Miles de ojos.
Llegó hasta donde se encontraba el hombre del abrigo gris; tenía la pistola casi vacía. Se había quitado las gafas, y las había tirado. También él estaba llorando, pequeños escalofríos recorrían su enorme, desgarbado cuerpo.
Alguien estaba intentando alcanzar el pie de Mick. No quiso mirar, pero una mano tocó su zapato, y no tuvo más elección que ver a su dueño. Un hombre joven, tendido en forma de esvástica, tenía rotas todas las articulaciones. Una niña yacía debajo de él, sus piernas ensangrentadas sobresalían como dos palos rosados.
Quiso el revólver para hacer que aquella mano cesara de tocarle. Aun mejor, quiso una ametralladora, un lanzallamas, algo que hiciese desaparecer aquella agonía.
Mientras levantaba la vista de aquel cuerpo destrozado, Mick vio al hombre del abrigo gris alzar el arma.
—Judd… —dijo, pero mientras la palabra salía de sus labios, el hombre del abrigo gris deslizó el cañón del arma por su boca y apretó el gatillo.
Había guardado la última bala para él. La parte de atrás de la cabeza se abrió como un huevo chafado, la tapa de los sesos salió volando. El cuerpo cayó, fláccido, y se hundió en el suelo; el revólver aún estaba entre sus labios.
—Debemos… —comenzó Mick sin dirigirse a nadie—. Debemos… ¿Cuál era el imperativo? ¿Qué debían hacer en esta situación?
—Debemos…
Judd estaba detrás de él.
—Ayuda… —dijo a Mick.
—Sí. Debemos conseguir ayuda. Debemos…
—Irnos.
¡Irse! Eso era lo que debían hacer. Bajo cualquier pretexto, por frágil o cobarde que fuera la razón, debían irse. Salir de aquel campo de batalla, salir del alcance de una mano moribunda que pertenecía a una herida en lugar de a un cuerpo.
—Tenemos que comunicarlo a las autoridades. Encontrar una ciudad. Conseguir ayuda…
—Sacerdotes —dijo Mick—. Necesitan sacerdotes.
Era absurdo pensar en administrar los últimos sacramentos a tanta gente. Habría sido necesario un ejército de sacerdotes, un cañón lleno de agua bendita, un altavoz para dar las bendiciones.
Dieron la vuelta, huyendo juntos de aquel horror; protegiéndose el uno en los brazos del otro, se abrieron camino entre aquella carnicería hasta llegar al coche.
Estaba ocupado.
Vaslav Jelovsek estaba sentado tras el volante, intentando poner en marcha el Volkswagen. Giró la llave de contacto una vez. Dos veces. Al tercer intento, el motor arrancó; las ruedas comenzaron a girar sobre el barro carmesí al tiempo que ponía la marcha atrás y retrocedía hacia el camino. Vaslav vio a los ingleses correr hacia el coche maldiciéndole. No había más remedio, no quería robar el vehículo, pero tenía trabajo que hacer. Había sido uno de los jueces, había sido responsable de la contienda de la seguridad de los participantes. Una de las heroicas ciudades había caído ya. Debía hacer todo lo que estuviera en su poder, para evitar que Popolac siguiera a su gemela. Debía dar alcance a la ciudad, y razonar con ella. Disipar sus terrores con palabras tranquilizadoras y promesas. Si fracasaba, ocurriría un desastre de igual magnitud al que tenía frente a él; y su conciencia ya se encontraba lo bastante destrozada.
Mick se encontraba todavía intentando dar alcance al Volkswagen, gritando a Jelovsek. El ladrón no hizo caso, concentrado en hacer maniobrar el coche marcha atrás por aquel estrecho y resbaladizo camino. Furioso, y sin aliento para expresar su furia, Mick se quedó en la carretera con las manos sobre las rodillas, resoplando y sollozando.
—¡Bastardo! —dijo Judd.
Mick miró hacia el camino. El coche ya había desaparecido.
—Ese cabrón no sabe ni conducir correctamente.
—Tenemos… tenemos… que… alcanzarle… —dijo Mick, sin recuperar el aliento.
—¿Cómo?
—A pie…
—Ni siquiera tenemos un mapa… Está en el coche.
—Jesús… Cristo… Todopoderoso.
Bajaron juntos por el camino, alejándose del prado.
Tras unos cuantos metros la riada de sangre comenzó a desaparecer. Tan sólo unos regueros coagulados descendían hacia la carretera principal, Mick y Judd siguieron las ensangrentadas marcas de los neumáticos hasta el cruce.
La carretera de Srbovac estaba desierta en ambas direcciones. Las marcas de los neumáticos mostraban un giro a la izquierda.
—Se ha metido en las colinas —dijo Judd, mirando fijamente a lo largo de la carretera hacia la verdiazul distancia—. ¡Ha perdido el juicio!
—¿Regresamos por donde vinimos?
—A pie nos tomará toda la noche.
—Haremos autostop.
Judd sacudió la cabeza. Tenía la cara inerte, la mirada perdida.
—¿No te das cuenta, Mick? Todos sabían lo que iba a ocurrir. La gente de las granjas se marchó al infierno, lejos de aquí, mientras esos otros se volvían locos allí arriba. No va a haber ningún coche en esta carretera, te apuesto lo que quieras a que ningún turista, excepto un par de tontos de mierda como nosotros, recoge a gente con esta pinta.
Tenía razón. Parecían carniceros salpicados de sangre. Las caras brillantes de mugre, los ojos enloquecidos.
—Tendremos que caminar por el camino que él ha seguido —dijo Judd.
Señaló hacia la carretera. Las colinas estaban ahora más oscuras; el sol había desaparecido de sus laderas. Mick se encogió de hombros. Tenían una noche de viaje cualquiera que fuese el camino que tomaran. Pero quería ir hacia algún sitio, no importaba cuál. Era suficiente con poner distancia entre él y la muerte.
En Popolac reinaba una especie de paz. En lugar de un delirio de pánico, había un entumecimiento, una pacífica aceptación ovejuna del mundo tal como era. Encerrados en sus posiciones, sujetos, atados y arreados el uno al otro en un sistema vivo que no permitía que una voz sonara más fuerte que otra, o que el trabajo de un individuo fuese menor que el del vecino, dejaron que un demente consenso ocupara el lugar de la tranquila voz de la razón. Se encontraban crispados, como una sola mente, por un solo pensamiento, una única ambición. Se convirtieron, en tan sólo unos momentos, en el gigante de una única inteligencia que tan brillantemente habían recreado. La ilusión de que existían insignificantes individualidades fue barrida por un irresistible torrente de sentimiento colectivo; no era la pasión de una multitud, sino una oleada telepática que disolvía miles de voces en una sola orden irresistible.
Y la voz decía: ¡Adelante!
La voz decía: Que esta horrible visión desaparezca de mi vista en algún sitio donde no tenga que verla otra vez.
Popolac se volvió hacia las colinas, sus piernas daban zancadas de más de medio kilómetro de largo. Cada hombre, cada mujer y cada niño de aquella torre hirviente estaban ciegos. Sólo veían a través de los ojos de la ciudad. No pensaban, tenían tan sólo los pensamientos de la ciudad. Se creían inmortales en su pesada, implacable fuerza. Inmensa, loca e inmortal.
Habían recorrido dos millas por la carretera, cuando Mick y Judd olieron a gasolina en el aire. Un poco más allá vieron el Volkswagen. Había volcado, el coche estaba atrapado entre los juncos de una acequia a un lado de la carretera. No se había incendiado.
La puerta del conductor estaba abierta, el cuerpo de Vaslav Jelovsek había caído fuera. El rostro en calma; estaba inconsciente. No había señales de heridas, excepto uno o dos pequeños cortes en su serena cara. Suavemente sacaron al ladrón de entre los restos del vehículo, apartaron el cuerpo de la suciedad de la acequia y lo tendieron sobre la carretera. Gimió levemente mientras lo trasladaban; usaron el suéter de Mick de almohada y le quitaron la chaqueta y la corbata.
Tardó poco en abrir los ojos. Se quedó mirándolos.
—¿Se encuentra bien? —preguntó Mick.
El hombre no dijo nada al principio. Parecía no comprender. Luego habló:
—¿Ingleses?
Tenía un acento cerrado, pero la pregunta fue bastante clara.
—Sí.
—Oí sus voces. Ingleses.
Frunció el entrecejo e hizo una mueca de dolor.
—¿Le duele? —dijo Judd.
El hombre pareció encontrarlo divertido.
—¿Me duele? —repitió. Su cara se contrajo en una mezcla de agonía y placer.
—Voy a morir —dijo apretando los dientes.
—No. Se repondrá.
El hombre sacudió la cabeza con absoluta autoridad.
—Voy a morir —dijo otra vez con la voz llena de determinación—. Quiero morir.
Judd se acercó más a él. Su voz se debilitaba por momentos.
—Díganos qué debemos hacer —dijo.
El hombre cerró los ojos. Judd le sacudió violentamente para mantenerlo despierto.
—Díganos —repitió. Su muestra de compasión desapareció de pronto—. Díganos de qué trata todo esto.
—¿Esto? —dijo el hombre. Sus ojos permanecían cerrados—. Fue una caída. Eso es todo. Tan sólo una caída.
—¿Qué cayó?
—La ciudad. Podujevo. Mi ciudad.
—¿De dónde cayó?
—De sí misma, por supuesto.
Aquel hombre no estaba explicando nada; tan sólo respondía con un acertijo tras otro.
—¿Adónde iba? —inquirió Mick intentando parecer lo más inofensivo posible.
—Tras Popolac —dijo el hombre.
—¿Popolac? —dijo Judd.
Mick comenzó a encontrar algún sentido a la historia.
—Popolac es otra ciudad. Como Podujevo. Ciudades gemelas. Están en el mapa.
—¿Dónde está la ciudad ahora? —preguntó Judd.
Vaslav Jelovsek pareció decidirse a contar la verdad. Hubo un momento en que dudó entre morir con un enigma en sus labios, o vivir lo suficiente para confesar su historia. ¿Qué importaba si narraba lo sucedido ahora? Nunca habría otra contienda: todo había acabado.
—Vinieron a luchar —dijo; la voz era ahora muy suave—. Popolac y Podujevo. Vienen cada diez años.
—¿A luchar? —se extrañó Judd—. ¿Quiere decir que toda esa gente fue asesinada?
Vaslav sacudió la cabeza.
—No, no. Cayeron. Ya se lo dije.
—Bien, ¿cómo luchaban? —dijo Mick.
—Vayan a las colinas —fue la única respuesta.
Vaslav abrió levemente los ojos. Las caras que se asomaban sobre él estaban exhaustas y enfermas. Habían sufrido, estos inocentes. Merecían alguna explicación.
—Como gigantes —dijo—. Luchaban como gigantes. Construían un cuerpo con sus cuerpos, ¿entienden? El esqueleto; los músculos, el hueso, los ojos, la nariz, los dientes, todo hecho con hombres y mujeres.
—Está delirando —dijo Judd.
—Vayan a las colinas —repitió el hombre—. Vean ustedes mismos la verdad.
—Incluso suponiendo… —comenzó Mick.
Vaslav le interrumpió, impaciente por terminar.
—Eran buenos en el juego de los gigantes. Costó muchos siglos de práctica. Cada diez años la figura se hacía más y más grande. Una siempre ambicionando ser más grande que la otra. Cuerdas para atarlos a todos juntos, impecablemente. Tendones… ligamentos… había comida en su estómago… Había conductos desde los lomos, para recuperar el gasto. Los que tenían mejor vista se situaban en la cuenca del ojo, los que tenían la mejor voz en la boca y en la garganta. No lo creerían, era una maravilla de ingeniería.
—No me lo creo —dijo Judd poniéndose en pie.
—Es el cuerpo del estado —dijo Vaslav tan suavemente que su voz apenas era un susurro—. Es nuestra forma de vivir.
Hubo un silencio. Pequeñas nubes pasaron por encima de la carretera deshaciéndose silenciosas en el aire.
—Era un milagro —dijo. Parecía haberse dado cuenta, por primera vez, de la verdadera grandeza de aquel hecho—. Era un milagro.
Era suficiente. Sí. Ya era bastante.
Dichas estas palabras, cerró la boca y murió.
Mick sintió esta muerte más profundamente que las miles de muertes de las que habían huido; más aún, este momento fue la llave que desencadenó la angustia que sentía por todas ellas.
Mick se sentía incapaz, a primera vista, de saber si aquel hombre había decidido contar una fantasía antes de morir, o si de algún modo la historia era cierta. Su imaginación era demasiado estrecha para aceptar la idea. Le dolía el cerebro tan sólo de pensar en ello, su compasión se hundía bajo el peso de la miseria que padecía.
Se quedaron de pie en la carretera, mientras las nubes pasaban rápidamente con sus vagas, grises sombras avanzando sobre sus cabezas hacia las enigmáticas colinas.
Estaba anocheciendo.
Popolac no podía dar un paso más. Tenía todos los músculos exhaustos. Aquí y allá, a lo largo y ancho de su enorme anatomía, se producían muertes. Pero no había congoja en la ciudad por las células fallecidas. Si los muertos se encontraban en el interior, los cuerpos quedaban colgando de sus arreos. Si formaban parte de la piel de la ciudad, eran desatados de sus posiciones y liberados, para caer en el bosque.
El gigante era incapaz de sentir piedad. No tenía otra ambición que seguir andando hasta morir.
Cuando el sol desapareció en el horizonte, Popolac descansó, sentada sobre un pequeño montículo meciendo su enorme cabeza entre sus vastas manos.
Las estrellas comenzaban a salir, con su habitual prudencia. La noche se aproximaba, vendando con compasión las heridas del día, cegando ojos que habían visto demasiado.
Popolac se puso en pie de nuevo, y comenzó a moverse con un retumbante andar. No pasaría mucho tiempo antes de que la fatiga la venciera; antes de que pudiera yacer en la tumba de algún perdido valle y morir allí.
Todavía debía seguir caminando por un tiempo, cada paso más agónicamente lento que el anterior, mientras el manto negro de la noche iba envolviendo su cabeza.
Mick quería enterrar al ladrón de coches en algún sitio a la entrada del bosque. No obstante, Judd señaló que enterrar un cuerpo podía parecer, bajo la más sensata luz de la mañana, un tanto sospechoso. Además, ¿no era absurdo preocuparse por un solo cuerpo cuando había literalmente miles de ellos yaciendo a pocas millas de donde se encontraban?
Por esta razón, dejaron que el cuerpo quedara tendido en el suelo, y que el coche se hundiera más profundamente en la acequia.
Comenzaron a andar de nuevo.
El frío aumentaba por momentos y estaban hambrientos. Las pocas casas que encontraron en su camino estaban todas desiertas, cerradas, incluso las contraventanas, todas.
—¿Qué quiso decir? —dijo Mick mientras se quedaba mirando otra puerta cerrada.
—Estaba hablando metafóricamente.
—¿Y todo eso de los gigantes?