—Baja la voz —le ordenó Brendan, y los condujo hacia el sendero.
No estaba completamente a oscuras: desde Arehway Road llegaban vestigios de iluminación. Pero como se filtraba a través de la densa mata de arbustos, el sendero quedaba de todos modos sumido en las sombras. A duras penas Karney lograba verse la mano delante de la cara. Sin duda, la oscuridad disuadiría hasta al más confiado de los peatones de utilizar el sendero. Cuando habían subido mas de la mitad del trayecto, Brendan hizo detener al grupo.
—Ésta es la casa —anunció.
—¿Estas seguro? — inquirió Catso.
—He contado los jardines. Es ésta.
La cerca que marcaba el final del jardín se encontraba en un estado deplorable; Brendan no tuvo más que manipularla brevemente —los ruidos quedaron cubiertos por el rugido de un camión rezagado que pasaba por el asfalto de más abajo— para que pudieran entrar sin problemas. Brendan avanzó por la maraña de zarzas que crecían exuberantes en el fondo del jardín; Catso fue tras él blasfemando cada vez que se pinchaba. Brendan lo mandó callar con otra maldición y luego regresó hasta donde estaba Karney.
—Vamos a entrar. Silbaremos dos veces cuando hayamos salido. ¿Te acuerdas de las señales?
—No es imbécil. ¿Eh, Karney? Lo hará bien. ¿Vamos a entrar o no?
Brendan no dijo una palabra más. Las dos figuras navegaron por las zarzas y subieron hasta alcanzar el jardín propiamente dicho. Cuando llegaron al césped y salieron de las sombras de los árboles, resultaron visibles como dos siluetas grises recortadas contra la casa. Karney los observó mientras avanzaban hacia la puerta trasera, y oyó el ruido que hizo ésta cuando Catso —el de dedos más ágiles— forzó la cerradura; luego, el duo entró en la casa. Y Karney se quedó solo.
No del todo solo. Todavía tenía a los compañeros de la cuerda. Miró hacia ambos lados del sendero; sus ojos se acostumbraron poco a poco a la penumbra color sodio. No vio ningún peatón. Satisfecho, sacó los nudos del bolsillo. Sus manos eran como fantasmas; apenas lograba ver los nudos. Pero prácticamente sin que los guiara la conciencia, sus dedos reanudaron la investigación, y por raro que pareciera, logró captar mejor el problema en unos segundos de ciega manipulación que en todas las horas precedentes. Sin poder utilizar la vista, se guió puramente por el instinto y obró maravillas. De nuevo tuvo la fantástica sensación de que el nudo tenía vida propia, como si fuera cada vez más un agente de su propio desatarse. Animado por la alegría de la victoria, deslizó sus dedos por el nudo con una precisión inspirada, encontrando justamente los hilos que debía manipular.
Volvió a echar un vistazo al sendero, para asegurarse de que estuviera vacío, y luego miró hacia la casa. La puerta estaba abierta, y no había señales ni de Catso ni de Brendan. Se concentró otra vez en el problema que tenía entre manos; estuvo a punto de echarse a reír al comprobar la facilidad con que de repente se desataba el nudo.
Sus ojos, iluminados quizá por el entusiasmo creciente, habían comenzado a jugarle una mala pasada. Unos destellos de color —extraños y de tonos innombrables— se encendieron ante él; se originaban en el corazón del nudo. La luz le iluminó los dedos a medida que trabajaban, y se volvieron translúcidos. Vio las terminaciones nerviosas, brillantes con una sensibilidad nueva, los huesecillos de los dedos, visibles hasta la médula. Entonces, tan repentinamente como habían surgido, los colores se apagaron, dejando a sus ojos embrujados en la oscuridad hasta que volvieron a encenderse.
El corazón comenzó a latirle en los oídos. Presintió que solo tardaría unos segundos en desatar el nudo. Los hilos entrelazados se iban separando; sus dedos se convirtieron en juguete de la cuerda, y no al revés. Abrió unas lazadas para pasar los otros dos nudos, tiró y tiró; lo hizo todo a instancias de la cuerda.
Volvieron los colores, pero esta vez sus dedos eran invisibles y en cambio logró ver una cosa brillar en las dos últimas vueltas del nudo. La forma se retorcía cual pez en la red y aumentaba con cada vuelta que él deshacía. Los latidos de la cabeza redoblaron su ritmo. A su alrededor, la atmósfera se había vuelto casi pegajosa, como si estuviera hundido en el barro.
Alguien silbó. Sabía que la señal tenía un significado, pero no logró recordar cuál era. Había demasiadas distracciones: el aire espeso, la cabeza que le latía, el nudo que se desataba solo en sus manos indefensas mientras la figura de su centro —sinuosa y brillante— se hinchaba y se revolvía.
Hubo otro silbido. Esta vez su urgencia lo sacó del trance. Levantó la vista. Brendan ya estaba atravesando el jardín y Catso le seguía a escasa distancia. Karney sólo tuvo un momento para registrar su aparición antes de que el nudo iniciara la fase final de su resolución. La última lazada se soltó, y la forma que se encontraba en su centro saltó a la cara de Karney, creciendo a un ritmo exponencial. Se apartó instintivamente para no perder la cabeza y la cosa pasó disparada junto a él. Asombrado, tropezó con la maraña de zarzas y cayó en un lecho de espinas. Arriba, el follaje se agitaba como si soplara un ventarrón. Le llovieron hojas y ramitas. Miró hacia arriba, a las ramas, e intentó divisar la forma, pero se había perdido de vista.
—¿Por qué no contestaste, idiota? — preguntó Brendan—. Creímos que te habías pirado.
Karney apenas se había percatado de la presencia agitada de Brendan; siguió buscando en el dosel de árboles que tenía encima de la cabeza. El hedor de barro helado le llenó la nariz.
—Será mejor que te muevas —le sugirió Brendan, trepando a la cerca rota y saltando al sendero.
Karney se esforzó por ponerse en pie, pero las espinas de las zarzas le impidieron ir de prisa porque se le enganchaban en el pelo y la ropa.
—¡Mierda! — oyó murmurar a Brendan desde el extremo opuesto de la cerca—. ¡La policía está en el puente!
Catso había llegado al final del jardín.
—¿Qué haces ahí abajo? — le preguntó a Karney.
—Ayúdame —dijo éste levantando la mano.
Catso le aferró de la muñeca y en ese momento Brendan siseó:
—¡La policía! ¡Moveos!
Catso soltó a Karney, se agacho y pasó por debajo de la cerca para seguir a Biendan, Archway Road abajo. Mareado, Karney tardó unos segundos en darse cuenta de que la cuerda con los nudos restantes le había desaparecido de la mano. No se le había caído, estaba seguro de eso. Lo más probable era que lo hubiese abandonado deliberadamente, y su única oportunidad la había tenido cuando Catso lo aferró de la muñeca. Extendió los brazos para agarrarse de la cerca desmoronada y ponerse de pie. Tenía que advertirle a Catso de lo que había hecho la cuerda, hubiera o no policía. En aquel paraje merodeaba algo peor que la ley.
Al bajar el sendero a toda carrera, Catso ni siquiera notó que los nudos habían logrado abrirse paso hasta su mano; estaba demasiado preocupado por huir. Brendan ya había huido por Archway Road. Catso echó una mirada por encima del hombro para comprobar si la policía lo seguía. No había señales de ellos. Incluso aunque comenzaran a perseguirlo ahora, no lograrían cazarlo. Pero quedaba Karney. Catso aminoró la marcha y luego se detuvo mirando hacia el sendero para comprobar si el muy idiota daba señales de seguirlo, pero ni siquiera había logrado saltar la cerca.
—Maldita sea —masculló.
¿Debería volver sobre sus pasos e ir en su busca?
Mientras titubeaba en el ensombrecido sendero, advirtió que lo que había tomado por un ventarrón entre los árboles había desaparecido repentinamente. El silencio lo dejó perplejo. Apartó la vista del sendero para observar el dosel de ramas; sus ojos asombrados se posaron en la forma que se arrastraba hacia él, llevando consigo el hedor del barro y la descomposición. Lentamente, como en un sueño, levantó las manos para impedir que la criatura lo tocase, pero lo alcanzó con sus miembros húmedos y helados y lo levantó.
Karney, que estaba trepando a la cerca, vio a Catso elevarse y desaparecer entre los árboles. También vio cómo sus piernas pedaleaban en el aire al tiempo que los artículos robados caían de sus bolsillos y saltaban sobre el sendero hacia Archway Road.
Entonces, Catso aulló, y sus piernas colgantes comenzaron a moverse enloquecidas. En lo alto del sendero, Karney oyó gritar a alguien. Un policía que hablaba con otro, supuso. Acto seguido, oyó el sonido de una carrera. Levantó la vista hacia Hornsey Lane —los oficiales aún no habían alcanzado lo alto del sendero— y luego volvió a mirar en dirección a Catso, justo a tiempo para ver cómo caía su cuerpo del arbol. Se desplomó en el suelo, inmóvil, y no tardó en ponerse de pie. Catso volvió a mirar hacia el sendero y hacia Karney. La expresión de su rostro, incluso en la oscuridad, era la de un loco. Entonces echó a correr. Contento de que Catso tuviera una ventaja inicial, Karney saltó de nuevo la cerca justo cuando dos policías aparecían en lo alto del sendero y comenzaban a perseguir a Catso. Todo aquello —el nudo, los ladrones, la persecución, el grito y demás—ocupó unos pocos segundos, durante los cuales Karney no había osado respirar siquiera. Ahora yacía sobre una almohada espinosa de zarzas y boqueaba como un pescado, mientras al otro lado de la cerca la policía bajaba por el sendero gritándole al sospechoso.
Catso apenas oyó sus órdenes. No huía de la policía, sino de la cosa fangosa que lo había levantado para mostrarle su cara chancrosa y cortajeada. Al llegar a Archway Road, el temblor se apoderó de sus piernas. Si le fallaban las piernas, tenía la certeza de que la cosa volvería a buscarlo y posaría los labios sobre los suyos como antes. Pero esta vez no tendría fuerzas para gritar; le chuparía el aliento hasta quitarle de los pulmones la ultima gota de aire. Su única esperanza era interponer distancia entre él y su atormentador. Sin que la respiración de la bestia abandonara sus oídos, escaló la calzada hacia el sur. A medio camino advirtió su error. El horror lo había vuelto ciego a los demás peligros. Un Volvo azul —la boca de su chófer una O perfecta— lo dejó paralizado. Fascinado, quedó atrapado ante los faros como un animal; instantes después recibió un golpe súbito que lo arrojó al otro lado de la calzada, bajo las ruedas de un camión con remolque. El segundo chófer no tuvo ocasión de esquivarlo; el impacto abrió a Catso y lo lanzó bajo las ruedas.
En el jardín, allá en lo alto, Karney oyó el pánico de los frenos y al Policía, en el fondo del sendero, exclamar:
—¡Dios me libre y me guarde!
Esperó unos segundos y luego espió desde su escondite. El sendero estaba desierto tanto en lo alto como en la parte baja. Los árboles estaban en calma. Desde el camino de abajo le llegó el sonido de una sirena y el grito de los oficiales ordenando a los coches que se detuvieran. Algo más cerca, alguien sollozaba. Aguzó el oído durante unos instantes, intentando descifrar el origen del llanto, hasta que se dio cuenta de que era él quien lloraba. Con lágrimas o sin ellas, el clamor exigía su atención. Algo terrible había ocurrido, y tenía que comprobar qué era. Pero tenía miedo de pasar por la doble hilera de árboles, porque sabía lo que allí acechaba; se quedó quieto, mirando hacia las ramas, intentando localizar a la bestia. No había ruidos ni movimientos; los árboles estaban tan quietos que parecían muertos. Ahogando sus temores, salió de su escondite y comenzó a bajar por el sendero sin despegar los ojos del follaje para comprobar hasta la menor señal de la presencia de la bestia. La multitud fue aumentando y oyó sus murmullos. Se le ocurrió pensar en un muro de personas; a partir de ese momento tendría que ocultarse. Los hombres que habían visto milagros debían hacerlo.
Había llegado al lugar donde Catso se había elevado hacia los árboles; un montón de hojas y cosas robadas lo indicaban. Los pies de Karney desearon ser ligeros, recogerlo todo y alejarse a toda velocidad de aquel lugar, pero un instinto perverso lo obligaba a ir despacio. ¿Acaso quería tentar a la criatura del nudo para que le mostrara la cara? Mejor enfrentarse a ella ahora, en toda su asquerosidad, que vivir con el temor a partir de entonces, bordando su rostro y sus poderes. Pero la bestia se mantuvo oculta. Si todavía seguía en el árbol, no movió ni una uña.
Algo se retorció debajo de su pie. Karney bajó la vista y allí, casi perdida entre las hojas, estaba la cuerda. Al parecer Catso no había sido considerado digno de llevarla. Después de haber revelado algunos datos de su poder, no hizo esfuerzo alguno por aparentar ser algo natural. Se retorció en la grava como una serpiente en celo, echando hacia atrás la cabeza anudada para llamar la atención de Karney. Quiso pasar por alto sus cabriolas, pero le fue imposible. Sabía que si él no la recogía, con el tiempo lo haría algún otro: una víctima, como él, de la manía de resolver enigmas. ¿Adónde conduciría esa inocencia sino a otra huída más terrible que la primera? No, lo mejor era que recogiera la cuerda con los nudos. Al menos él conocía su potencial y en consecuencia se encontraba prevenido. Se agachó, y al hacerlo, la cuerda saltó a sus manos, enroscándose en sus dedos con tanta fuerza que casi le hizo gritar.
—Hija de puta.
La cuerda se enrolló en su mano, enlazándosele entre los dedos, extasiada por la bienvenida. Levantó la mano para observar mejor su actuación. De repente, la inquietud por los acontecimientos de Archway Road había desaparecido milagrosamente, se había evaporado. ¿Que importaban esas preocupaciones menores? No eran más que la vida y la muerte. Sería mejor que huyera ahora que tenía ocasión.
Por encima de su cabeza se sacudió una rama. Aparto la vista de los nudos y miró al árbol. Recuperada la cuerda, aquella trepidación, al igual que sus temores, se había evaporado.
—Muéstrate —dijo—. No soy como Catso, no tengo miedo. Quiero saber lo que eres.
Desde el camuflaje de hojas, la bestia acechante se inclino hacia Karney y exhaló una sola bocanada de aire helado. Olía como el río cuando había marea baja, a vegetación putrefacta. Karney se disponía a preguntarle qué era, cuando advirtió que la exhalación era la respuesta de la bestia. Todo lo que podía decir de su condición estaba contenido en esa bocanada de aire amargo y rancio. Para ser una respuesta no carecía de elocuencia. Angustiado por las imágenes que despertó, Karney se alejó del lugar. Tras sus ojos se movían unas formas heridas y lentas, envueltas por una oleada de mugre.
A escasa distancia del árbol se rompió el hechizo del aliento y Karney bebió el aire contaminado del camino como si fuera la brisa clara y limpia de los albores del mundo. Le dio la espalda a las agonías que presentía, metió la mano envuelta en la cuerda en el bolsillo, y comenzó a subir por el sendero. Detrás de él, los árboles volvieron a quedarse quietos.