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Authors: Antonio Duque Moros

Los años olvidados (9 page)

BOOK: Los años olvidados
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Estudiaba en la misma escuela en la que Julián era maestro. Pero lo que verdaderamente culminaba su formación era la lectura de los libros que encontraba en las estanterías que tapaban las paredes de su casa. Descubría allí a los grandes pensadores de la historia, visionarios del futuro, auténticos psicoanalistas de la mente colectiva, peldaños de la evolución del pensamiento.

Imágenes abstractas, traductoras de las ideas que le surgían en el cerebro mientras leía concentrado, se dibujaban en su interior facilitándole la comprensión. Una interminable escalera de caracol que traspasaba el reflejo azul del espacio, le invitaba a avanzar por sus escalones infinitos. Una espiral ascendente, con movimiento continuo, le enrollaba en sus anillos y, en la ascensión, su entendimiento cambiaba, adquiría una nueva lucidez. Abajo quedaba un círculo, narciso de su propio centro, lago de aguas estancadas, cárcel sin ventanas para ver el exterior, letargo de los sentidos, muerte del alma. Romper las rejas opresoras, salir a la superficie, escapar de lo que por estático corrompe y elevarse por encima de ese centro hipnotizador que paraliza la acción. Sentir la expansión de la consciencia y encontrar seguridad y fuerza en la lucha.

Sus horas de esparcimiento las pasaba con sus amigos, vecinos o compañeros de estudios. Un terreno abandonado era el lugar escogido en el que se daban cita a la salida de la escuela para jugar y liberar la energía acumulada durante el día. Juegos convertidos en verdaderos ejercicios musculares más efectivos que cualquier tabla de gimnasia.

Con dos piedras cubrían la distancia para formar las porterías en las que meter el balón hecho de trapos comprimidos fuertemente atados, al que daban puntapiés levantando una gran polvareda que les cegaba pero que en ningún momento interrumpía sus regateos. Las carreras, agarrones, caídas, espinillas doloridas, algún siete en el pantalón, entre un coro de gritos pidiendo el pase o incitando a atacar, y de exclamaciones al conseguir el gol perseguido, hacían correr el sudor por sus rostros y aceleraba el latido de sus sienes.

Al terminar el partido, Carlos se sentía pletórico y relajado a la vez.

Cuerpo y mente se desarrollaban al unísono.

Se había convertido en un hombre firme en sus muslos, cerebro inquieto, punto de mira de las mujeres que veían en él al marido deseado para llenar sus camas, pero sobre todo sus vidas. En los bailes le acosaban con sus miradas haciendo mil remilgos para llamar su atención. Carlos solamente se divertía. Bailaba con unas y otras, las dejaba coquetear, las seducía con esa personalidad tan marcada que le daba madurez, sin comprometerse con ninguna. Los ojos que él buscaba no estaban en esas miradas.

Su mayoría de edad iba a poner término a un ciclo de su vida para dar paso a una nueva etapa cuya trascendencia aún ignoraba.

La reciente proclamación de la Segunda República continuaba excitando el ambiente.

Aquel 12 de marzo de 1931 el rojo, el amarillo y el morado de las banderas ondulaba por encima de un río de gente que, tomando la avenida principal, avanzaba exaltada. Visto desde la distancia semejaba a una oruga gigante adornada con estandartes clavados en el lomo de su espalda, sobresaliendo a lo largo de todo el cuerpo. A su paso, hombres, mujeres y niños que llegaban presurosos de las calles adyacentes se paraban a mirar. Unos aplaudían, otros, dejándose absorber por el climax creado por el colectivo de esas mentes excitadas, alzaban el puño y se unían a la manifestación, cada vez más numerosa.

El himno de Riego, mezclado con vítores a la República, enronquecía las gargantas de esa multitud que, eufórica ante la nueva etapa que comenzaba, celebraba la salida de la cárcel de los republicanos, la vuelta del exilio de los refugiados en Francia y la inminente partida del Rey que ya había comenzado a preparar sus maletas.

En el Café Salduba, punto de reunión de intelectuales, no quedaba ni un sillón, ni un sofá, ni siquiera una sola silla libre. El chirriar de la puerta giratoria que no cesaba de dar vueltas por las continuas salidas y entradas de la gente, el roce de las cucharillas con las tazas de café o el mármol de las mesas, el estrépito de un bastón que caía encima de una escupidera, el constante ir y venir de los camareros, todo ello y otros ruidos acordes con el lugar eran la música de fondo de las tertulias. Esto, junto con las risas, las exclamaciones, los saludos entrecruzados y las opiniones que todos querían hacer prevalecer alzando aún más sus voces, daba vida al local en el que el humo de los cigarros se desvanecía flotando entre los ventiladores del techo, parados en esa época del año.

Julián, considerando que su hijo ya había cumplido los años que le permitían formar parte de la sociedad adulta, decidió llevarle al café y presentarle a sus amigos. Hombres de muy diversas condiciones, libres y de buenas costumbres como se definían ellos mismos en su reuniones secretas, unidos por los lazos de fraternidad que otorga la masonería. Eslabones de una cadena que había participado en la concreción del acontecimiento que ahora se festejaba.

Carlos, feliz de verse incluido en ese círculo restringido, escuchaba admirado la franqueza con la que esas personas llevaban a la reflexión los argumentos de unos y otros, para llegar a una síntesis de lo mejor de cada uno. Los conceptos de libertad y de igualdad, tan abstractos en sí mismos, se concretaban en las discusiones, casi filosóficas, de esa tertulia entusiasmada por la aplicación real que tales ideas iban a tener con la nueva situación política.

Desde el silencio que el discípulo guarda ante sus maestros, Carlos seguía el discurso de esos hombres cuyas inquietudes idealistas se armonizaban con el fondo de su pensamiento todavía embrionario. Escuchándoles, evocaba las enseñanzas de su padre en aquellas conversaciones que tantas noches les habían mantenido despiertos. Motivaciones no le faltaban para intervenir y expresar su propia opinión, pero su joven madurez, más el respeto que le infundían los reunidos alrededor de esa mesa, le hacían permanecer callado con la atención concentrada.

Con tanta solemnidad le había hablado su padre de sus amigos que se había hecho una idea caricaturesca de los mismos imaginándose a unos señores severos de luengas barbas y cejudos ojos escrutadores. El nerviosismo con el que había llegado al Café desapareció a los pocos minutos ante la amable acogida que le dispensaron en aquella reunión. Ver que no era discriminado por su edad o corto saber sino que le aceptaban como uno más le hizo sentirse cómodo, integrado.

Fue una tarde memorable e instructiva y ahora sólo esperaba que volviera a repetirse muchas veces. Formar parte de ese grupo de personas se convirtió en la idea fija que le acompañaba todo el día y dormía con él por las noches. Un sueño le aclaró su decisión.

En colores vivos, se veía a sí mismo completamente desnudo, despojado de todas esas escorias que a menudo emponzoñan mente y alma, flotando en un inmenso mar azul, azul intenso. Relajado, con el placer de un recién nacido al contacto con las aguas maternales, se dejaba mecer por unas olas apacibles. De repente, un gran pájaro amarillo surgido del cielo con sus alas desplegadas, volaba acercándose a él. Cuando se hubo aproximado, descubrió asombrado que era un pájaro de oro, pero vivo, que le invitaba a encaramarse a su cuello. Comenzaron a ascender, más bien levitaron, volando por encima de las nubes en un viaje inexplicable, que acabó al ser posado en una tierra desconocida, ocre el suelo y las montañas que se veían al fondo. El pájaro desapareció dejándole en aquel desierto. En su pura desnudez, se encaminó hacia el Este montañoso y penetró en un desfiladero que le condujo hasta un valle de exuberante vegetación en la cual se combinaban todos los verdes imaginables. Un vergel repleto de plantas, ríos y cascadas esperaba a ser descubierto.

Al día siguiente solicitó su admisión en la fraternidad masónica, con gran alegría de su padre.

La iniciación supuso una gran experiencia.

Las entrevistas que mantuvo tres días en tres lugares diferentes y con tres personas a las que nunca había visto, le hicieron comprender que para ingresar en masonería no valían las recomendaciones. Tenía que demostrar no solamente la sinceridad de sus intenciones sino también desnudar su alma como quien desnuda el cuerpo para que el ojo clínico de un especialista pueda descubrir síntomas de mala salud o el excelente estado del paciente.

El primer contacto real como profano dentro del mundo masónico fue el Gabinete de Reflexión. Aislado, en la penumbra, solo consigo mismo, ante los enigmas puestos delante de él, una prefiguración de la muerte, debía comprender que iniciación equivale a Muerte y Resurrección. Un descenso a los infiernos y ascensión a los cielos. Mito épico de Ulises, de Eneas, de Dante, mito de la caverna platónica, retorno al centro, a la madre tierra para convencerse de que la conquista del cielo no debe hacernos olvidar que tenemos los pies en la tierra.

El engranaje en el que había entrado se iba encajando en las muescas de una rueda que, a su vez, imprimía movimiento a otra, creando así las circunstancias de un nuevo giro en su vida.

Dejó la imprenta en la que había entrado a trabajar tres años antes, ocupando el puesto de su vecino Manuel, un soñador aventurero que un día decidido a probar fortuna se marchó hasta un puerto para enrolarse en un barco. Carlos comenzó ese trabajo con ilusión, entusiasmado por formar parte de ese hermoso oficio en el que iba a conocer el proceso de fabricación que permitía a personas como él, tener un libro en las manos y disfrutar de su lectura.

La primera vez que entró en la nave de impresión, el intenso olor a grasa y a las resmas de papel apiladas, fue un aroma que se pegó a su paladar sin desagrado.

Llenar la cubeta de agua fuerte, limpiar las planchas, la de cinc y la de cobre, preparar la solución de goma, cambiar el husillo de presión del raspador, engrasar las prensas, en fin, aprender el arte del impresor poniendo extremo cuidado en no aprisionarse una mano en el rodillo y escuchar con atención los consejos que le daban cuando alguna vez se equivocaba, fue su aprendizaje al principio. Poco después, los estudios que había seguido en la escuela y su talante intelectual motivaron su traslado a la oficina encristalada que daba sobre el taller en donde hacía más falta, pasando así de la bata de obrero impresor a ponerse los manguitos de escribiente.

Sin embargo, la ínfima paga que recibía, los problemas por los que estaba pasando la imprenta y, sobre todo, el trato despótico que últimamente le dispensaba Don Ulises, el dueño del negocio con el carácter avinagrado, hacían que se sintiera insatisfecho, poco seguro y muy incómodo en su trabajo. Por eso, no dudó en aceptar el ofrecimiento de Fermín, fabricante y vendedor de corbatas, un entrañable viejo masón que además era su instructor y guía en la logia.

La experiencia adquirida en la oficina en su anterior empleo, le sirvió para no defraudar a su nuevo jefe llevando la teneduría de los libros de contabilidad. Además, con un sentido artístico que ignoraba pero que le divertía, sacaba tiempo para dibujar sobre patrones de corbatas preparados, nuevos diseños que, ante su sorpresa, más de una vez fueron aceptados y realizados.

Dos jueves al mes, iba a la Logia. El complejo simbolismo del ritual de apertura y de cierre de las reuniones no terminaba de darle pistas sobre la labor en la que se había comprometido con su juramento el día de su iniciación.

Desbastar las asperezas de esa piedra bruta en la que se encierra el ser humano y dejar al descubierto la geometría perfecta que configura su interior. La transmutación del plomo en oro de los antiguos alquimistas. Conocimiento para saber emplear el cincel de los ideales sirviéndose del martillo de la voluntad, consiguiendo así dar forma a los objetivos más sinceros y devenir una parte de los pilares de una sociedad justa y libre.

La cena, el ágape en los términos masónicos, que a la salida de la tenida todos compartían, se convertía cada vez en una fiesta improvisada alrededor de una mesa en la que los comensales disfrutaban por igual de la comida y de los lazos de fraternidad que les unían.

Los sábados, después del trabajo, y los domingos también, salía con un par de amigos, Rafael y Agustín, fieles en su amistad desde el tiempo en que iban juntos a la escuela. Iban a dar una vuelta, conquistaban a las chicas, las invitaban a tomar un refresco, las acompañaban hasta la puerta de sus casas y volvían sobre sus pasos, alegres, comentando las picardías de su edad. Ya anochecido, la penumbra de la tarde y el silencio de las calles solitarias les movían a conversar más seriamente, intimando con las confidencias que se hacían. A pesar de esa relación de amigos inseparables, Carlos nunca les reveló su condición de masón.

Pura coincidencia o azares del destino, el caso es que en una de esas salidas, dos chicas con las que habían paseado varias veces dieron el sí al amor que una noche de luna les declararon Rafael y Agustín, que anunciaron su noviazgo al mismo tiempo.

La situación de los tres amigos cambió radicalmente. Por primera vez desde que eran niños, la costumbre de quedar los sábados y los domingos pasó a ser un recuerdo de juventud que tanto gusta comentar y revivir con el paso de los años.

Carlos, solo ahora, no encontraba la manera de llenar sus ratos de ocio.

Un sábado, caminando sin rumbo, con el pensamiento ocupado en lo sucedido en poco tiempo en su vida, al llegar al final de la alameda por la que paseaba, tomó otra dirección y sus pies le desviaron hacia una calle por la que nunca había pasado antes.

Sobre un portón, adornado con bombillas de colores encendidas, un gran cartel anunciaba un baile. Grupos de muchachas y muchachos, y soldados bulliciosos se arremolinaban en la entrada por la que salía la música del interior. La animación de esos jóvenes que penetraban alegremente en el local rompió la melancolía de Carlos. Se detuvo y, echándose mano al bolsillo, sacó una peseta y compró la entrada.

El ritmo del sonido estridente con el que desde su podio la orquesta interpretaba una pieza, no parecía molestar a nadie. Las parejas se dejaban llevar por la música imprimiendo un contoneo exagerado a sus cuerpos y contagiándose así ellos mismos de su propia diversión.

Carlos, mientras fumaba un cigarrillo, se quedó frente a la pista mirando a esas parejas que se movían, daban vueltas y más vueltas, incansables, y agitaban de arriba abajo sus manos entrelazadas con las variaciones de sus pasos. Sin nadie que le acompañara, no se sentía cómodo, no se encontraba a gusto y se preguntó por qué diablos se le habría ocurrido entrar. Casi malhumorado, se culpabili- zaba por no haber continuado su paseo, que es a lo que había salido, y por haberse dejado arrastrar por la alegría de otras personas que ellas sí habían decidido pasar su tarde en el baile.

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