—Es cruel —dijo Angela.
Tuve que admitirlo: resultaba sádico encerrar a esas criaturas con unas pocas briznas de hierba que mascar y una lata de agua estancada para saciar su sed.
—Extraño, ¿no? —dijo Ray.
—Me he hecho un corte en el pie. —Jonathan estaba sentado sobre una piedra muy lisa contemplando la planta de su pie derecho.
—Hay cristales en la playa —dije, intercambiando una mirada ausente con una de las ovejas.
—Son tan poco expresivas… —dijo Ray—. De la misma pasta que los hombres rectos.
Curiosamente no parecían sentirse tan infelices por su condición, tenían una mirada filosófica. Sus ojos decían: «No soy nada más que una oveja, no aspiro a gustarte, ni a que me cuides, ni a que me protejas si no es por el interés de tu estómago». Ni balaban furiosas ni coceaban con frustración.
No eran más que tres ovejas grises aguardando la muerte.
A Ray había dejado de interesarle el asunto. Volvía despreocupadamente a la playa, pegándole patadas a una lata. Ésta traqueteaba y rebotaba. Me recordó a las piedras.
—Deberíamos liberarlas —dijo Angela.
La ignoré. ¿Qué era la libertad en un lugar como aquél? Ella insistió:
—¿No crees que habría que hacerlo?
—No.
—Morirán.
—Alguien las puso aquí; por alguna razón será.
—Pero van a morir.
—Si las soltamos morirán en la playa. No tienen nada que comer.
—Ya las alimentaremos nosotros.
—Torrijas y ginebra —sugirió Jonathan, sacándose un cristal de la planta del pie.
—No podemos abandonarlas.
—No es asunto nuestro —dije. Se estaba poniendo pesada. Tres ovejas. A quién podía importarle que vivieran o…
Había pensado lo mismo de mí hacía una hora. Las ovejas y yo teníamos algo en común.
Me dolía la cabeza.
—Morirán —gimoteó Angela por tercera vez.
—Eres una puta estúpida —le dijo Jonathan. Hizo el comentario con naturalidad, sin malicia. Era la enunciación de un hecho indiscutible.
No pude evitar sonreír burlonamente.
—¿Qué? —parecía que la hubieran mordido.
—Una puta estúpida —repitió—. PUTA.
Angela enrojeció de rabia y desconcierto y se volvió hacia él.
—Has sido tú quien nos ha dejado aquí tirados —dijo, haciendo una mueca.
La inevitable acusación. Con lágrimas en los ojos. Herida por sus palabras
—Lo hice deliberadamente —dijo él, escupiéndose en los dedos y frotándose el tajo con saliva—. Quería ver si lográbamos abandonarte aquí.
—Estás borracho.
—Y tú eres estúpida. Yo estaré sobrio por la mañana.
Todavía seguían en vigor los viejos argumentos.
Desconcertada, Angela bajó hacia la playa tras Ray, intentando contener las lágrimas hasta que la perdiéramos de vista.
Casi sentí cierta compasión por ella. Cuando la batalla se volvía dialéctica era presa fácil.
—Cuando quieres eres un hijo de puta —le dije a Jonathan; se limitó a mirarme con ojos vidriosos.
—Mejor ser amigos. Contigo no quiero ser un hijo de puta.
—No me asustas.
—Ya lo sé.
La oveja me miraba de nuevo. Le devolví la mirada.
—Jodida oveja —dijo él.
—¡No pueden evitarlo!
—Si tuvieran un poco de decencia, se cortarían sus sucias gargantas.
—Me vuelvo al barco.
—Hijas de mala madre.
—¿Vienes?
Me agarró la mano con firmeza y urgencia, y la retuvo entre las suyas como si no la fuera a soltar nunca. De repente se me quedó mirando.
—No vayas.
—Hace demasiado calor aquí.
—Quédate. Esta piedra es agradable. y cálida. Túmbate. Esta vez no nos interrumpirán.
—¿Te enteraste tú? —dije.
—¿Te refieres a lo de Ray? Claro que me enteré. Pensé que le estábamos ofreciendo todo un espectáculo.
Me atrajo hacia sí con fuerza, recogiéndome el brazo con las manos como si tirara de una cuerda. Su olor me devolvió a la cocina, a su ceño, su declaración susurrada («Te quiero»), su separación silenciosa.
Déjà vu.
Sin embargo, ¿qué otra cosa se podía hacer en un día como aquél más que dar vueltas al mismo círculo tedioso, como las ovejas en el redil? Vueltas y más vueltas. Respirar, hacer el amor, comer, cagar.
La ginebra le había bajado hasta la ingle. Hizo todo lo que pudo, pero no tuvo éxito. Era como tratar de enhebrar espaguetis.
Exasperado, se despegó de mí.
—Joder, joder, joder.
Palabras sin sentido. Cuando se repiten muchas veces pierden su significado, como todo. No significan nada.
—No importa —dije.
—Que te den por culo.
—De verdad que no importa.
No me miró, sólo se observaba la polla. Si hubiera tenido en ese momento un cuchillo en la mano, creo que se la habría cortado y la habría depositado sobre la roca caliente, como un tributo a la esterilidad.
Lo dejé estudiándose y volví paseando al
Emmanuelle.
Algo extraño me llamó la atención. Algo que no había visto nunca. Las moscas azules, en vez de saltar a mi paso, se dejaban aplastar. Algo letárgico o suicida. Se quedaban posadas sobre las piedras calientes y reventaban bajo mis pies; sus pequeñas vidas bulliciosas se desvanecían como tantas otras luces.
La niebla estaba desapareciendo por fin y, al recalentarse el aire, la isla reveló una nueva y desagradable jugarreta: el olor. La fragancia era tan saludable como la de una habitación llena de melocotones podridos; densa y asfixiante. Se colaba a través de los poros por las ventanas de la nariz como un jarabe. Y, bajo aquella dulzura, había algo más, bastante menos agradable que los melocotones, frescos o podridos. Un olor como el de un sumidero atascado con carne rancia, como los canalillos de un matadero, apelmazados con sebo y sangre coagulada. Me imaginé que serían las algas, aunque nunca había olido nada en ninguna otra playa que pudiera igualar este hedor.
Estaba a mitad de camino del
Emmanuelle,
tapándome la nariz al pisar las franjas de algas podridas, cuando oí detrás de mí el ruido de un pequeña ejecución. El grito de Jonathan, de júbilo satánico, casi ahogaba el patético quejido de la oveja al morir; comprendí instintivamente lo que aquel borracho hijo de puta acababa de hacer.
Me di la vuelta girando sobre mis talones en el cieno. Era sin duda demasiado tarde para salvar a una de las bestias, pero quizá pudiera evitar que masacrara a las otras dos. No logré ver el redil; estaba oculto por las piedras, pero pude oír los alaridos triunfales de Jonathan y el ruido sordo, ensordecedor, de sus golpes. Sabía lo que iba a ver antes de presenciar la escena.
El césped gris verdoso se había vuelto rojo. Jonathan estaba en el redil con la oveja. Las dos supervivientes embestían enloquecidas, balando de terror, mientras Jonathan se erguía sobre la tercera oveja, empalmado. La víctima se había derrumbado parcialmente, con las patas delanteras como palos que se balanceaban bajo su cuerpo y las patas traseras rígidas ante la inminencia de la muerte. Su cuerpo se estremecía con espasmos nerviosos y sus ojos mostraban más lo blanco que lo marrón. Tenía la parte superior del cráneo despedazada casi enteramente y los sesos, al aire, atravesados por astillas de su propio hueso y reducidos a papilla por el pedrusco redondo que Jonathan aún empuñaba. Mientras lo observaba vi que incrustaba una vez más el arma en aquella cazuela de sesos. Salieron disparados grumos de tejido en todas las direcciones, salpicándome de sangre y materia caliente. Jonathan parecía un lunático salido de una pesadilla (cosa que en ese momento, supongo, era). Su cuerpo desnudo, antes blanco, estaba teñido como el delantal de un carnicero después de una dura jornada de descuartizar en el matadero. Era más la cara de la oveja ensangrentada que la suya propia…
El animal propiamente dicho estaba muerto. Sus patéticas quejas se habían apagado definitivamente. Se desplomó cómicamente, como un personaje de dibujos animados, rasgándose una oreja con el alambre. Jonathan observó cómo caía. Bajo la sangre se le dibujaba una sonrisa burlona. Aquella sonrisa suya que valía para tantos propósitos. ¿No era ésa la sonrisa con la que encandilaba a las mujeres? ¿La misma sonrisa con que les hablaba de lascivia y amor? Ahora, por fin, la utilizaba para lo que estaba hecha: era la sonrisa boquiabierta del salvaje satisfecho con el pie sobre su presa, una piedra en una mano y su virilidad en la otra.
A medida que recuperaba el juicio se le fue borrando aquella sonrisa.
—¡Jesucristo! —dijo, y de su abdomen le subió por el cuerpo una oleada de repulsión. Pude ver claramente cómo se le contraían las tripas en un ataque de náuseas que le obligó a agachar la cabeza, y devolvió sobre el césped la ginebra y las torrijas a medio digerir.
No me moví. No quería confortarle, calmarle, consolarle. Sencillamente no podía hacer nada por él.
Me di la vuelta.
—Frankie —dijo, con la garganta atorada de bilis.
No fui capaz de volverme para mirarle. No se podía hacer nada por la oveja, estaba muerta y bien muerta; lo único que yo quería era huir del pequeño cerco de piedras y borrar de mi cabeza aquella imagen.
—Frankie.
Empecé a caminar tan rápido como podía por un terreno tan escabroso, bajando hacia la playa y tratando de volver a la relativa cordura del
Emmanuelle.
El olor era ahora más intenso. Me llegaba a la cara desde el suelo en oleadas inmundas.
Horrible isla. Vil, apestosa, enloquecida isla.
Lo único que sentía era odio mientras bajaba dando traspiés por entre la hierba y las inmundicias. El
Emmanuelle
ya no estaba lejos.
Entonces se oyó un repiqueteo de guijarros, como antes. Me detuve balanceándome insegura sobre el lomo de una piedra lisa y miré a la izquierda, donde un guijarro cayó rodando hasta detenerse. Cuando se paró, otro guijarro más grande, de unos veinte centímetros de ancho, pareció salir espontáneamente de su lugar de descanso y bajó rodando hacia la playa, golpeando a sus vecinas y desencadenando un nuevo éxodo en dirección al mar. Fruncí el entrecejo: y me zumbó la cabeza.
¿Es que había algún tipo de animal —un cangrejo quizá— bajo la playa, moviendo las piedras? ¿O era que de alguna manera el calor les insuflaba vida?
Otra vez: una piedra más grande…
Seguí andando mientras detrás de mi continuaban el repiqueteo y el traqueteo. Una pequeña cascada seguía de cerca a la anterior formando una percusión casi sin fisuras.
Inexplicablemente, sin motivo real, empecé a tener miedo.
Angela y Ray estaban tomando el sol en la cubierta del
Emmanuelle.
—Otro par de horas y podremos empezar a levantar el culo de esta puta —dijo él, bizqueando al mirarme.
Al principio pensé que se refería a Angela, pero luego me di cuenta de que estaba hablando de sacar el barco a flote.
—Mientras tanto podemos tomar el sol —dijo, dedicándome una sonrisa poco convencida.
—Sí.
Angela o estaba dormida o me ignoraba. Fuera por lo que fuese me venía de perlas.
Me dejé caer pesadamente sobre la cubierta a los pies de Ray y dejé que el sol me empapara. Las motas de sangre que tenía en la piel se habían secado, como pequeñas costras. Me las arranqué distraídamente y escuché el ruido de las piedras y el chapoteo del mar.
Detrás de mí alguien pasaba hojas. Miré a mi alrededor. Ray, que era incapaz de permanecer quieto demasiado tiempo, tamborileaba en un libro sobre las Hébridas que se había traído de la biblioteca de casa.
Mi madre siempre decía que mirar directamente al sol hacía un agujero en el fondo de los ojos, pero el sol estaba allá arriba, caliente y vivo, y yo quise mirarlo de frente. Tenía un escalofrío dentro de mí —no sé de dónde venía—, un escalofrío en la tripa y entre las piernas que no desaparecía. Quizá tendría que disiparlo mirando al sol.
Divisé a Jonathan por la playa, bajando de puntillas hacia el mar. Desde esa distancia la mezcla de sangre y piel blanca le daba el aspecto de un monstruo moteado. Se había quitado sus pantalones cortos y estaba acuclillado en la orilla lavándose los restos de la oveja.
Luego oí la voz tranquila de Ray:
—¡Oh Dios! —dijo, quitándole importancia de tal manera que adiviné que las noticias no podían ser muy buenas.
—¿Qué ocurre?
—He descubierto dónde estamos.
—Bien.
—No, nada de bien.
—¿Por qué? ¿Qué pasa? —Me incorporé, volviéndome hacia él.
—Está aquí, en el libro. Hay un párrafo sobre este lugar.
Angela abrió un ojo.
—¿Y bien? —dijo.
—No es solamente una isla. Es un túmulo mortuorio.
El escalofrío de entre mis piernas se avivó, se hizo inmenso.
El sol no quemaba lo suficiente como para llegarme tan profundamente, justo donde más caliente debería estar.
Aparté la mirada de Ray y la dirigí de nuevo a la playa. Jonathan seguía lavándose, echándose agua por el pecho. Las sombras de las piedras parecieron de repente más negras y densas, con los filos clavados en las caras vueltas de…
Al ver que miraba en su dirección, Jonathan me hizo señas con la mano.
¿Podía ser que hubiera cadáveres bajo aquellas piedras? ¿Enterrados cara al sol como los turistas en una playa de Blackpool?
El mundo es monocromo. Sol y sombra. Los lomos de las piedras blancos y sus vientres negros. La vida por encima, la muerte por debajo.
—¿Un cementerio? —dijo Angela—. ¿Qué tipo de cementerio?
—De muertos de guerra —contestó Ray.
Y Angela:
—¿A qué te refieres, a los vikingos o algo parecido?
—De la primera y la segunda guerra mundial. Soldados de buques de transporte torpedeados, marinos naufragados. Arrastrados hasta aquí por la Corriente del Golfo; por lo visto, la corriente hace un embudo al pasar por los estrechos y los deposita en las playas de las islas que hay por estos contornos.
—¿Los deposita? —dijo Angela.
—Eso es lo que dice.
—Eso sería antes.
—Estoy seguro de que aún queda enterrado aquí algún que otro pescador —replicó Ray.
Jonathan se había levantado, limpio de sangre, y oteaba el mar. Con la mano haciendo visera sobre sus ojos miraba el agua azul grisácea, y seguí su mirada como antes había seguido su dedo. Unos cien metros más allá, la foca, o ballena, o lo que fuera, había regresado y estaba tendida sobre el agua. A veces, cuando se volvía, levantaba una aleta, como el brazo de un nadador haciendo señas.