Lobos (14 page)

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Authors: Donato Carrisi

Tags: #Intriga, Policíaco

BOOK: Lobos
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Pero Goran la detuvo, reteniéndola por un brazo.

—No, es mejor proceder de manera ordenada. Primero salgamos todos de aquí para no alterar la humedad del entorno. —Luego se dirigió a Stern—: Llama a Krepp para que venga con su equipo a buscar huellas. Yo avisaré a Roche.

Mila observó atentamente la luz que brillaba en los ojos del criminólogo. Estaba convencida de que él estaba seguro de hallarse muy cerca de algo importante.

Se pasó los dedos por la cabeza como si se peinara, aunque en realidad no tenía pelo. Solamente le quedaba una espesa mata en el cogote, del que brotaba una cola de caballo que le bajaba por la espalda. Una serpiente verde y roja se extendía por el antebrazo derecho, con su boca abierta a la altura de la mano. También en el otro brazo tenía un tatuaje parecido, y en la parte del tórax que se entreveía bajo la bata. Tras los variados piercings que le cubrían el rostro estaba Krepp, el experto de la policía científica.

Mila estaba fascinada con su aspecto, tan alejado del de un sesentón normal y corriente. «Así es como acaban los punkis cuando envejecen», pensó. Sin embargo, hasta hacía pocos años, Krepp había sido un hombre normal de mediana edad, bastante austero y gris en sus modales. De la noche a la mañana, sin embargo, se había producido el cambio. Pero después de que todos comprobaron que el hombre no había perdido el juicio, nadie había dicho una palabra más sobre su nuevo aspecto, porque Krepp era el mejor en su campo.

Después de haberle dado las gracias a Goran por haber preservado la humedad de la escena, Krepp se puso de inmediato manos a la obra. Pasó una hora en la habitación, con su equipo, todos provistos de batas y máscaras para protegerse de las sustancias que utilizaban para encontrar las huellas. Luego salió del subsótano y se acercó al criminólogo y a Roche, que había llegado mientras tanto.

—¿Cómo va, Krepp? —lo saludó el inspector jefe.

—Esa historia del cementerio de brazos me está volviendo loco —empezó diciendo Krepp—. Aún estábamos analizando esos miembros en busca de una huella útil cuando nos han llamado.

Goran sabía que encontrar una huella sobre la piel humana era la cosa más difícil del mundo, por la posible contaminación, o por la sudoración del sujeto que se debía examinar o, si se trataba de los tejidos de un cadáver en el caso de los brazos, por el fenómeno de la putrefacción.

—He probado con el humo de yodo, con el Kromekote y hasta con la electronografía.

—¿Qué es eso? —preguntó el criminólogo.

—Es el método más moderno para extraer las huellas dejadas sobre la piel: una radiografía en emisión electrónica… Ese maldito Albert es bastante hábil en no dejar huellas —dijo Krepp. Y Mila reparó en que era el único en referirse al asesino por ese nombre, porque para los demás ya había asumido la identidad de Alexander Bermann.

—Entonces, ¿qué tenemos aquí, Krepp? —preguntó Roche, que estaba cansado de oír cosas que no le servían.

El técnico se quitó los guantes y, manteniendo la mirada siempre baja, empezó a describir lo que habían hecho:

—Hemos utilizado la ninhidrina, el efecto no era del todo nítido al láser, así que la he mejorado con cloruro de zinc. Hemos extraído algunas series de huellas en el papel adhesivo que hay junto al interruptor de la luz y sobre la superficie porosa de la mesa. Con el ordenador ha sido más difícil: las huellas se superponían unas a otras, y necesitaríamos el cianoacrilato, pero deberíamos llevar el teclado a la cámara bárica y…

—Después. No tenemos tiempo de encontrar un teclado para sustituir a éste y tenemos que analizar el ordenador ahora —lo interrumpió Roche, que tenía prisa por obtener información—. En fin, que las huellas pertenecen a una sola persona…

—Sí, todas son de Alexander Bermann.

Esa frase inquietó a todos, excepto a uno: el que ya sabía la respuesta. Y la conocía desde el mismo momento en que habían puesto un pie en aquel semisótano.

—Parece que Priscilla nunca ha existido —dijo en efecto Gavila.

Lo afirmó sin mirar a Mila, que advirtió una punzada de orgullo cuando la privó del consuelo de su mirada.

—Hay otra cosa… —Krepp hablaba de nuevo—. El sillón de piel.

—¿Qué? —preguntó Mila, emergiendo del silencio.

Krepp la miró como si la viera por primera vez, luego bajó los ojos hasta sus manos vendadas, mostrando una expresión inquieta. Mila no pudo por menos que pensar que era absurdo que precisamente un hombre tan curtido como Krepp la mirara de un modo tan extraño. Pero no se turbó.

—No hay huellas en el sillón.

—¿Y eso es extraño? —preguntó Mila.

—No sabría decirle —se limitó a afirmar Krepp—. Sólo digo que hay huellas por todas partes, pero ahí no.

—Pero tenemos las huellas de Bermann en todos los demás objetos; ¿qué nos importa eso? —intervino Roche—. Nos basta para darle como se merece… Y, si queréis saberlo, a mí cada vez me gusta menos ese tío.

Mila pensó que, en cambio, debía de gustarle bastante, ya que era la solución a todas sus preocupaciones.

—Entonces, ¿qué hago con el sillón?, ¿sigo analizándolo?

—Olvídate del condenado sillón y deja que mis hombres le echen un vistazo a ese ordenador personal.

Sintiéndose de ese modo aludidos, los miembros del equipo trataron de no cruzar sus miradas para no reírse. A veces, el tono de sargento de hierro usado por Roche podía ser más paradójico que el aspecto de Krepp.

El inspector jefe se alejó hacia el coche que lo esperaba al final de la manzana, no sin haber reconfortado antes a los suyos con un: «Ánimo, chicos, cuento con vosotros.»

Cuando estuvo suficientemente lejos, Goran se dirigió a los demás:

—Está bien —dijo—, veamos qué hay en ese ordenador.

Volvieron a tomar posesión de la habitación. Las paredes revestidas de plástico la hacían parecer un gran embrión, y la madriguera de Alexander Bermann estaba a punto de abrirse sólo para ellos. O, al menos, eso era lo que esperaban. Se pusieron los guantes de látex. Después Sarah Rosa se sentó frente al ordenador: ahora le tocaba a ella.

Antes de encender el PC, conectó un pequeño mecanismo a uno de los puertos USB. Stern puso en marcha una grabadora y la colocó junto al teclado. Rosa describió la operación:

—He conectado el ordenador de Bermann a un lápiz de memoria: en el caso de que el ordenador se bloqueara, el dispositivo recibirá toda la memoria.

Los demás se colocaron de pie detrás de ella, en silencio.

Encendió el ordenador.

La primera señal eléctrica fue seguida por el típico ruido de la unidad de disco duro que empezaba a arrancar. Todo parecía normal. Con cierta lentitud, el ordenador empezó a despertar de su letargo. Era un viejo modelo que ya no se fabricaba. En la pantalla aparecieron por orden los datos del sistema operativo que, poco después, dejaron sitio a la imagen del escritorio. Nada importante: sólo un fondo azul con iconos de programas muy comunes.

—Parece el ordenador de mi casa —aventuró Boris. Pero el chiste no le hizo gracia a nadie más.

—Está bien… Ahora veamos qué hay en la carpeta de Documentos del señor Bermann…

Rosa abrió la carpeta. Vacía. Como también lo estaban la de Imágenes y la de Documentos recientes.

—No hay archivos de texto… Es muy extraño —dijo Goran.

—Quizá lo borraba todo al final de cada sesión —sugirió Stern.

—Si eso es así, puedo intentar recuperarlo —aseguró Rosa. A continuación insertó un CD en el lector y descargó rápidamente un software que sería capaz de recuperar cualquier archivo eliminado.

La memoria de los ordenadores nunca se vacía por completo, y es casi imposible borrar algunos datos, que es como si quedaran impresos para siempre. Mila recordaba haber oído decir a alguien que el compuesto de silicio encerrado en cada ordenador funcionaba de manera parecida al cerebro humano. También cuando parece que hemos olvidado algo, en realidad en alguna parte de nuestra cabeza hay un grupo de células que retiene dicha información, y puede que nos la proporcione de nuevo cuando la necesitemos bajo la forma, si no de imágenes, de instinto. No es esencial recordar la primera vez que nos quemamos con el fuego cuando éramos niños. Lo que cuenta es que ese conocimiento, depurado por todas las circunstancias biográficas en que se ha formado, quedará impreso en la mente para volver todas las veces que nos acerquemos a una fuente de calor. Eso era lo que pensaba Mila mientras se miraba una vez más las manos vendadas… Al parecer, en algún lugar de su cerebro se conservaba una información equivocada.

—Aquí no hay nada.

Fue la desconsolada constatación de Rosa lo que devolvió a Mila a la realidad. El ordenador estaba completamente vacío. Pero Goran no estaba convencido de ello. —Hay un navegador web.

—Pero el ordenador no está conectado a Internet —señaló Boris.

Sarah Rosa, en cambio, entendió adonde quería ir a parar el criminólogo. Cogió su teléfono móvil y pulsó diversas teclas.

—Hay red… —dijo—. Puede conectarse con el móvil.

Rosa abrió de inmediato el historial del navegador y comprobó el listado de direcciones. Sólo había una.

—¡Esto era lo que hacía Bermann aquí dentro!

Se trataba de una secuencia de números. La dirección era un código.

http://4589278497.89474525.com

—Probablemente es la dirección de un servidor reservado —supuso Rosa.

—¿Qué significa eso? —preguntó Boris.

—Que no nos llega a través de un motor de búsqueda y para entrar hay que tener una clave. Es probable que esté contenida directamente en el ordenador. Pero, si no es así, nos arriesgamos a bloquear el acceso para siempre.

—Entonces debemos ser prudentes y hacer exactamente lo mismo que Bermann… —dijo Goran, y luego se volvió hacia Stern—: ¿Tenemos su móvil?

—Sí, lo tengo en el coche, junto al ordenador de su casa.

—Pues ve a buscarlo…

Cuando Stern estuvo de vuelta, los encontró en silencio; lo aguardaban con evidente impaciencia. El agente le pasó a Rosa el móvil de Bermann y ella lo conectó al ordenador. Inmediatamente después, empezó la conexión. El servidor tardó un poco en reconocer la llamada; estaba procesando los datos. Luego empezó a cargarlos velozmente.

—Parece que nos deja entrar sin problemas…

Con los ojos apostados en el monitor, esperaron ver la imagen que aparecería tras unos instantes. Podía ser cualquier cosa, pensó Mila. Una fuerte tensión unía ahora a los miembros del equipo, como una carga de energía que corría entre un cuerpo y otro. Se podía palpar en el aire.

El monitor empezó a componer píxeles que se disponían ordenadamente sobre su superficie como pequeñas piezas de un puzzle. Pero lo que vieron no era lo que esperaban. La energía, que hasta poco antes invadía el entorno, se agotó al instante y el entusiasmo se desvaneció.

La pantalla estaba negra.

—Debe de ser un sistema de protección —anunció Rosa—, que ha interpretado nuestro intento como una intrusión.

—¿Has ocultado la señal? —preguntó Boris, inquieto.

—¡Claro que la he ocultado! —se irritó ella—. ¿Acaso me tomas por imbécil? Probablemente era un código o algo parecido…

—¿Como un nombre de usuario y una contraseña? —preguntó Goran, que quería saber más.

—Algo así —le respondió distraídamente Rosa. Pero después completó la respuesta—: Lo que nosotros teníamos era una dirección para una conexión directa. El nombre de usuario y la contraseña son mecanismos de seguridad superados: dejan rastro y siempre pueden conducir a alguien hasta ti. Aquí entra quien quiere permanecer anónimo.

Mila todavía no había dicho una palabra, y todos aquellos discursos la estaban poniendo nerviosa. Respiraba profundamente y apretaba los puños haciendo crujir los nudillos. Había algo que no encajaba, pero no conseguía entender qué podía ser. Goran se volvió hacia ella durante un instante, como si hubiera sido pinchado por su mirada. Mila fingió no darse cuenta.

Mientras tanto, el ambiente en la sala se estaba caldeando. Boris decidió desahogar su frustración con Sarah Rosa.

—Si pensabas que podía haber una barrera en la entrada, ¿por qué no has seguido un procedimiento de conexión paralela?

—¿Por qué no lo has sugerido tú?

—¿Por qué?, ¿qué sucede en esos casos? —quiso saber Goran.

—¡Sucede que, cuando un sistema como éste está protegido, no hay otro modo de penetrar en él!

—Trataremos de formular un nuevo código y volveremos a intentarlo —propuso Sarah Rosa.

—¿De verdad? ¡Son millones de combinaciones! —se burló Boris.

—¡Que te den por culo! ¿Quieres echarme toda la culpa a mí? Mila continuó asistiendo en silencio a aquel extraño ajuste de cuentas.

—¡Si alguien tenía alguna idea que proponer o algún consejo que dar, podría haberlo hecho antes!

—¡Pero si te lanzas a la yugular cada vez que abrimos la boca!

—¡Escucha, Boris, déjame en paz! También yo podría decirte que…

—¿Qué es eso?

La frase de Goran cayó entre los contendientes como una barrera. Su tono no era de alarma ni de desesperación, como Mila habría esperado, pero provocó el mismo efecto y los hizo callar de una vez.

El criminólogo señalaba algo delante de él. Siguiendo la línea de su brazo tendido, todos se encontraron observando de nuevo la pantalla del ordenador.

Ya no estaba negra.

En la parte superior, confinada al margen izquierdo, aparecía una inscripción. —qien eres?

—¡Joder! —exclamó Boris.

—Bueno, ¿qué es eso? ¿Alguno de vosotros puede decírmelo? —insistió Goran.

Rosa se situó de nuevo delante del monitor, con las manos tendidas hacia el teclado.

—Estamos dentro —anunció.

Los demás se colocaron alrededor de ella para ver mejor. El led luminoso bajo la frase seguía relampagueando, como a la espera de una respuesta, que de momento no llegaba. —eres tu?

—A ver, ¿alguien puede explicarme qué sucede? —Ahora Goran ya estaba perdiendo la paciencia.

Rosa elaboró rápidamente una explicación.

—Es una puerta.

—¿Es decir…?

—Una puerta de acceso. Parece que estamos dentro de un sistema complejo. Esta es una ventana de diálogo, una especie de chat… En el otro lado hay alguien, doctor.

—Y quiere hablar con nosotros —añadió Boris.

—O con Alexander Bermann… —lo corrigió Mila.

—¿Y a qué esperamos, entonces? ¡Respondamos! —dijo Stern con un tono de urgencia en la voz.

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