Authors: Graham Brown
—¡Vaya un modo jodido de tratar a un hombre! —dijo Verhoven, escupiendo para enfatizar el comentario—: una boya para mantenerlo a flote, y un peso para hacer que las piernas estén abajo. El chico debió de cabrear mucho a algún jefe.
Roemer parecía disgustado:
—Malditos nativos —espetó.
En aquel momento, McCarter se había colocado junto al doctor Singh.
—Es verdad: los hombres civilizados nunca hacen cosas como ésta.
Roemer iba a contestarle, pero una severa mirada de Verhoven le contuvo, y McCarter se arrodilló junto a Singh, para ayudarle a examinar el cuerpo. Estudiaron el bramante allá donde rodeaba las muñecas: había algo de decoloración, pero poca indicación de roce o fricción.
—Lo mataron primero, y luego lo ataron —comentó Verhoven—. Parece un extraño modo en que hacer las cosas.
—Bueno, parece que también lo han atacado unas garras —añadió Roemer, señalando a los largos cortes paralelos—. Quizá lo matasen y luego lo atasen para entregárselo a los animales como una especie de ofrenda.
McCarter agitó la cabeza:
—Jamás he oído que una tribu amazónica hiciese algo así. Además, si un animal le hizo eso supongo que también se lo habría comido, ¿no?
Danielle, en silencio, no estaba de acuerdo: a menudo, los comerciantes con los que Moore y ella habían hablado les habían contado historias acerca de las diferentes tribus, muchas de ellas demasiado inverosímiles y absurdas como para poder creerlas. Quizá fuera echarle algo de sabor local para que aquellos extranjeros se decidiesen a comprarles sus chucherías; pero, verdaderamente, muchos de ellos les tenían miedo a los
chollokwan
, y las historias sobre ellos siempre parecían incluir extrañas mutilaciones como aquéllas: cuerpos quemados… empalados y quemados; hombres que cazaban a hombres en conjunción con las bestias de la selva. Los hombres de las sombras, la peste, los hombres que sabían de los Indele.
Mientras miraba a aquel redondo rostro nativo, pensó en Dixon y su pelotón perdido. Se pregunto si no hallaría más adelante a aquellos hombres, mutilados y flotando en algún punto del río. Esperaba que no, por muchas razones. Pero en el mismo momento en que Danielle proyectaba hacia adelante el significado del incidente, los demás estaban sobreponiéndose al sobresalto inicial del descubrimiento y dando paso a una morbosa curiosidad. Varias teorías empezaron a circular, y de repente el doctor Singh vio cómo el lugar en donde él estaba quedaba atestado por aquellos que pensaban que tenían que dar una mirada más de cerca.
Tras varios minutos, incluso Hawker se adelantó. Estudió el cuerpo solo un momento.
—Muy bonito —dijo, y luego se volvió hacia Devers—. ¿Puede usted decirnos de qué tribu es?
El muerto estaba desnudo, sin ninguna señal que lo identificase, ni siquiera adornos.
—No —le contestó Devers—. ¿Por qué?
Hawker señaló con la cabeza hacia la distancia, por delante de ellos.
—Porque alguien parece tan interesado en él como lo estamos nosotros…
Danielle alzó la vista y vio a un trío de canoas nativas que estaban llegando hasta ellos, remando a un ritmo frenético. Iban dos hombres en cada bote, bogando furiosamente, al tiempo que gritaban. Su ritmo y sus gritos estaban llenos de una loca furia, toda ella dirigida contra el
Ocana
y sus boquiabiertos ocupantes.
Danielle contempló las canoas que se acercaban. Seis hombres en unos pequeños botes no eran demasiada amenaza, pero estaban muy enfadados y la precaución exigía que estuviera preparada. Se volvió hacia Carlos:
—Ponga en marcha el motor.
—¿Quiere que nos alejemos de ellos?
—No, quiero hablar con ellos. Pero esté preparado —miró a Verhoven, que aún estaba sujetando el cuerpo contra el costado del
Ocana
.
—Suéltelo.
Verhoven le dio al cadáver un empujón, y éste se dirigió lentamente hacia la popa de la embarcación y luego río abajo, con el pacífico fluir de la corriente. Por delante de ellos las canoas estaban acercándose y ni la intensidad de los gritos ni la de las paladas había disminuido.
—Asegúrese de tener sus armas a mano —dijo Danielle.
Verhoven sonrió:
—Siempre están a mano.
Se volvió hacia Devers:
—¿Son chollokwan?
Devers sólo dudó un momento.
—No creo —dijo—. Algunas de las palabras son en portugués; los
chollokwan
sólo hablan
chokawa
. Además, éste es el territorio de los
nuree
.
Danielle se relajó un tanto: los
nuree
no eran una amenaza tan grande como podían ser los
chollokwan
. Eran una tribu en transición, atrapados entre el viejo y el nuevo mundo. Aún cazaban con cerbatanas y con lanzas, pero a veces remaban río abajo para comerciar, vendiendo pieles y comprando telas, anzuelos y cigarrillos. No eran tenidos por violentos. E incluso, con una adecuada forma de persuasión, podían ser de ayuda.
Las canoas fueron perdiendo velocidad al acercarse y cesaron los gritos, quizá porque habían soltado el cuerpo, pero más probablemente porque los nativos habían visto a Verhoven y sus hombres, con sus rifles.
—Averigüe qué quieren.
Devers fue a la proa del barco y les habló a los hombres en la lengua
nuree
. Le respondieron a gritos, en una mezcolanza de sonidos.
—Nos preguntan por qué hemos tocado al muerto —tradujo Devers—. Dicen que ése está maldito, y que no hay que acercarse a él
—Pregúnteles quién es —le dijo Danielle—. Y por qué lo mataron.
Devers hizo las preguntas y uno de los
nuree
le contestó, luego él tradujo la respuesta:
—Dicen que ellos no lo mataron.
—Entonces, ¿por qué está en el río? —quiso saber Danielle—. ¿Por qué está atado así?
Esta vez contestó otro miembro de la tribu, alargándose en la respuesta.
—Ese hombre tiene algún parentesco con el muerto —explicó Devers—. Creo que era su sobrino. Hace diez días se fueron río arriba de cacería, pero no encontraron animales, así que continuaron, hasta que llegaron a un lugar al que no deberían haber ido, a un lugar prohibido. El tío se lo advirtió al sobrino, pero el joven no le escuchó, y continuó adelante, mientras el hombre mayor regresaba.
Otro de los nativos habló.
—Es un lugar abandonado —tradujo Devers—, abandonado por la vida, ir ahí es como llamar a la muerte. Llamar a los Indele. La mayoría de los que son tan estúpidos como para hacerlo jamás regresan. Algunos han vuelto así, flotando en el río: les han arrancado su espíritu.
Se tocó el pecho, donde habían visto los dos grandes orificios.
—Arrastran las piedras para que les mantengan alejados de la orilla y están atados al tronco para mostrar su castigo. Incluso a veces dan ese trato a algunos animales. Son los espíritus quienes los mandan de vuelta. Malditos y aborrecidos. Ni siquiera los pájaros o las pirañas se los comen…
Mientras escuchaba la traducción, Danielle se dio cuenta de que el cuerpo no había sido tocado por los carroñeros de la selva o del río. Cosa extraña, porque en la selva húmeda había mucha competencia por la comida. Y aún más extraño era que, si aquel hombre estaba diciendo verdad, el cuerpo llevaba en el agua varios días, y no menos de veinticuatro horas como había calculado el doctor Singh.
A su lado, Verhoven se echó a reír.
—Vaya cosas, así que los espíritus usan cuerda hoy en día, ¿eh?
Danielle le ignoró:
—¿Qué más?
—Dice que sólo los ojos oscuros van a esas tierras, los que controlan a los Indele. Supongo que se debe de referir a los
chollokwan
. Dice que matan a todos los que van allí, o hacen que los Indele los maten por ellos. En cualquier caso dice que, cuando se separaron, él supo que su sobrino no iba a volver con vida. Lo salió a buscar cada día y, esta mañana, uno de los chicos del poblado vio el cuerpo flotando en el agua. Nadie debe tocarlo.
Danielle consideró la situación. Otra vez los Indele. La misma leyenda que había oído contar a Culaco. Debían de estar cerca de la zona que buscaban. Probó suerte:
—Pregúntele si nos puede llevar a donde se separó de su sobrino. Dígale que estamos buscando ese lugar de los espíritus.
—Los
nuree
insisten en que la muerte mora allí. Cosas malditas salen de las sombras de aquel lugar, hay que dejarlas tranquilas.
Otro nativo añadió algo.
—Todos aquellos que van allí serán tomados. Nunca regresarán, excepto a modo de advertencia, como ése —tradujo Devers, mientras el rostro del hombre se tornaba más severo y señalaba al grupo del NRI—. Es por eso por lo que el cuerpo ha aparecido hoy —continuó Devers—. Es una advertencia que ha sido enviada para nosotros. Para que elijamos otro camino.
Dicho eso, los nativos empezaron a discutir entre ellos. Palabras excitadas volando en una y otra dirección por sobre las canoas, todas ellas demasiado rápidas y entrecortadas, como para que Devers las pudiese traducir; pero tras un momento el resultado quedó claro: los
nuree
seguían adelante. Hincaron sus remos en el río: eran paladas poderosas que agitaban el agua en profundos remolinos. Rodearon al
Ocana
y se dirigieron río abajo, en dirección al cadáver flotante.
Danielle solicitó una explicación.
—Parece ser que ya estamos malditos —le dijo Devers—, o tal vez somos demasiado estúpidos como para seguir perdiendo el tiempo con nosotros.
Tras ellos, Culaco se echó a reír. Ya había oído todo aquello en su anterior expedición:
—Para los
nuree
—explicó— todo está maldito: los árboles, la espuma del agua, un tronco que flota con el extremo malo primero… todo es mortal, todo está maldito.
Danielle se volvió hacia su intérprete:
—¿Qué cree que realmente sucedió?
Devers se encogió de hombros:
—El lugar que estamos buscando está río arriba. Allá es donde Blackjack Martin se topó con nuestros amigos los
chollokwan
. Ya le he dicho que son violentos. Probablemente es de su territorio de lo que tienen miedo esos tipos. A decir verdad, también yo pensaría que el lugar está maldito, si cada vez que uno de mi pueblo fuese allí regresara de ese modo…
—Los
chollokwan
—repitió Danielle—. Miró río arriba: en algún punto de por allí delante entrarían en el territorio chollokwan.
—Tal como ha dicho ese tipo, es una advertencia —dijo Devers—, y, por extraño que suene, creo que deberíamos tomárnosla como tal.
Danielle asintió con la cabeza, y le dijo a Carlos:
—Movámonos.
Cuando el motor se puso a retumbar bajo cubierta, McCarter se situó junto a Danielle.
—Al parecer, hoy es el día de las advertencias.
—¿Qué quiere decir?
—Susan y yo hemos estado estudiando la piedra que le dio Culaco, creemos que sabemos lo que representa el otro glifo. Es un búho de una sola pata, un gran pájaro deforme que sembraba el terror en el espíritu de los mayas.
—¿Y por qué iban a tener miedo de un búho? —preguntó ella—. ¿Qué es lo que representa?
—Es el heraldo del mundo de las profundidades —le explicó McCarter—. El mensajero de la destrucción.
Cuando el
Ocana
giró hacia un tributario más pequeño, marcado por grandes piedras visibles, Culaco dijo que aquel afluente era el Corinda. Señaló a las orillas del estrecho río, que eran diferentes a todo lo que habían visto hasta entonces durante el viaje: aún veían el constante verdor de la selva pluvial alzándose por encima de ellos, pero ese lindero verde había sido echado hacia atrás y reemplazado por una orilla rocosa formada por grandes rocas de lados lisos… eran las primeras rocas al descubierto con las que se topaban, desde hacía cientos de kilómetros. El granito en grandes masas era poco común en el Amazonas, y la mayor parte del mismo se encontraba en el extremo norte, cerca de una formación llamada el Escudo de las Guayanas.
Esas orillas rocosas eran el signo, les dijo Culaco, el único signo que necesitaba: señalaban el final de territorio de los
nuree
y el inicio del arroyo en el que había hallado la piedra cubierta de jeroglíficos. Ufanamente proclamó que podría mostrarles la roca antes del anochecer y que, con un poco de suerte, descubrirían el muro poco después.
Tal como resultaron las cosas, no tuvieron ese «poco de suerte» y, una semana después de haber pasado los rápidos de Corinda, el grupo del NRI seguía buscando por las orillas.
McCarter sabía cuál era el problema:
—La jungla se traga las cosas —explicó—. Hace un centenar de años, ciudades como Palenque, Copán y Tikal estaban tan cubiertas por la vegetación, que los monumentos parecían colinas verdosas: se amontona la tierra, y las hierbas y los árboles crecen en ella. Al cabo, el lugar está cubierto de arriba abajo. Si la dejan a su aire, la jungla regresa poco a poco y, simplemente, recupera el terreno que el hombre le quitó.
Les explicó cómo debían proceder:
—Una cosa que tienen que evitar es ir buscando un producto acabado… un templo o monumento de algún tipo. No van a encontrar eso por aquí, será algo sutil: una pequeña colina que no se adapta al terreno como debería, o un pedazo de roca saliendo por donde no tendría que salir.
Esas habían sido las instrucciones de McCarter, cinco días antes. Desde entonces, habían buscado por la orilla oeste del río, a pie. Caminando y abriéndose camino a machetazos a través del enmarañado follaje, moviéndose lentamente río arriba en una búsqueda sistemática. Todo ello sin resultado, hasta que Polaski había descubierto una piedra cuadrada al borde del río. McCarter la contempló con aire aprobador.
—No está mal para un empollón del STI, ¿eh? —proclamó Polaski.
McCarter sonrió mientras la examinaba. Como en todas partes en el Amazonas, ahora el río estaba bajo; un mes antes la piedra habría estado sumergida bajo tres metros de agua.
—Cierto —aceptó—, no está nada mal.
Miró al cielo: en breve oscurecería. Pensó en llamar a los otros, pero estaban dispersos a lo largo de la orilla del río y, en el cuarto de hora que le llevaría reunirlos perdería la luz que quedaba. Miró hacia arriba por la inclinada orilla: era bastante empinada.
—Probablemente en algún momento cayó rodando, durante un diluvio —miró a Polaski—: Tenemos que subir. Arriba del todo.