Lo más extraño (22 page)

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Authors: Manuel Rivas

Tags: #Cuentos

BOOK: Lo más extraño
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«Sí, señor Bruton. Todo es relativo. El general Grant, un suponer, el que venció a los sudistas en Estados Unidos, bebía todas las noches una botella. O más. Y fueron unos a quejarse al presidente Lincoln, a acusar a Grant de que era un borracho. Y entonces va Lincoln y les dice: “Señores, quiero saber lo que bebe Grant para mandarles unas cuantas botellas de ésas a todos los demás generales”.»

Bruton quedó sorprendido, como si estuviese desgranando la historia. Luego lanzó una estruendosa carcajada y palmeó en la espalda a Old M.

«¡Cojonuda, Old! ¡Esa historia es cojonuda! ¿De dónde sacaste esa historia? ¡Es muy buena!»

«He debido de leerla en algún sitio, no sé, me acordé ahora…»

La idea de Old M. con algo que leer en las manos pareció agrandar la sorpresa de Bruton. La imagen que de él tenía era la de un tipo gris y atontado, incapaz de enhebrar una frase con gracia.

«Está bien leer, Old. Lástima que… ¡Es cojonuda esa historia! Díganme que bebe Grant para mandarles unas botellas al resto de los generales. ¡Jodidamente buena, Old!»

Acabó su pinta de cerveza, muy animado por el cuento, y llamó al
barman
. «¡Vamos a tomar otra, Old! ¡Invita Bruton!»

«Gracias, señor Bruton, es muy amable. Pero tengo que irme.»

Era la primera vez que alguien, sin que mediara un favor especial, lo invitaba a una ronda. En otras circunstancias, habría aceptado enseguida. Le habría dado vergüenza decir que no, pensar que el señor Bruton se pudiese sentir molesto. No sabía por qué había decidido marcharse, pero pensó que era el momento y decidió hacerlo.

«Toma la última, Old, fuera hace mucho viento.»

Una bandada de pájaros secos y mariposas muertas revoló en su cabeza. Decían: «Aunque las hojas sean muchas, la raíz es sólo una». Pero él calló. El señor Bruton se colgaría de la frase como de una percha y prolongaría la velada. Quizás, si no encontrase un eslabón apropiado, se sentiría humillado.

«Se lo agradezco mucho, señor Bruton. Con mucho gusto, y, si quiere, otro día me tomo esa pinta.»

«Por supuesto, Old, eso está hecho.»

«
Slán agat,
señor Bruton.»

«
Slán abhaile,
Old.»

El perro esperaba en la puerta y Old M. tuvo buen cuidado de no asustarlo. Ni siquiera refunfuñó. Al contrario, se dejó guiar. Bajaron por Manor Street y atajaron, a la altura del colegio de Standhope, por las casas del ayuntamiento. Las farolas proyectaban las dos sombras unidas en un mismo ser de seis patas y orejas larguísimas. Old M. rió. Era la primera vez que se reía de sí mismo y estaba feliz. Y la cómica sombra se volvió hacia él y dijo:

«Ahora puedo marchitarme en la verdad.»

Ya en la casa de Temple Villas, abrió la cancela y le franqueó el paso al perro: «Tienes razón, papá, hasta por la noche lucen los rosales de la señora O’Leary».

Tras ellos, como una bandada de gorriones sorprendidos por la escoba del otoño, entraron todas las hojas secas.

Ella, maldita alma
La vieja reina alza el vuelo

Una última atención necesitan aún las colmenas: la recogida de los enjambres que huyen cuando enjambran.

Esto requiere un cierto cuidado para no perderlos, ya que los enjambres pertenecen a quien los encuentra primero.

«Etnografía», XAQUÍN LLORENZO,

de la Historia de Galiza

Aquella primavera había llegado adelantada y espléndida.

A la hora del café, por la ventana que daba a la huerta, Chemín contempló la fiesta de pájaros en el viejo manzano en flor. Durante el hosco silencio del invierno sólo acudía allí el petirrojo, picoteando como un niño minero sus sienes plateadas por el musgo, brincando por las ramas desnudas con su saquito de aire alegre y colorado. A veces también acudía el mirlo. Posaba su melancolía crepuscular, devolviéndole de reojo su mirada al hombre, y después huía de repente, desplegando las alas en un pentagrama oscuro.

También en el comedor había fiesta. Todos los años en esta fecha, el tercer domingo de marzo, celebraban el día de san José en la casa paterna de los Chemín. De hecho, habían sido las canciones de hijos y nietos las que guiaron su vista hacia el viejo manzano, desde su puesto en la cabecera de la mesa.

La brisa de media tarde abanicaba perezosamente los brazos artrósicos del frutal, que sostenían en vals el inquieto galanteo de los pájaros. Pero en la punta de las ramas los penachos de flor blanca temblaban como organdí de novia. Allí rondaban las abejas.

Papá, es tu turno, dijo Pepe, el hijo mayor. Era un buen guitarrista. Cuando estaban de moda los Beatles, él había sido de los primeros en toda la comarca en dejarse el pelo largo, y usaba unos horribles pantalones color butano, muy ceñidos y de pata acampanada. Había dado mucho que hablar a la vecindad y le pusieron de apodo O’YeYé. A él le llegó algún chisme cuando estaba de emigrante en Suiza. Vi a tu Pepe en la feria de Baio, le había comentado uno de la zona de Tines, recién emigrado. Y añadió masticando la sorna: por detrás pensé que era Marujita Díaz. De noche, con la rabia, Chemín pensó escribir una carta ordenándole a su hijo que fuese al barbero. Rumiaba las frases para meterlo en cintura y recriminarle a la madre su tolerancia, pero le dejaban en la boca un sabor agrio, de achicoria. Imaginó a Pilar, su mujer, abriendo el sobre con sus dedos rosados, pues siempre los lavaba cuando la sorprendía el correo. Leyó con los ojos aguados de Pilar la carta reprobatoria que le rondaba por el magín y fue entonces cuando le pareció una tontería, una bofetada borracha en plena noche.

Venga, papá, canta
Meus amores.

Sí, sí, que cante el abuelo.

Se preguntó si aquellas abejas que sorbían el néctar de las flores blancas del manzano eran de sus colmenas o si venían de la huerta de Gandón. Le gustaba el café caliente y muy dulce, pero la taza se le había ido enfriando entre las manos, distraído con la pantalla de la ventana.

¡Meus amores!
Aquella balada se la había enseñado un compañero de barracón en Suiza. No tenía mucha memoria para las canciones, pero aquélla le había quedado prendida como una costura de la piel. Le salía de dentro a modo de oración, como himno patriótico de las vísceras, fecundado por la cena de patatas renegridas del barracón de emigrantes. Todos los años, desde que había regresado de Suiza y celebraban juntos san José, él cantaba
Meus amores.
Ya era un patriarca, el más viejo de los Chemín. Aquella balada brotaba como un manto de niebla que les unía a todos, también a los que se habían ido, en un más allá intemporal.

Dous amores a vida gardarme fan:

a patria e o que adoro no meu fogar,

a familia e a terra onde nacín.

Sen eses dous amores non sei vivir.
[15]

Mediada la canción, notó el pecho sin aire. No me encuentro muy bien, dijo por fin. Sabía que aquella reacción iba a ensombrecer la fiesta, como si alguien tirase del mantel y destrozase la vajilla de Sargadelos que Pilar guardaba como un ajuar.

Creo que me voy a echar un poco en la cama.

Era más de lo que podía decir. Tenía la boca seca y culpó de ello al café frío y amargo. Algo, una angustia forastera, le oprimía el pecho, clavándole las tenazas de las costillas en los pulmones. Pero, además, el enjambre de abejas le bullía en la cabeza con un zumbido hiriente, insufrible.

Pepe entendió. Su buen hijo, O’YeYé, con canas en la pelambrera rizada, rasgueó la guitarra y empezó a cantar una de las suyas,
Don’t let me down!,
en un gracioso criollo de gallego e inglés, atrayendo la atención de los más jóvenes. Sólo Pilar le miró de frente, desde el quicio de la puerta, ella, la incansable vigía, con una bandeja de dulces en la mano.

Antes de bajar la persiana, en su dormitorio, volvió a mirar el manzano, aquel imán en flor. Luego reparó en la huerta vecina, la de Gandón. Como siempre, sólo era visible una parte mínima de aquel mundo secreto y eternamente sombrizo, oculto por un tupido seto de mirto y laurel. Solamente había un trecho en el que el muro vegetal descorría la cortina, y era en un lado en el que el saúco todavía invernaba escuálido, seguramente ensimismado en su médula blanca. Por aquellas rendijas Chemín podía entrever las corchas del colmenar abandonado.

Él y Gandón habían sido muy amigos en la infancia. Recordaba, por ejemplo, que juntos pescaban con caña los lagartos arnales que amenazaban las colmenas. Era un arte difícil. Había que cebar el anzuelo con saltamontes y estar muy escondidos. Él sostenía la caña y Gandón, del lado contrario, le hacía una señal cuando el lagarto iba a picar. Las abejas estaban preparadas para luchar contra un invasor, lo mataban y embalsamaban para que no se pudriese dentro de la colmena, pero aquel verano los lagartos parecían multiplicarse como un ejército glotón. Llegaron a atrapar dos docenas. Les pasaron un alambre por los ojos y se los llevaron colgando con el orgullo de quien ostenta un precioso trofeo. La piel del arnal parece una tira arrancada del arco iris.

Las familias de Chemín y Gandón no se hablaban, pero a ellos, mientras fueron niños, era algo que no los implicaba. Sólo había una cierta cautela al entrar en la casa del otro. Una vez, cuando los adultos estaban de faena, había jugado con Gandón en aquella huerta umbría. En un rincón estaban, amontonadas, viejas corchas que habían servido de colmenas. Mi padre dice que no tenemos buena mano con las abejas, explicó Gandón. Se murieron todas de un mal de aire.

Un día él y Gandón dejaron de hablarse. Nadie se lo ordenó explícitamente, pero fue como si ambos escuchasen a un tiempo un mandato ineludible surgido de las vísceras más recónditas de sus respectivas casas. Fue tras la confirmación, cuando el auxiliar del obispo vino a la parroquia y les impuso una cruz de ceniza en la frente. Al regresar de la iglesia ya no se hablaron y por el camino fueron distanciándose a propósito.

Chemín, ahora tumbado en el lecho, se llevó la mano a la frente e hizo la señal de la cruz. La cruz no tenía nada que ver en el pleito entre los Chemín y los Gandón. Sólo era la forma que tenía el recuerdo. El silencio entre él y Gandón, la conciencia de implicarse en un resentimiento heredado, cobró cuerpo cuando el hombre empezó a apropiarse del niño. El día de la confirmación les pusieron por vez primera pantalón largo. Y dejaron de hablarse justo cuando les cambiaba la voz y de la garganta les salían gallos que no dominaban. Poco después notarían con cierta sorpresa que ya se les permitían las blasfemias en público.

Aquellos dos niños que un día habían sido amigos desaparecieron por el desagüe de la memoria, que tanto sirve para recordar como para olvidar. Para Chemín el viejo, tumbado en el lecho, de aquel tiempo sólo quedaba, como imagen congelada, el brillo húmedo del arco iris en la piel de los arnales.

Había seguido viendo a Gandón, claro, con mucha frecuencia. El hombre que le había crecido dentro tenía una mirada que a él le parecía dura y sombría, como la huerta en la que el otro se adentraba nada más traspasar la verja. Más tarde, Gandón empezó a trabajar de peón en las obras de una lejana carretera. Sólo lo veía los domingos, y le pareció un tipo extraño, un forastero al que nunca hubiese tratado. Cuando se cruzaban, se apartaban el uno del otro como si también quisiesen evitar el contacto entre sus sombras.

Recostado en el lecho, Chemín volvió a ver a los dos niños. Estaban a la puerta del cielo, ante san Pedro. Éste, como un meticuloso guardia de aduanas, les contaba los lagartos arnales uno por uno. Parecía que no le cuadraban los números. Finalmente, miró a los niños con altiva mirada de funcionario y les dijo:

—¡Son pocos lagartos! Bajad y traed más.

Y los niños echaron a andar cabizbajos por un sendero descendiente, tropezando con los zuecos en los guijarros, y con el peso abrasador de la losa solar en sus espaldas.

¿Vamos a pescar truchas a mano?, dijo el pequeño Chemín. A lo mejor, una trucha vale en el cielo lo que tres lagartos.

Pero el pequeño Gandón no le respondió. De repente, había crecido. Era un hombre rudo y silencioso, sumido en sí mismo. Sus brazos y su rostro tenían el barniz resinoso de la intemperie. Al llegar al crucero, escupió en el suelo y tomó el camino contrario sin despedirse.

Adiós, Gandón, dijo con pena Chemín.

Cuando emigró a Suiza, su primer empleo fue en la construcción de un túnel en el Ticino. Eran por lo menos trescientos obreros horadando el vientre de la montaña. Chemín tenía de jefe un capataz italiano muy llevadero. Cuando se acercaba un ingeniero, les gritaba con energía «¡Laborare, laborare!». Cuando marchaba, guiñaba un ojo y decía con una sonrisa pícara «¡Piano, piano!». Una mañana llegó un nuevo grupo de obreros y Chemín se dio cuenta, por la forma de hablar, que la mayoría eran gallegos. Entre ellos, como una feliz aparición, descubrió a Gandón. Fue hacia él y lo saludó con alegría. El vecino pareció dudar, pero luego torció la mirada como quien muestra desprecio a un delator y siguió los pasos de su grupo. Durante meses se cruzaban y se repelían instintivamente. Hasta que un día Chemín se dio cuenta de la ausencia de Gandón, como si dejase de sentir el olor otoñal de un borrajo. Hacía un frío de mucho bajo cero. En la boca del túnel, el lienzo de la nieve flameaba como un sudario. Preguntó por él y un conocido de Camariñas le informó de que lo habían bajado a un hospital. Que le habían reventado las muelas al beber el agua helada de un manantial. Bebe leche, Gandón. Pero no. Sólo bebía agua. Le tengo alergia a la leche, decía. Tampoco probaba el queso ni la mantequilla. Ésa era la base de la dieta en el comedor de la empresa. Pasaba hambre, dijo el de Camariñas. Cagaba blanco como las gaviotas. No creo que vuelva.

En la huerta de Chemín había también un nogal. Su padre le había contado que cada año crecía la altura de un hombre, pero que no daba fruto. Comenzó a dar nueces cuando él nació.

Un día supo, de forma indirecta, por una conversación de vecinos, que aquel nogal había sido la causa de la discordia entre los Chemín y los Gandón. En realidad, él mismo era parte fundamental de la historia.

El padre de Chemín se había casado de viejo con una muchacha muy hermosa. María da Gracia, su madre, era hija de soltera, había trabajado desde niña de criada, pero no por eso tenía pocos pretendientes. Ella misma era la mejor dote que un labrador podía desear. En la folía del maíz cantaba tangos y boleros y la gente arrancaba al compás las rugosas y ásperas hojas de las mazorcas como si fuesen pétalos del Corpus. Cuando el viejo Chemín y María da Gracia se casaron, los mozos más resentidos no dejaron de cantar coplas y agitar cencerros y latas toda la noche ante la casa.

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