Los árboles mueren de pie (4 page)

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Authors: Alejandro Casona

Tags: #Teatro, Romantico, Juvenil

BOOK: Los árboles mueren de pie
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MAURICIO.

¿No...?
(La mira fijo un momento. Baja el tono.)
Dígame ¿estaría usted aquí ahora si yo no hubiera "jugado" anoche?

ISABEL.


(Vacila turbada.)
Perdón.
(Vuelve a sentarse.)

MAURICIO.

Si viera nuestros archivos se asombraría de lo que puede conseguirse con un poco de fantasía... y contando, naturalmente, con la fantasía de los demás.

ISABEL.

Debe ser un trabajo bien difícil. ¿Tienen éxito siempre?

MAURICIO.

También hemos tenido nuestros fracasos. Por ejemplo: una tarde desapareció un niño en un parque público mientras la niñera hablaba con un sargento... Al día siguiente desaparecía otro niño mientras la mademoiselle hacía su tricota. Y poco después, otro, y otro, y otro... ¿Recuerda el terror que se apoderó de toda la ciudad?

ISABEL.

¿También era usted el ladrón de niños?

MAURICIO.

Naturalmente. Eso sí, nunca estuvieron mejor atendidos que en esta casa.

ISABEL.

Pero ¿qué es lo que se proponía?

MAURICIO.

Cosas del pedagogo. Realmente era una pena ver a aquellas criaturas siempre abandonadas en manos extrañas. ¿Dónde estaban los padres? Ellos en sus tertulias, ellas en sus fiestas sociales y en sus tés. Era lógico que al producirse el pánico se aferraran desesperadamente a sus hijos ¿verdad? ¡Desde mañana todos juntos al parque!

ISABEL.

¿Y no resultó?

MAURICIO.

Todo al revés de como estaba calculado. El pánico se produjo, pero los padres siguieron en sus tertulias, las madres en sus tés ¡y los pobres chicos en casa, encerrados con llave! Un fracaso total.

ISABEL.

¡Qué lástima! Era una bonita idea.

MAURICIO.

No volverá a ocurrir: ya hemos expulsado al pedagogo y hemos tomado en su lugar a un ilusionista de circo.
(Isabel sonríe ya entregada.)
Gracias.

ISABEL.

¿A mí? ¿Por qué?

MAURICIO.

Porque al fin la veo sonreír una vez. Y conste que lo hace maravillosamente bien. Usted acabará siendo de los nuestros.

ISABEL.

No creo. ¿Son ustedes muchos?

MAURICIO.

Siempre hacen falta más. Sobre todo, mujeres.

ISABEL.

Dígame... Una especie de tirolés que pasó por aquí a gritos, con unos perros...

MAURICIO.

Bah, no tiene importancia. Un aficionado.

ISABEL.

¿Pero a qué se dedica?

MAURICIO.

Anda escondido por los montes soltando conejos y perdiendo perros. Es un protector de cazadores pobres.

ISABEL.

Ya, ya, ya. ¿Y un mendigo que entró muy misterioso por esa librería, con un collar de perlas...?

MAURICIO.

¿El ladrón de ladrones? Ese es más serio. ¡Tiene unas manos de oro!

ISABEL.

¿Para qué?

MAURICIO.

Está especializado en esos muchachos que salen de los reformatorios con malas intenciones...
(Gesto de robar.)
¿Comprende?

ISABEL.

Comprendo. Cuando ellos... ¿eh?
(Gesto de robar con los cinco dedos.)
él los sigue, y...
(Repite el gesto delicadamente con el índice y el pulgar.)
¿Eh...?

MAURICIO.

¡Exactamente!
(Ríen los dos.)
¿Ve cómo ya va entrando?

ISABEL.

Claro, claro. ¿Y después?

MAURICIO.

Después los objetos robados vuelven a sus dueños, y el ladronzuelo recibe una tarjeta diciendo: "Por favor muchacho, no vuelva a hacerlo, que nos está comprometiendo". A veces da resultado.

ISABEL.

¿Sabe que tiene unos amigos muy pintorescos? Artistas profesionales, supongo.

MAURICIO.

Artistas sí; profesionales, jamás. Los actores profesionales son muy peligrosos en los mutis, y el que menos pediría reparto francés en el cartel.

ISABEL.


(Mira en torno complacida)
Es increíble. Lo estoy viendo y no acaba de entrarme en la cabeza.
(Confidencial.)
¿De verdad, de verdad, no están ustedes un poco?...

MAURICIO.


(Ríe)
Dígalo, dígalo sin miedo; tal como va el mundo todos los que no somos imbéciles necesitamos estar un poco locos.

ISABEL.

Me gustaría ver los archivos; deben tener historias emocionantes ¡tan complicadas!

MAURICIO.

No lo crea; las más emocionantes suelen ser las más sencillas. Como el caso del Juez Mendizábal. ¡Nuestra obra maestra!

ISABEL.

¿Puedo conocerla?

MAURICIO.

Cómo no. Una noche el Juez Mendizábal iba a firmar una sentencia de muerte; ya había firmado muchas en su vida y no había peligro de que le temblara el pulso. Todos sabíamos que ni con súplicas ni con lágrimas podría conseguirse nada. El Juez Mendizábal era insensible al dolor humano, pero en cambio sentía una profunda ternura por los pájaros. Frente a su ventana abierta el Juez redactaba tranquilamente la sentencia. En aquel momento, en el jardín, rompió a cantar un ruiseñor. Fue como si de pronto se oyera latir en el silencio el corazón de la noche. Y aquella mano de hielo tembló por primera vez. Sólo entonces comprendió que hasta en la vida más pequeña hay algo tan sagrado y tan alto, que jamás un hombre tendrá el derecho de quitársela a otro. Y la sentencia no se firmó.

ISABEL.

¡Ah, no, no, no, por favor, esto es demasiado! ¡No irá a decirme que también aquel ruiseñor era usted!

MAURICIO.

No, yo no he llegado a tanto. Pero tenemos un imitador de pájaros ¡prodigioso! Algunas noches de verano, en señal de gratitud, le hacemos volver a cantar al jardín de Mendizábal. ¿Está ya claro todo?

ISABEL.

Todo. Lo que no me explico es por qué tienen que esconderse, como si estuvieran haciendo algo ilegal.

MAURICIO.

Es que desdichadamente es así. No hay ninguna ley que autorice a robar niños, ni está permitido sobornar a los jueces aunque sea con el canto de un ruiseñor.
(Se le acerca, íntimo.)
Ahora piénselo. Aquí tiene una casa, unos buenos amigos, y un hermoso trabajo. ¿Quiere quedarse con nosotros?

ISABEL.

Se lo agradezco, pero ¿qué puedo hacer yo? La más torpe, la última. Estoy cansada de oírlo cientos de veces en el taller. ¡No sirvo para nada!

MAURICIO.

Primero crea que sirve, y luego servirá. Y no piense que hacen falta grandes cosas; ya ha visto que, a veces, basta un simple ramo de rosas para salvar una vida. Usted, por lo pronto, tiene una sonrisa encantadora.

ISABEL.

Gracias, muy amable.

MAURICIO.

Cuidado, entendámonos: no es una galantería, es una definición. Le estoy hablando como director, y mi deber es convertir esa sonrisa, que no es más que encantadora, en una sonrisa útil.

ISABEL.

¿Cree que una sonrisa puede valer algo?

MAURICIO.

Quién sabe. ¿Ha paseado alguna vez por detrás de la cárcel?

ISABEL.

¿Para qué? Es un baldío triste, lleno de hierro viejo y de basura.

MAURICIO.

Pero sobre ese baldío hay una reja, y aferrado a esa reja un hombre siempre solo, sin más que ese paisaje sucio delante de los ojos. Pase usted por allí mañana al mediodía, mire hacia la reja, y sonría. Nada más. Al día siguiente, vuelva a pasar a la misma hora. Y al otro, y al otro...

ISABEL.

No comprendo.

MAURICIO.

La peor angustia de la cárcel es el vacío, que hace inacabable el tiempo. Cuando ese hombre vea que el milagro se repite, hasta las noches le serán más cortas, pensando: "mañana, al mediodía..."
(Le tiende la mano.)
¿Compañeros?

ISABEL.


(Resuelta)
Compañeros.

MAURICIO.

Gracias. Estaba seguro. (Se dirige al audífono alegremente. Dentro empieza a oírse el canto del ruiseñor.) ¡Hola! ¿Helena? Ya puede venir. Y tráigame a ese señor.

ISABEL.


(Escuchando inmóvil)
¡Realmente es prodigioso!

MAURICIO.

¿El qué?

ISABEL.

Su imitador de pájaros.

MAURICIO.

¿Eso? Nunca. El nuestro lo hace mucho mejor ¡un artista!
(Despectivo.)
Ese que está cantando es un ruiseñor de verdad.
(Vuelve la secretaria con el Sr. Balboa.)

ISABEL, MAURICIO, HELENA, BALBOA

HELENA.

¿Todo resuelto?

MAURICIO.

Todo; la señorita se queda con nosotros.

HELENA.

¡Por fin! Felicitaciones.

MAURICIO.

Déle la habitación sobre el jardín y preséntela a todos. Va a empezar mañana mismo.

HELENA.

A sus órdenes. Por aquí, señorita. (Se dirige a primera izquierda. Isabel estrecha las manos al señor Balboa.)

ISABEL.

Encantada, señor. ¡Ha sido un secuestro maravilloso!

MAURICIO.


(Deteniéndola cuando llega a la puerta.)
Un momento, compañera; primer ensayo. Ahí, el baldío; aquí, la reja. A ver.

ISABEL.


(Sonríe feliz)
¿Así?

MAURICIO.

Así. Muchas gracias.
(Isabel sale sin dejar de mirarle y sonreír. Mauricio queda un momento con la mano en alto, detenido en el saludo. Parece que, contra sus teorías, la sonrisa le ha inquietado extrañamente. Trata de hojear unas carpetas distraído, silbando entre dientes, pero sus ojos vuelven a la puerta. El señor Balboa tose ostensiblemente para llamar su atención. Mauricio se vuelve bruscamente.)

MAURICIO y BALBOA

MAURICIO.

Oh, perdón, se me había olvidado. ¿Señor?...

BALBOA.

Balboa. Fernando Balboa.

MAURICIO.

Supongo que la secretaria le habrá puesto al corriente de todo. ¿Está tranquilo ya?

BALBOA.

Confieso que pasé lo mío. Ahora, si no fuera lo que me trae aquí, casi me darían ganas de reír; pero todavía tengo seca la garganta.

MAURICIO.

Si no es más que eso, pronto se arregla.
(Abre un pequeño bar.)
¿Whisky... Jerez?...

BALBOA.

Cualquier cosa húmeda.
(Mauricio sirve.)
Cuando el Doctor Ariel me recomendó esta dirección vine sin grandes esperanzas. Pero después de lo que acabo de oír veo que tenía razón; si hay alguien capaz de salvarme, ese alguien es usted.

MAURICIO.

Haremos lo que se pueda.
(Le tiende una copa.)
Hábleme sin ninguna reserva.
(Mientras el señor Balboa habla, Mauricio toma alguna nota rápida.)

BALBOA.

La historia viene de lejos pero cabe en pocos minutos. Imagínese una gran familia feliz donde la desgracia se ensaña de pronto hasta dejar solos a los dos abuelos y un nieto. El miedo de perder aquello último que nos quedaba nos hizo ser demasiado indulgentes con él. Esa fue nuestra única culpa. Amistades sospechosas, noches enteras fuera de casa, deudas de juego. Un día desaparecía una alhaja de la abuela. "Es un cabeza loca... no le digas nada." Cuando quise imponerme ya era tarde. Una madrugada volvió con los ojos turbios y una voz desconocida. Era apenas un muchacho y ya tenía todos los gestos del hombre perdido. Le sorprendí forzando el cajón de mi escritorio. Fue una escena que no quisiera recordar. Me insultó, llegó hasta levantar la mano contra mí. Y doliéndome en carne propia, yo mismo le crucé la cara y lo puse en la calle.

MAURICIO.

¿No volvió?

BALBOA.

Nunca. Su única virtud era el orgullo. Cuando tratamos de encontrarlo se había embarcado como polizón en un carguero que salía para el Canadá. Hace de esto veinte años.

MAURICIO.


(Anota)
. Complejo de culpa. ¿Puedo anotar veinte años de remordimiento?

BALBOA.

No. Fue la noche peor de mi vida pero si volviera a ocurrir, cien veces volvería a hacer lo mismo. El tiempo se encargó de darme la razón.

MAURICIO.

¿Tuvo noticias de él?

BALBOA.

Ojalá no las hubiera tenido. De la trampa de juego pasó al contrabando y a la estafa; de la pelea de barrio a los papeles falsos y la pistola en el bolsillo. Un canalla profesional. Naturalmente, la abuela sigue sin saber nada de esto, pero nuestra casa estaba destruida. Nunca me dijo una palabra de reproche, pero aquel piano cerrado, aquel sillón vuelto de espaldas a la ventana y aquel silencio tenso de años y años eran la peor de las acusaciones; como si yo fuera el culpable. Al fin un día llegó a sus manos una carta del Canadá.

MAURICIO.


(Impaciente.)
¿Pero en qué estaba usted pensando? ¿No pudo impedir que cayera en sus manos una carta así, que podía matarla?

BALBOA.

Al contrario: era la carta de la reconciliación. Mi nieto pedía perdón y llenaba tres páginas de hermosas promesas y de buenos recuerdos.

MAURICIO.

Disculpe; me había adelantado estúpidamente.

BALBOA.

No, ahora es cuando se está adelantando. Aquella carta era falsa; la había escrito yo mismo.

MAURICIO.

¿Usted?

BALBOA.

¿Qué otra cosa podía hacer? La pobre vieja se me iba muriendo en silencio día por día. Y con aquellas tres páginas el piano volvió a abrirse y el sillón volvió a mirar otra vez hacia el jardín.

MAURICIO.

Muy bien. Un poco elemental, pero eficaz.
(Anota.)
"Mentira piadosa." ¿Y después?

BALBOA.

Después no quedaba otro camino que seguir la farsa. La abuela contestaba feliz, y cada dos o tres meses, una nueva carta del Canadá para alimentar el fuego.

MAURICIO.

Comprendo; es la bola de nieve.

BALBOA.

Un día mi nieto se graduaba en la Universidad de Montreal; otro día, era un viaje en trineo por bosques de abetos y lagos; otro, abría su estudio de arquitecto. Después se enamoraba de una muchacha encantadora. Finalmente, por mucho que traté de prolongar el noviazgo, no tuve más remedio que casarlos. Y todo era poco; las mujeres siempre quieren más, más... Y ahora...
(Le falla la voz emocionada.)

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