—¿Y bien?, ¿qué puedo hacer por ti?
—¿Cómo sabes que he venido a pedirte algo?
Stern le contestó levantando una ceja.
—Albert nunca se dejará capturar, tú también lo sabes —dijo entonces Mila—. Creo que ya ha planeado su muerte: también forma parte de su diseño.
—No me importa si se mata. Sé que no es de buen cristiano decir ciertas cosas, pero es así.
Mila lo miró y se puso seria.
—Él os conoce, Stern. Sabe muchas cosas sobre vosotros; de otro modo, nunca habría hecho depositar el quinto cadáver en el Estudio. Debe de haber seguido vuestros casos en el pasado. Sabe cómo os movéis, por eso siempre logra ir un paso por delante. Y creo que sobre todo conoce a Gavila…
—¿Qué te hace pensar eso?
—He leído su declaración en un tribunal relativo a un viejo caso, y Albert se comporta como si quisiera desmentir sus teorías. Es un asesino en serie sui génerís. No parece afectado de un trastorno narcisista de la personalidad porque prefiere llamar la atención sobre otros criminales en lugar de sobre sí mismo. No parece dominado por un instinto irrefrenable, logra controlarse muy bien. No le proporciona placer lo que hace, sino que parece más atraído por el desafío que ha asumido. ¿Tú cómo lo explicas?
—Simple: no me lo explico. Y no me interesa.
—¿Cómo consigues que no te importe? —disparó Mila.
—No he dicho que no me importe, he dicho que no me interesa. Es diferente. Por cuanto nos concierne, nunca hemos aceptado su «desafío». Consigue mantenernos en ascuas porque todavía hay una niña a la que salvar. Y no es cierto que no tenga una personalidad narcisista, porque lo que quiere es nuestra atención, no la de nadie más: sólo la nuestra, ¿entiendes? Los periodistas disfrutarían como locos si les hiciera una señal, pero a Albert no le importa. Al menos por ahora.
—Porque no sabemos cuál es el final que tiene en mente.
—Justo.
—Sin embargo, estoy convencida de que Albert está tratando de llamar la atención sobre vosotros en este momento. Me refiero al caso de Benjamín Gorka.
—Wilson Pickett.
—Me gustaría que me hablaras de él…
—Lee el informe.
—Boris me dijo que hubo algún obstáculo entonces… Stern tiró lo que quedaba de cigarrillo. —A veces Boris no sabe lo que dice.
—¡Vamos, Stern, cuéntame cómo fueron las cosas! No soy la única que está interesada en el asunto… —Entonces le habló de la carpeta que había visto en el portafolios de Terence Mosca.
Stern se quedó pensativo.
—Está bien. Pero no te gustará, créeme.
—Estoy preparada para todo.
—Cuando capturamos a Gorka empezamos a analizar su vida al detalle. Aquel tipo prácticamente vivía en su camión, pero encontramos un ticket de la compra de una cierta cantidad de comestibles. Pensamos que se había dado cuenta de que el círculo se estaba cerrando a su alrededor y se estaba preparando para retirarse a algún lugar seguro, a la espera de que se calmaran las aguas.
—Pero no era así…
—Cerca de un mes después de su captura, se denunció la desaparición de una prostituta. —Rebecca Springher.
—Exacto. Pero el hecho se remontaba más o menos al período navideño…
—Es decir, cuando Gorka había sido arrestado.
—En efecto. Y el sitio donde la mujer trabajaba estaba precisamente en la ruta del camión.
Mila extrajo la conclusión por sí misma:
—Gorka la tenía prisionera, las provisiones eran para ella.
—No sabíamos dónde estaba y cuánto resistiría todavía, así que se lo preguntamos a él.
—Y él se negó a colaborar, claro.
Stern sacudió la cabeza.
—No, no lo hizo. Lo había admitido todo, pero para revelarnos el lugar donde estaba su prisionera nos puso una pequeña condición: sólo lo diría en presencia del doctor Gavila.
Mila no entendía nada.
—Y entonces, ¿cuál fue el problema?
—El problema fue que el doctor Gavila no estaba.
—¿Y Gorka cómo lo sabía?
—¡No lo sabía, el muy bastardo! Mientras buscábamos al criminólogo, el tiempo iba corriendo para aquella pobre chica. Boris sometió a Gorka a todo tipo de interrogatorios.
—¿Y logró hacerlo hablar?
—No, pero al escuchar las grabaciones de las conversaciones anteriores se dio cuenta de que Gorka había mencionado casualmente un viejo almacén donde había un pozo. Fue Boris quien encontró a Rebecca Springher, él solo.
—Pero ella ya había muerto de inanición.
—No. Se había cortado las venas con uno de los abrelatas que Gorka le había dejado junto a las provisiones. Pero lo que más rabia nos dio fue otra cosa… Según el médico forense, se había suicidado apenas un par de horas antes de que Boris la encontrara.
Mila se quedó helada. Luego preguntó: —Y Gavila ¿qué estaba haciendo todo ese tiempo? Stern sonrió, una manera de esconder sus verdaderos sentimientos.
—Lo encontraron una semana después en el baño de una estación de servicio. Unos automovilistas habían llamado una ambulancia: estaba en coma etílico. Había dejado a su hijo con la niñera y había salido de casa para asimilar el abandono de su mujer. Cuando fuimos a buscarlo al hospital, estaba irreconocible.
Tal vez en ese relato estuviera encerrada la razón de la extraña unión entre los policías del equipo y un civil como Goran. Porque a menudo son las tragedias humanas las que unen a las personas más que los éxitos, pensó Mila. Y le volvió a la mente una frase que precisamente le había oído decir a Goran, cuando fueron a su casa, después de haber descubierto el engaño de Roche sobre Joseph B. Rockford: «Convivimos con personas de las que creemos conocerlo todo, pero en realidad no sabemos nada de ellos…»
Era absolutamente cierto, pensó. Por mucho que se esforzara, ella nunca lograría imaginar a Goran en las condiciones en que lo encontraron. Borracho y fuera de sí. Y en ese momento, ese pensamiento la molestó. Decidió cambiar de tema.
—¿Por qué lo llamó Wilson Pickett?
—Un apodo simpático, ¿verdad?
—Por lo que tengo entendido, generalmente Gavila prefiere asignarle un nombre real al sujeto al que hay que capturar, para hacerlo menos difuso.
—Generalmente —remachó Stern—. Pero aquella vez hizo una excepción.
—¿Por qué?
El agente especial la miró a los ojos:
—No es un motivo por el que romperse el cerebro, te lo aseguro. Podría decírtelo yo. Pero si quieres saber realmente cómo ocurrieron los hechos, deberías hacer algo por ti misma…
—Estoy dispuesta a hacerlo.
—Mira, en el caso de Benjamín Gorka ocurrió un hecho extraño… —dijo Stern, y luego añadió—: ¿Alguna vez has encontrado a alguien que haya sobrevivido a un asesino en serie?
A un asesino en serie no se sobrevive.
Llorar, desesperarse, suplicar no sirve de nada. Al contrario, alimenta el placer sádico del homicida. La única posibilidad de la presa es la fuga. Pero el miedo, el pánico, la incapacidad de comprender lo que está ocurriendo, juegan a favor del depredador.
Sin embargo, en raras ocasiones sucede que el asesino en serie no lleva a cabo el asesinato. Esto ocurre porque, en el momento en que está a punto de completar el acto, algo —un resorte que es activado de repente por un gesto o una frase de la víctima— lo detiene.
Por eso Cinthia Pearl era una superviviente.
Mila la encontró en el pequeño apartamento que la chica había alquilado en una comunidad de propietarios cerca del aeropuerto. La casa era modesta, pero constituía el éxito más importante de la nueva Cinthia. La antigua había vivido un conjunto de experiencias negativas, de errores repetidos y elecciones equivocadas.
—Me prostituía para comprar droga.
Lo decía sin la más mínima indecisión, como si hablara de otra persona. Mila no lograba creer que la joven que tenía enfrente ya tuviera a sus espaldas una existencia tan dura.
Cinthia apenas aparentaba sus veinticuatro años. Había recibido a la agente de policía aún con el uniforme de trabajo puesto. Desde hacía unos meses estaba empleada como cajera en un supermercado. Su aspecto modesto, con el pelo rojo recogido en una cola y la cara sin una sombra de maquillaje, no lograba ahogar una belleza salvaje, que se acompañaba de un atractivo completamente involuntario.
—Fueron el agente Stern y su mujer los que me buscaron este piso —dijo orgullosa.
Mila miró a su alrededor para satisfacerla. Los muebles eran de estilos diferentes, puestos juntos más para llenar el espacio y garantizarle lo esencial que para decorar. Pero se veía que a ella no le importaba. Y cuidaba de la casa. Estaba todo limpio, y en orden. Había colocado aquí y allá algunas figuritas, sobre todo pequeños animales de porcelana.
—Son mi pasión. Las colecciono, ¿sabe?
También había fotos de un niño pequeño. Cinthia había sido madre soltera. Los de asuntos sociales le habían quitado a su hijo y lo habían dado en adopción a otra familia.
Para recuperarlo, la joven había emprendido un programa de desintoxicación. Después había entrado a formar parte de la Iglesia que Stern y su mujer frecuentaban. Tras muchas vicisitudes, finalmente había encontrado a Dios. Y se vanagloriaba de su nueva fe llevando al cuello una medallita de san Sebastián. Era la única joya, junto a un fino anillo del rosario que llevaba en el dedo anular.
—Escuche, señorita Pearl, yo no quiero obligarla a que me cuente cómo fueron las cosas con Benjamín Gorka…
—Oh, no, ahora ya hablo de ello abiertamente. Al principio, recordar era difícil, pero ahora creo que lo he superado. Hasta le he escrito una carta, ¿sabe?
Mila no podía saber la reacción de Gorka respecto de la misiva, pero pensando en el tipo estaba segura de que la habría usado para inspirar sus masturbaciones nocturnas.
—¿Y le ha respondido?
—No. Pero tengo intención de insistir: ese hombre tiene una desesperada necesidad de la Palabra.
Hablaba sentada frente a ella mientras se tiraba hacia abajo de la manga derecha de la blusa. Mila intuyó que se esforzaba por disimular algún tatuaje que ya era parte del pasado. Probablemente todavía no había reunido la suma necesaria para quitárselo.
—¿Cómo fueron las cosas?
Cinthia se entristeció.
—El encuentro ocurrió por una serie de coincidencias. No seducía a los clientes por la calle, prefería ir a los bares. Era mucho más seguro, y allí no hacía frío. Las chicas solíamos dejar siempre una propina al barman. —Hizo una pausa—. Nací en una ciudad donde la belleza puede ser una maldición. Pronto comprendes que puedes usarla para irte, mientras que muchos de tus amigos no se irán nunca, sino que se quedarán allí y se casarán entre sí, y serán infelices para siempre. Entonces te miran como si fueras especial, y te cargan de expectativas. Eres su esperanza.
Mila la comprendía, y probablemente también conocía todas las etapas siguientes de aquella historia. Cinthia se había marchado después del bachillerato, había llegado a la gran ciudad pero no había encontrado lo que esperaba. En cambio, había conocido a muchas chicas como ella, con el mismo aire reservado y el mismo miedo en el corazón. La profesión de prostituta no era un imprevisto desdichado, sino una natural consecuencia de cada paso dado en el pasado.
Lo que más la amargaba cuando escuchaba historias parecidas era la idea de que a los veinticuatro años una chica como Cinthia Pearl hubiera quemado ya toda la energía de su juventud. Había entrado en seguida en una espiral desesperada, y Benjamín Gorka simplemente estaba esperándola al final de la pendiente.
—Aquella tarde me lié con un tipo. Parecía legal. Nos fuimos en su coche, fuera de la ciudad. Al final se negó a pagarme y hasta me pegó. Me dejó allí, en medio de la carretera. —Suspiró—. No podía hacer autoestop: nadie recoge a una prostituta. Así que me puse a trabajar allí con la esperanza de que el siguiente cliente me llevara de nuevo a la ciudad.
—Y entonces llegó Gorka…
—Todavía recuerdo su enorme camión acercándose. Antes de subir, discutimos un poco sobre el precio. Parecía amable. Me dijo: «¿Qué haces ahí fuera? ¡Sube, te vas a helar!»
Cinthia bajó la mirada. No le molestaba hablar de las cosas que había hecho para sobrevivir, pero se avergonzaba de haber sido tan ingenua.
—Fuimos atrás, a la cabina, donde generalmente dormía. Era casi como una casa de verdad, ¿sabe? Había de todo. También ese tipo de pósteres… No era una novedad, todos los camioneros los llevan. Pero en aquellas imágenes había algo extraño…
Mila recordó el detalle que había leído en el informe: Gorka sacaba fotos a sus víctimas en posturas obscenas, luego hacía pósteres con ellas.
La particularidad de aquellas imágenes era que retrataban a cadáveres. Pero eso Cinthia no podía saberlo.
—Se subió encima de mí y lo dejé hacer. Apestaba bastante y esperaba que acabara de prisa. Tenía la cabeza hundida en mi cuello, así que pude ahorrarme un poco de teatro. Me bastó con hacerle los habituales gemidos. Mientras tanto tenía los ojos abiertos… —Otra pausa, un poco más larga, para retomar el aliento—. No sé cuánto tardaron mis pupilas en acostumbrarse a la oscuridad, pero cuando lo hicieron vi aquella inscripción en el techo de la cabina…
Estaba hecha con pintura fosforescente, Mila había visto una reproducción.
Decía: «Yo te mataré.»
—Empecé a gritar… Él, en cambio, se echó a reír. Probé a patalear para quitármelo de encima, pero era más grande que yo. Entonces sacó un cuchillo y empezó a apuñalarme. La primera cuchillada la detuve con el antebrazo, la segunda me alcanzó en una cadera, la tercera me traspasó el abdomen. Sentía la sangre que corría fuera de mí y pensé: «Ya está, me muero.»
—En cambio, él se detuvo… ¿Por qué?
—Porque, en un momento dado, le dije algo… Me vino a la cabeza de un modo espontáneo, quizá fue a causa del pánico, no lo sé. Le dije: «Te lo ruego, cuando esté muerta cuida de mi hijo. Se llama Rick y tiene cinco años.» —Sonrió con amargura y sacudió la cabeza—. ¿Se imagina? Le pedí de veras a aquel asesino que cuidara de mi cachorro… No sé qué se me pasaría por la cabeza, pero entonces debí de pensar que era algo normal. Porque él estaba arrebatándome la vida y yo ya estaba dispuesta a dársela, pero luego tendría que recompensarme de alguna manera. ¡Es absurdo: pensaba que estaba en deuda conmigo!
—Será absurdo, pero sirvió para detener su furia.
—Aun así, yo no logro perdonármelo.