Tendré cinco clases al día, cinco días a la semana, y tendré que aprenderme de memoria los nombres de ciento setenta y cinco alumnos, además de los nombres de los que asistirán a una tutoría completa el año que viene, otros treinta y cinco, y tendré que poner un cuidado especial con los estudiantes chinos y coreanos, que dicen con sarcasmo: «No importa que no sepa cómo nos llamamos, señor McCourt, al fin y al cabo todos parecemos iguales.» O pueden tomarlo a risa: «Ah, sí, todos ustedes los blancos parecen iguales también.»
Sé todo esto por el tiempo que pasé de profesor sustituto, pero ahora veo a mis alumnos, los míos propios, entrar en tropel en mi aula este primer día de febrero de 1972, día de Santa Brígida, y te lo pido, Santa Brígida, porque voy a ver a estos chicos cinco días a la semana durante cinco meses, y no sé si estoy a la altura. Los tiempos cambian y se aprecia que estos chicos del Stuyvesant están a mundos y a años de distancia de los primeros que conocí en el McKee. Desde entonces hemos pasado guerras y asesinatos, los dos Kennedy, Martin Luther King, Medger Evers. Los chicos del McKee llevaban el pelo corto o tupés repeinados hacia atrás con brillantina. Las chicas llevaban blusa y falda y permanentes tan rígidas como un casco. Los chicos del Stuyvesant llevan el pelo tan largo que la gente se burla de ellos por la calle: «No se distinguen apenas de las chicas, ja, ja.» Llevan camisas de batik, pantalones vaqueros y sandalias, de modo que nadie se figuraría que proceden de familias acomodadas de todo Nueva York. Las chicas del Stuyvesant llevan sueltos el pelo y los pechos y vuelven locos de deseo a los chicos y se recortan los vaqueros a la altura de la rodilla para dar ese efecto de pobreza sofisticada, porque talmente, ya sabes, están hartas de toda esa porquería de la clase media.
Ah, sí, son más sofisticados que los chicos del McKee porque lo tienen todo hecho. Dentro de ocho meses estarán en las universidades de todo el país, en Yale, en Stanford, en el Instituto de Tecnología de Massachussetts, en Williams, en Harvard, dueños y dueñas del mundo, y aquí en mi aula se sientan donde quieren, charlan, no me hacen caso, me dan la espalda, un profesor más que les estorba en su camino hacia el título y el mundo real. Algunos me miran fijamente como diciéndose: «¿Quién es este tipo?» Se recuestan en sus asientos, se arrellanan y miran por la ventana o por encima de mi cabeza. Ahora tengo que conseguir su atención y eso es lo que digo, «Perdonad, ¿podéis prestarme atención?» Algunos dejan de hablar y me miran. Otros parecen ofenderse por la interrupción y vuelven a darme la espalda.
Mis tres clases de último curso gruñen por el peso del libro de texto que tienen que llevar a cuestas todos los días, una antología de la literatura inglesa. Los de tercer curso se quejan del peso de su antología de la literatura americana. Los libros son suntuosos, están ricamente ilustrados, están pensados para estimular, motivar, iluminar, entretener, y son caros. Yo digo a mis alumnos que llevar libros a cuestas les refuerza la mitad superior del cuerpo y que espero que sus mentes absorban el contenido.
Me miran fijamente con rabia. «¿Quién es este tipo?»
Hay guías pedagógicas tan detalladas y completas que yo no tengo nunca que pensar por mí mismo. Están llenas de la cantidad suficiente de cuestionarios, pruebas, exámenes, para mantener a mis alumnos en un estado constante de tensión nerviosa. Hay centenares de preguntas de respuesta múltiple, de preguntas a las que hay que contestar verdadero o falso, rellenar los espacios en blanco, relacionar la columna A con la columna B, preguntas autoritarias que ordenan al alumno que explique por qué era Hamlet malo con su madre, qué quería decir Keats cuando hablaba de la capacidad negativa, qué quería dar a entender Melville en su capítulo sobre la blancura de la ballena.
Chicos y chicas, estoy preparado para recorrer los capítulos desde Hawthorne hasta Hemingway, desde Beowulf hasta Virginia Woolf. Esta noche debéis leer las páginas indicadas. Mañana las comentaremos. Puede que haya un cuestionario. O puede que no haya un cuestionario. No os arriesguéis. Sólo el profesor lo sabe con seguridad. El martes habrá una prueba. Dentro de tres martes habrá un examen, un examen grande, y, sí, contará. Toda vuestra nota final depende de ese examen. ¿Que también tenéis pruebas de física y de cálculo infinitesimal? Lo siento mucho. Esto es Lengua Inglesa, la asignatura reina del plan de estudios.
Y, aunque vosotros no lo sabéis, chicos y chicas, yo estoy armado de mis guías pedagógicas de Literatura inglesa y americana. Las tengo aquí, a buen recaudo, en mi cartera, todas las preguntas que os harán rascaros las cabecitas, mordisquear los lápices, temer el día de entrega de notas y, supongo, odiarme a mí, porque soy el que puede frustrar vuestras grandes ambiciones de estudiar en una universidad de la
Ivy League
. Yo soy el que me deslizaba disimuladamente por la recepción del hotel Biltmore limpiando lo que manchaban vuestros padres y vuestras madres.
Éste es el Stuyvesant, y ¿acaso no es el mejor instituto de secundaria de la ciudad, algunos dicen que el mejor del país? Vosotros lo habéis querido. Podríais haber ido a los institutos de vuestro barrio, donde seríais los reyes y las reinas, los números uno, los primeros de la clase. Aquí no sois más que del montón, pegándoos por las notas para hinchar la preciosa nota media que os hará entrar en las universidades de la
Ivy League
. Ese es vuestro gran dios, la nota media, ¿verdad? Deberían levantarle un santuario con altar en el sótano del Stuyvesant. Deberían colocar sobre ese altar un gran número 9 de neón rojo parpadeante, que se enciende, se apaga, se enciende, la cifra inicial sagrada que deseáis desesperadamente en todas las notas, y deberíais ir allí a rezar y a adorar. Ay, Dios, envíame sobresalientes y noventas.
—Señor McCourt, ¿por qué me ha puesto sólo un noventa y tres de nota?
—Porque he sido generoso.
—Pero si he hecho todo el trabajo, he entregado todos los ejercicios que mandó.
—Entregaste dos ejercicios tarde. Se te quitan dos puntos por cada uno.
—Pero, señor McCourt, ¿por qué dos puntos?
—Así son las cosas. Esa es tu nota.
—Ay, señor McCourt, ¿por qué es tan malo?
—Es lo único que me queda.
Yo seguía las guías pedagógicas. Lanzaba a mis clases las preguntas prefabricadas. Les hacía cuestionarios y pruebas por sorpresa y las destrozaba con los pesados exámenes detallados que habían confeccionado los catedráticos de universidad que montan los libros de texto de instituto.
Mis alumnos se resistían, copiaban y me tenían antipatía, y yo les tenía antipatía por tenerme antipatía a mí. Aprendí los juegos del copiar en los exámenes. Ah, la mirada al descuido a los ejercicios de los alumnos próximos. Ah, el discreto código morse de las toses para tu novia, y su dulce sonrisa cuando se entera de la pregunta de respuesta múltiple. Si se sienta detrás de ti, te pones la mano en la nuca con los dedos abiertos, abrir los cinco dedos tres veces sería la pregunta número quince, el dedo índice que rasca la sien derecha es la respuesta A, y los demás dedos representan las demás respuestas. En el aula proliferan las toses y los movimientos del cuerpo, y cuando pillo a los que copian les digo violentamente al oído que más les vale dejarlo o de lo contrario sus exámenes acabarán en la papelera hechos trizas, sus vidas quedarán arruinadas. Soy el amo del aula, un hombre que no copiaría nunca, oh, no, aunque pusieran las respuestas con letras verdes en la cara iluminada de la luna llena.
Imparto clase todos los días con un nudo en el estómago, agazapado detrás de mi escritorio en la parte delantera del aula, jugando al juego del profesor con la tiza, el borrador, el rotulador rojo, las guías pedagógicas, el poder del cuestionario, la prueba, el examen, voy a llamar a tu padre, voy a llamar a tu madre, daré parte de ti al tutor, te voy a bajar tanto la nota media, chico, que tendrás suerte si ingresas en una universidad comunitaria de Mississipi, las armas de la amenaza y el control.
Un alumno de último curso, Jonathan, se da de cabezadas en el pupitre y se lamenta.
—¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué tenemos que sufrir con esta mierda? Llevamos estudiando desde el jardín de infancia, trece años, y ¿por qué tenemos que saber de qué color llevaba los zapatos la señora Dalloway en su maldita fiesta, y qué conclusiones debemos sacar de que Shakespeare invoque al sordo cielo con sus gritos baldíos, y qué demonios es un grito baldío, en todo caso, y desde cuándo es sordo el cielo?
Hay murmullos de rebelión por todo el aula, y yo me quedo paralizado. Están diciendo «sí, sí» a Jonathan, quien deja de darse de cabezadas para preguntarme:
—Señor McCourt, ¿daba usted estas cosas en secundaria?
Y hay otro coro de «sí, sí», y yo no sé qué decir. ¿Debo decirles la verdad, que jamás pisé un instituto de secundaria hasta que empecé a dar clases en uno, o debo soltarles una mentira contándoles una educación rigurosa en la escuela secundaria de los Hermanos Cristianos de Limerick?
Me salva, o me condena, otro alumno que dice en voz alta:
—Señor McCourt, mi prima estudió en el McKee de la isla de Staten y me ha dicho que usted les había dicho que no había ido nunca al instituto de secundaria, y que decían que era un buen profesor en todo caso porque contaba cuentos y les hablaba y no les molestaba nunca con todas estas pruebas.
Sonrisas por todo el aula. El profesor, desenmascarado. El profesor no ha estudiado siquiera el bachillerato, y hay que ver lo que nos está haciendo, nos está volviendo locos con pruebas y cuestionarios. Estoy marcado para siempre con la etiqueta, el profesor que no estudió nunca el bachillerato.
—Entonces, señor McCourt, yo creía que hacía falta una licencia para ejercer la enseñanza en la ciudad.
—Así es.
—¿No hace falta título universitario?
—Así es.
—-¿No hay que terminar bachillerato?
—Quieres decir terminar el bachillerato, el bachillerato, el el el.
—Bueno, bueno. Vale. ¿No hace falta terminar el bachillerato para entrar en la universidad?
—Supongo que sí.
El aprendiz de abogado somete a un severo interrogatorio al profesor, sale victorioso y corre la voz hasta mis otras clases.
—Caramba, señor McCourt, ¿así que no fue nunca al instituto de secundaria y está dando clases en el Stuyvesant? Qué bien se lo monta, tío.
Y tiro a la papelera mis guías pedagógicas, mis cuestionarios, mis pruebas, mis exámenes, mi máscara del profesor que lo sabe todo.
Estoy desnudo y tengo que volver a empezar y no sé por dónde.
En los años sesenta y principios de los setenta, los estudiantes llevaban chapas y cintas en el pelo en las que exigían igualdad de derechos para las mujeres, los negros, los indios americanos y todas las minorías oprimidas, el fin de la guerra de Vietnam, la salvación de los bosques húmedos y del planeta en general. Los negros y los blancos de pelo rizado llevaban peinados afro, y el dashiki y la camisa de batik se convirtieron en el atuendo del momento. Los estudiantes universitarios boicoteaban las clases, organizaban debates, tenían disturbios en todas partes, procuraban librarse del reclutamiento, huían a Canadá o a Escandinavia. Los estudiantes de secundaria llegaban al instituto trayendo frescas las imágenes de la guerra que habían visto en los telediarios, los hombres hechos pedazos por las bombas en los arrozales, los helicópteros que volaban bajo, los aspirantes a soldados del Vietcong a los que se hacía salir de sus túneles a bombazos, con las manos detrás de la cabeza, con suerte porque de momento no les obligasen a entrar de nuevo a bombazos, imágenes de la ira que había en nuestro país, las marchas, las manifestaciones, no queremos ir, las sentadas, los debates, los estudiantes que caían ante los fusiles de la Guardia Nacional, los negros que retrocedían ante los perros de Bull Connor, arde, nene, arde, lo negro es hermoso, no te fíes de nadie que haya cumplido los treinta, tengo un sueño, y, al final de todo, tu Presidente no es un criminal.
Me encontraba por la calle y en el metro a antiguos alumnos del Instituto McKee que me hablaban de los muchachos que habían ido a Vietnam, que se marcharon como héroes y ahora volvían en bolsas para cadáveres. Bob Bogard me llamó para avisarme de que se iba a celebrar el funeral de un muchacho al que habíamos dado clase los dos, pero yo no fui porque sabía que en la isla de Staten habría orgullo por su sacrificio sangriento. Los muchachos de la isla de Staten llenarían más bolsas para cadáveres de lo que podrían imaginarse los de Stuyvesant. Los mecánicos y los fontaneros tenían que luchar mientras los estudiantes universitarios agitaban el puño con indignación, fornicaban en los campos de Woodstock y hacían sentadas.
En mi aula yo no llevaba chapas, no tomaba partido. Ya había bastante vocerío a nuestro alrededor, y, para mí, las cinco clases que tenía que recorrer cada día ya eran suficientes como campo de minas.
—Señor McCourt, ¿por qué no pueden ser pertinentes nuestras clases?
—¿Pertinentes respecto de qué?
—Bueno, ya sabe, sólo hay que ver cómo está el mundo. Sólo hay que ver lo que pasa.
—Siempre pasa algo, y podríamos pasarnos cuatro años enteros sentados en esta aula lamentándonos de los titulares de prensa y perdiendo el juicio.
—Señor McCourt, ¿es que no le importan los niños pequeños que se queman con napalm en Vietnam?
—Sí que me importan, y también me importan los niños pequeños de Corea y de la China, los de Auschwitz y los de Armenia, y los niños pequeños ensartados en las lanzas de los soldados de Cromwell en Irlanda.
Les conté lo que había aprendido en mi trabajo como profesor a tiempo parcial en el Colegio Universitario Técnico de Nueva York en Brooklyn, de mi clase de veintitrés mujeres, casi todas de las Antillas, y de mis cinco hombres. Había un hombre de cincuenta y cinco años que estudiaba para obtener un título universitario que le permitiera volver a Puerto Rico y pasarse el resto de su vida ayudando a los niños. Había un joven griego que estudiaba Lengua Inglesa para poder llegar a sacarse un doctorado en literatura renacentista inglesa. Había en la clase tres jóvenes afroamericanos, y cuando uno de ellos, Ray, se quejó de que lo había molestado la policía en un andén del metro por ser negro, las mujeres de las Antillas no tuvieron paciencia con él. Le dijeron que si se hubiera quedado en casa a estudiar no se habría metido en líos, y que ningún hijo de ellas podría presentarse en su casa con un cuento así. Le partirían la cabeza. Ray se quedó callado. A las mujeres de las Antillas no se les replica.