisfacción. Un sorbo del dorado brebaje culminó el momento; entonces meneó la cabeza en señal de aprobación para sí mismo y dejó escapar un profundo suspiro.

Con el coñac en la mano, caminó despacito entre los pasillos de las estanterías examinando las hileras de libros. Probablemente, los ojos de otra persona no hubieran advertido los cambios producidos durante la semana pasada, pero Luca registraba de inmediato cada pequeña transformación sucedida en el local: los libros que se habían vendido o habían sido cambiados de sitio; nuevos títulos intercalados entre los viejos, y las columnas de ejemplares que estaban movidas o mezcladas. Durante su ronda de inspección, Luca empujaba los tomos a su lugar, de tal modo que todos estuviesen alineados, o bien cambiaba las obras que habían sido colocadas en un sitio equivocado. De vez en cuando, apoyaba cuidadosamente la copa para extraer un libro que no había visto antes. Lo hojeaba con auténtica curiosidad, estudiando los tipos de letras empleados, y dejaba que sus dedos sintieran la textura del papel. Después, cerraba los ojos y se llevaba el volumen a la nariz para percibir el particular aroma de las páginas, como si se tratase de un vino añejo. Tras haber estudiado la cubierta y la encuadernación, colocaba cuidadosamente de nuevo el tomo en su lugar, ya fuese encogiéndose de hombros si albergaba alguna duda o con un cabeceo de aprobación.

En su ronda por el establecimiento resultaron mucho más frecuentes los cabeceos que el encogimiento de hombros, de modo que lo que había hecho su ayudante durante su ausencia parecía haber sido aceptado por el propietario.

El empleado se llamaba Iversen, y trabajaba en la librería con él desde hacía tanto tiempo que en realidad se podía hablar más de una sociedad que de la vulgar relación entre jefe y empleado. No obstante, aunque Iversen apreciaba aquel negocio tanto como el propio Luca, jamás había dejado caer insinuación alguna respecto a una sociedad en el sentido estricto de la palabra. Luca había heredado la librería de su padre, Armando, y siempre había pensado que debía permanecer en manos de la familia Campelli.

Pocas cosas habían cambiado desde que Armando dejara el negocio a Luca; posiblemente la modificación más notable era el pasadizo construido para crear una planta superior. Medía metro y medio de ancho y corría paralelo a las cuatro paredes. Aquella remodelación fue bautizada por los clientes habituales como El Cielo, ya que allí se encontraban las obras más caras y extraordinarias, protegidas y expuestas en vitrinas.

Antes de subir al pasadizo, Luca volvió al mostrador para servirse otra copa de coñac. Luego se dirigió al fondo de la tienda, donde una escalera de caracol conducía hasta el piso superior. Al ascender por los gastados escalones la escalera crujió peligrosamente, pero siguió subiendo imperturbable hasta alcanzar la cima. Allí, giró sobre sí mismo y contempló la librería. Las estanterías que se extendían debajo de él se parecían, con un poco de imaginación, a un laberinto de arbustos bien cortados, pero conocía demasiado bien su territorio como para perderse, de modo que su mirada pronto encontró la salida y se detuvo sobre las dos maletas que habían quedado abandonadas junto a la puerta.

Unas pequeñas arrugas y una expresión grave le oscurecieron de improviso el rostro, y sus ojos castaños parecieron observar regiones mucho más lejanas que la planta inferior. Pensativo, Luca levantó la copa e inhaló el aroma del coñac antes de tomar un sorbo y desviar la mirada de los dos cuerpos extraños, para concentrarse en las estanterías del pasadizo.

La luz de las vitrinas era suave y les confería a los volúmenes allí protegidos un brillo romántico y dorado. Detrás de los cristales, los libros estaban expuestos como pequeñas obras de arte, algunos abiertos con imágenes multicolores y fantasiosas descripciones de sus historias; otros cerrados, para exhibir la maestría artesanal con la cual se había confeccionado la encuadernación o el cuero curtido.

Luca caminaba a paso lento, con una mano sobre la barandilla del pasadizo y la otra aferrando la copa de coñac, y mientras hacía oscilar la bebida con delicadeza en pequeños círculos su mirada se detenía sobre el contenido de los armarios. Por lo general, nunca había cambios significativos entre las obras del piso superior; poca gente contaba con medios suficientes para comprarlos, y quienes los poseían, por regla general, adquirían muy pocos ejemplares, especialmente elegidos para su colección.

Las obras nuevas procedían de forma casi exclusiva de compras de herencias, o bien, aunque con escasa frecuencia, de liquidaciones de bibliotecas.

Por eso Luca se quedó petrificado cuando su mirada acertó a recaer sobre un tomo específico. Frunció el ceño y apoyó la copa en la barandilla antes de inclinarse sobre el cristal para estudiar el ejemplar más de cerca. La encuadernación era en cuero negro con letras doradas, y los bordes del papel también estaban laminados en oro. Cuando estuvo lo bastante cerca, Luca abrió bien los ojos para leer el título y el nombre del autor. Resultó ser una edición muy cuidada de las Operette morali, de Giacomo Leopardi, en un estado óptimo y por supuesto en el idioma original: italiano, la lengua materna del librero.

El hombre se arrodilló y, visiblemente turbado, abrió la vitrina. Con manos temblorosas, tanteó buscando el bolsillo de su camisa, lo levantó, extrajo sus gafas y se las colocó. Con cuidado, como para no espantar a la codiciada presa, se inclinó hacia delante y cogió el libro con ambas manos. Una vez asegurado el trofeo, lo extrajo del mueble y lo giró asombrado ante sus ojos. Profundas arrugas aparecieron en su frente; se enderezó con un impulso repentino y miró a su alrededor, como si intuyese la presencia de alguien que le vigilara, algún espectador furtivo de este extraordinario hallazgo. Al no poder distinguir a nadie, volvió a dirigir la mirada al volumen que tenía entre sus manos, para abrirlo con sumo cuidado.

El hombre se arrodilló y, visiblemente turbado, abrió la vitrina. Con manos temblorosas, tanteó buscando el bolsillo de su camisa, lo levantó, extrajo sus gafas y se las colocó. Con cuidado, como para no espantar a la codiciada presa, se inclinó hacia delante y cogió el libro con ambas manos. Una vez asegurado el trofeo, lo extrajo del mueble y lo giró asombrado ante sus ojos. Profundas arrugas aparecieron en su frente; se enderezó con un impulso repentino y miró a su alrededor, como si intuyese la presencia de alguien que le vigilara, algún espectador furtivo de este extraordinario hallazgo. Al no poder distinguir a nadie, volvió a dirigir la mirada al volumen que tenía entre sus manos, para abrirlo con sumo cuidado.

En la cubierta pudo leer que se trataba de la primera edición, una circunstancia que, junto al año de impresión, 1827, justificaba su ubicación en El Cielo. El papel tenía una estructura fuerte, y con inmensa alegría dejó que sus dedos se deslizaran sobre la página. Luego levantó el libro hasta su nariz y lo olfateó. Poseía un aroma levemente condimentado, de algo que dedujo que tenía que ser laurel.

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