Los trece cardenales aguardaban sentados en sus asientos de madera de altos respaldos, sus rostros contorsionados por el malestar, tensos, pálidos, fantasmagóricos. La larga línea que dibujaban sus birretas parecía una gran cinta colgada frente a la representación del juicio Final que presidía la sala.
César se levantó para dirigirse a ellos.
—Estamos aquí reunidos para decidir cuál debe ser mi futuro. Antes que nada, vuestras eminencias deben saber que nunca ha sido mi deseo vivir una vida dedicada a la Iglesia, sino que fue el deseo de mi padre, Su Santidad, Alejandro VI, quien, con las mejores intenciones y movido por su sincero aprecio hacia mí, tomó la decisión. No fue mi elección y nunca será mi vocación.
Sorprendidos por la franqueza de César, los cardenales se movieron nerviosamente en sus asientos.
—Mi deseo es liderear los ejércitos pontificios y, si es necesario, entregar mi vida por la mayor gloria de Roma y de la Iglesia. Además, también quiero formar una familia. Ése es mi más sincero deseo, ésa es mi verdadera vocación. Y por ello solicito humildemente quedar liberado de mis votos y que aceptéis mi renuncia al púrpura cardenalicio.
—Si permitiéramos algo así, correríamos el riesgo de que un cardenal sirviera a un rey que pudiera luchar contra la Iglesia y contra el reino de España —protestó un cardenal español. Alejandro permaneció en silencio.
Aunque todos los cardenales habían sido informados previamente de los deseos del sumo pontífice, ahora varios de ellos lo miraron, como buscando que los guiara en esta crucial decisión.
—Mi hijo ha tomado su decisión movido por el sincero anhelo de su alma —intervino finalmente Alejandro—. Como él mismo acaba de decir, su verdadera vocación es la vida seglar. Desea formar una familia y, por encima de todo, desea vivir la vida de un soldado, Si no permitimos que renuncie a sus votos, sus apetitos terrenales serán causa de gran vergüenza para la Iglesia, pues César parece incapaz de refrenar sus pasiones mundanas. Todos estaréis de acuerdo conmigo en que un comportamiento así no beneficia a la Santa Iglesia de Roma. Además, no debemos olvidar que, con su decisión, el cardenal Borgia renuncia a treinta y cinco mil ducados en territorios y beneficios y que esos privilegios revertirán en beneficio del consistorio cardenalicio. Por todo ello, os pido que aceptéis la renuncia del cardenal.
El voto fue unánime, pues los beneficios prometidos disiparon toda posible oposición.
A continuación, en una breve ceremonia, el sumo pontífice liberó a su hijo de sus votos y le otorgó su bendición.
Y así fue como César Borgia se despojó de sus vestiduras eclesiásticas y de la birreta cardenalicia en presencia de los trece cardenales y, tras inclinarse ante los miembros del consistorio en señal de respeto y gratitud, abandonó la sala convertido en un nuevo hombre. Por fin era libre para forjar su propio destino.
De vuelta en sus aposentos, Alejandro se sentía triste. Había construido un proyecto con la esperanza de que César se convirtiera en el nuevo papa, pero ahora que Juan estaba muerto había tenido que ceder a sus deseos, pues necesitaba un hombre en quien pudiera confiar para liderear los ejércitos pontificios.
Cada vez más afligido, algo inusual en un hombre de la naturaleza optimista del Santo Padre, Alejandro decidió descansar de sus obligaciones durante el resto del día. Para deshacerse de la melancolía que pesaba sobre su corazón, dispondría que le dieran un masaje, pues los placeres del cuerpo eran el mejor camino para elevar el espíritu.
Mandó llamar a Duarte y le comunicó que, de presentarse algún asunto que requiriese urgentemente de su intervención, lo encontraría en sus aposentos privados. Si alguien preguntaba por la razón de su ausencia, Duarte debía decir que el médico personal del sumo pontífice le había insistido en la conveniencia de recibir un largo masaje.
Apenas había transcurrido una hora cuando Duarte entró en los aposentos privados del papa.
—Alguien desea veros, Su Santidad —anunció el consejero de Alejandro—. Al parecer se trata de una cuestión de gran importancia.
—Ay, Duarte —dijo Alejandro, que yacía boca abajo con una toalla de algodón como toda vestimenta—, tienes que dejar que estas mujeres.
—Pero dime, amigo mío, ¿quién es esa persona a la que tanto le urge verme? —preguntó Alejandro.
—Georges d'Amboise, el embajador francés —contestó Duarte—. ¿Deseáis que le diga que espere?.
—Dile que si lo que desea comunicarme es tan importante tendrá que hablar conmigo tal y como estoy, pues por nada en el mundo estoy dispuesto a renunciar a este momento de éxtasis antes de lo previsto —dijo Alejandro—. Después de todo, incluso un papa tiene derecho a honrar el templo de su cuerpo. ¿o acaso no es también el cuerpo una creación del Señor?.
—Como sabe Su Santidad, la teología nunca ha sido mi especialidad —contestó Duarte—. Pero, tratándose de un francés, no creo que se asuste ante los placeres de la carne.
Y así fue como el sumo pontífice recibió desnudo al embajador del rey de Francia con dos atractivas jóvenes frotándole las piernas y la espalda. Duarte se ausentó inmediatamente, pues otra cuestión reclamaba su atención.
Georges d'Amboise, como el hombre sofisticado y diplomático que era, no dejó traslucir su sorpresa al encontrar al sumo pontífice en esa situación.
—Podéis hablar con entera libertad, embajador —dijo Alejandro sin más preámbulos—. Os aseguro que estas jóvenes no sienten el menor interés por las cuestiones de Estado.
—Tengo instrucciones concretas de que nadie excepto Su Santidad escuche lo que debo decir —dijo D'Amboise.
Visiblemente contrariado, Alejandro ordenó a las dos jóvenes que los dejaran solos. Cuando por fin se levantó, el embajador bajó la mirada eludiendo todo contacto con la desnudez del papa.
—Los franceses hacéis de la discreción un modo de vida, pero los rumores flotan en el aire y os aseguro que no hay nada que pueda mantenerse en secreto en una corte, ni en la del rey de Francia ni en la de Roma. Pero ahora estamos solos, tal y como deseabais. Podéis hablar.
Georges D'Amboise se aclaró la garganta repetidamente, intentando encontrar la tranquilidad necesaria para abordar un asunto tan delicado delante de un hombre desnudo.
—Pensaba que los franceses eran célebres por su falta de pudor —dijo Alejandro con una sonrisa divertida mientras observaba su corpulenta desnudez—. Si me concedéis unos instantes, me vestiré. Así recuperaréis vuestra voz.
—El rey Carlos ha muerto —dijo D'Amboise una vez que el papa, ya vestido, lo condujo a su estudio—. Se golpeó la cabeza con una viga de madera en un desafortunado accidente. Perdió la conciencia inmediatamente y, a pesar de los cuidados de sus médicos, falleció pocas horas después. Nada pudimos hacer. Su hermano, Luis XII, es el nuevo rey de Francia. Es él quien me envía para que os comunique, Santidad, que pretende reclamar sus derechos sobre Nápoles y Milán, ya que legítimamente le pertenecen.
—¿Debo entender que vuestro nuevo rey se dispone a invadir la península Itálica?.
El embajador D'Amboise asintió,
—Así es, pero mi monarca desea que sepáis que en ningún momento desea perjudicar ni a Su Santidad ni a la Santa Iglesia de Roma.
—¿Y cómo puedo saber que lo que decís es cierto? —preguntó Alejandro.
—Tenéis mi palabra y la de mi soberano —dijo el embajador al tiempo que se llevaba la mano al pecho.
Alejandro reflexionó en silencio sobre la situación.
—Y, decidme, ¿qué espera el rey Luis de la Iglesia a cambio de tan generosa conducta? —preguntó finalmente—. Pues si me ofrece esta información y me asegura su lealtad, sin duda deseará obtener algo a cambio.
—En efecto, hay algo que Su Santidad puede hacer por mi señor —dijo D'Amboise sin más rodeos—. Mi soberano no está satisfecho con su matrimonio con Juana de Francia.
—Mi querido D'Amboise —dijo Alejandro con gesto divertido—, ¿no pretenderéis decirme que vuestro monarca desea anular sus esponsales con la hija deforme de Luis XI? La verdad es que no me sorprende. Aunque he de confesar que me decepciona su falta de caridad. Esperaba una actitud más compasiva de vuestro señor.
Aparentemente ofendido por los comentarios de Alejandro, el tono de voz del embajador se tornó más frío y formal.
—Os aseguro que nada tiene que ver su belleza, Su Santidad —dijo D'Amboise—. La cuestión es que su esposa no ha sido capaz de proporcionarle un heredero.
—Y, decidme, ¿ha pensado ya el rey Luis en una posible sustituta? —preguntó Alejandro, que ya sospechaba la respuesta.
El embajador asintió.
—Desea contraer esponsales con Ana de Bretaña, la viuda de su difunto hermano, el rey Carlos VIII.
Alejandro rió abiertamente.
—Ahora lo entiendo —dijo—. Vuestro rey desea casarse con su cuñada y para eso necesita obtener la dispensa del Santo Padre. A cambio ofrece respetar las tierras de la Iglesia en su camino hacia Nápoles y Milán.
—Así es, Su Santidad —dijo D'Amboise con evidente alivio—. Aunque yo hubiera empleado otras palabras para expresarlo.
—Me planteáis una cuestión sumamente delicada —dijo Alejandro, y su voz de barítono retumbó en las paredes del estudio—. Recordad que en los Diez Mandamientos está escrito que no desearás a la mujer de tu hermano.
—Con vuestro permiso, Santidad, quisiera recordaros que las Sagradas Escrituras pueden ser objeto de interpretaciones más o menos estrictas —dijo el embajador con voz entrecortada.
—Así es, amigo mío. Así es —dijo Alejandro al cabo de unos segundos—. Y, aun así, antes de dar mi consentimiento, hay algo que quisiera pediros, pues lo que vuestro monarca solicita de mí es una gran indulgencia.
D'Amboise permaneció en silencio.
—Sin duda sabréis que mi hijo César ha colgado los hábitos. Ahora, es mi deseo que contraiga matrimonio lo antes posible. La hija del rey Federico de Nápoles, la princesa Carlotta, parece una candidata apropiada y, sin duda, vuestro monarca podría influir favorablemente en su decisión. Supongo que podré contar con el apoyo del rey Luis.
—Haré todo lo que esté en mi mano para que así sea, Su Santidad. Mientras tanto, os rogaría humildemente que meditaseis sobre la petición del rey.
—No me cabe duda de que las cortes de Francia y de Roma pronto celebrarán dos felices esponsales, embajador —dijo finalmente Alejandro, dando la entrevista por zanjada.
César había enviado numerosos mensajes a Santa Maria in Portico pidiéndole a Lucrecia que se reuniera con él, pero su hermana siempre le respondía que tenía otros compromisos y que lo avisaría tan pronto como le fuera posible. El desconsuelo inicial de César no tardó en dar paso a un sentimiento de cólera.
Su hermana no era tan sólo su amante, sino también su más querida amiga y, ahora que había renunciado a la birreta cardenalicia, César deseaba compartir sus planes con ella. Pero, durante los últimos meses, Lucrecia sólo parecía tener tiempo para su esposo, con quien acudía a todo tipo de banquetes y festejos, donde ambos se rodeaban de poetas y artistas.
César intentaba no imaginar a Lucrecia compartiendo el lecho con Alfonso, aunque no era ajeno a los rumores que aludían a la pasión que envolvía a los recién casados.
El hijo del papa pasaba la mayor parte del tiempo estudiando estrategias militares e intentando determinar cuál sería la alianza matrimonial más conveniente para el papado. Pero anhelaba compartir sus pensamientos con su hermana, pues ¿quién mejor que ella podría ofrecerle su consejo?.
Libre de las limitaciones que le imponía el púrpura cardenalicio, César pasaba las noches en compañía de cortesanas y, en alguno de estos imprudentes encuentros, se contagió de la sífilis. El médico del Vaticano experimentó distintas curas con César, por lo que éste tuvo que pasar varias semanas cubriendo sus pústulas con fardos calientes de piedra pómez y con toda clase de hierbas. Fue sajado, frotado y lavado una y otra vez, hasta que sus llagas finalmente desaparecieron y, aunque le quedaron algunas cicatrices, ninguna de ellas estaba en un lugar que no pudiera ocultar bajo sus ropas.
Una vez recuperado, le envió una nueva misiva a Lucrecia pidiéndole que se reuniera con él, pero, dos días después, todavía no había obtenido respuesta. Deambulaba, furioso, por sus aposentos, pensando.
Lucrecia llegó al Vaticano y Césarno tardó en llamar a la puerta del pasadizo secreto. Ahí estaba Lucrecia, radiante y más bella que nunca. César la estrechó entre sus brazos con toda su pasión reprimida, pero sus labios apenas se habían encontrado cuando Lucrecia apartó el rostro.
—¿Es esto lo que has venido a ofrecerme? —preguntó César sin disimular sus celos. Después se dio la vuelta sin esperar una respuesta. Lucrecia le rogó que la mirara, pero él se negó.
—César, hermano mío, no te enojes conmigo, por favor. Las cosas han cambiado —dijo—. Amo a mi esposo. Y, ahora que has dejado de ser cardenal, tú también encontrarás una mujer a la que amar.
César se volvió hacia su hermana. Sentía una terrible opresión en el pecho. Sus ojos brillaban enloquecidos.
—Así que es cierto —dijo—. Después de todos estos años, has olvidado el amor que compartimos y has entregado tu corazón a otro hombre.
Lucrecia intentó acercarse a su hermano. —Alfonso me colma de atenciones —dijo con lágrimas en los ojos—. Es un amor que llena mi vida y mi corazón pero, sobre todo, es un amor que no tengo que ocultar. Es un amor limpio, César, un amor bendecido; algo que a nosotros siempre nos estuvo prohibido.
—¿Qué ha sido entonces de todas tus promesas? Me juraste que nunca amarías a otro como me amabas a mí, pero ahora son otros los labios que besas con pasión, son otras las manos que hacen que tu cuerpo se estremezca.
—Nadie ocupará nunca tu lugar en mi corazón, hermano mío —dijo Lucrecia con voz temblorosa—. Tú fuiste mi primer amor, César. Tú fuiste el primero con el que compartí los secretos de mi cuerpo —continuó diciendo al tiempo que se acercaba a él—. César, tú eres mi hermano y nuestro amor siempre ha estado manchado por el pecado —dijo mirándolo fijamente a los ojos mientras sujetaba su rostro entre sus manos—. Aunque nuestro padre lo permitiera, la nuestra era una relación pecaminosa y tú lo sabes tan bien como yo.
—¡Pecado! —exclamó César—. ¡Nuestro amor nunca fue un pecado! —gritó—. Nuestro amor es lo único limpio que ha habido en mi vida.