Los Borgia (37 page)

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Authors: Mario Puzo

Tags: #Novela, #Histórico

BOOK: Los Borgia
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César intentó acercarse a su hermana, intentó explicarle que Alfonso había intentado acabar con su vida primero, pero al ver el odio en el rostro de Lucrecia las palabras no salieron de sus labios, Lucrecia corrió a las estancias de su padre.

—Nunca os perdonaré, padre —amenazó al sumo pontífice en cuanto estuvo en su presencia—. Me habéis causado más dolor del que podáis imaginar. Si fue vuestra la orden de acabar con la vida de mi esposo, deberíais haber callado por el amor que decís sentir por mí. Y, si el culpable es mi hermano, deberíais haberlo detenido. Nunca volveré a amaros, a ninguno de los dos, pues habéis traicionado mi confianza.

El la miraba con sorpresa.

—¿Por qué hablas así, Lucrecia? ¿Qué ha ocurrido?

—Me habéis arrancado el, corazón —dijo ella con los ojos llenos de odio—. Habéis roto un pacto que estaba sellado en el cielo.

Alejandro se levantó y se acercó lentamente a su hija. No intentó abrazarla, pues sabía que ella rechazaría su roce.

—Mi querida niña —dijo—, nunca quise hacerle ningún daño a tu esposo. Fue él quien intentó asesinar a tu hermano César. Y, aun así, ordené que fuera protegido. Pero nadie podía evitar que tu hermano se protegiera de su agresor —añadió finalmente al tiempo que inclinaba la cabeza.

Al ver la angustia en el rostro de su padre, Lucrecia se dejó caer de rodillas a sus pies.

—Debéis ayudarme a comprender, padre —dijo sin dejar de llorar al tiempo que se cubría el rostro con las manos—. ¿Qué clase de demonio habita en este mundo? ¿Qué clase de Dios es éste que permite que muera un amor como el nuestro? ¡Es una locura! Decís que mi esposo intentó matar a mi hermano y que mi hermano asesinó a mi esposo. Entonces, sin duda, sus almas arderán en el infierno y yo nunca volveré a verlos. Los he perdido a los dos para siempre.

Alejandro apoyó una mano sobre el cabello de su hija, intentando calmar su dolor.

—No llores, hija mía. No llores. Dios es misericordioso. Los perdonará, Sí no fuera así, no habría razón para su existencia. Algún día, cuando esta tragedia terrenal llegue a su final, volveremos a estar juntos en el cielo.

—No puedo esperar a la eternidad para ser feliz —dijo Lucrecia, y, sin más, se levantó y salió corriendo de la estancia.

Esta vez, los rumores eran ciertos: César había dado muerte al esposo de su hermana. Pero, antes, el napolitano había intentado matarlo a él en los jardines del Vaticano, por lo que el pueblo de Roma justificó la acción de su capitán general.

Los dos napolitanos fueron capturados, confesaron y fueron ahorcados en la plaza pública.

Pero la ira de Lucrecia no iba a apagarse tan fácilmente.

Aquel día, Alejandro y César estaban en los aposentos privados de! sumo pontífice. Lucrecia irrumpió en la sala y acusó a César de haber matado primero a su hermano y después a su esposo. Alejandro intentó calmar a César, pues no deseaba. que la brecha que se había abierto entre sus dos hijos favoritos se hiciera aún más pronunciada, pero la acusación de su hermana había herido profundamente a César, quien nunca se había defendido ante ella de esa acusación, pues nunca podría haber sospechado que Lucrecia lo creyera culpable del asesinato de Juan.

Habían pasado varias semanas desde la muerte de Alfonso y Lucrecia seguía llorando desconsoladamente a su esposo. Incapaces de presenciar su dolor, Alejandro y César empezaron a evitarla. Cuando Alejandro le dijo a su hija que debía volver junto a sus hijos al palacio de Santa Maria in Portico, Lucrecia insistió en dejar Roma y viajar a Nepi en compañía de los niños y de Sancha. Jofre también podía acompañarla, si ése era su deseo, pero César no sería bienvenido. Antes de partir, al despedirse de su padre, le hizo saber que no deseaba volver a hablar con César en toda su vida.

César luchó contra su propio corazón para no seguir a su hermana a Nepi. Deseaba explicarle lo que sentía, por qué había obrado como lo había hecho, pero sabía que todavía no era el momento adecuado para hacerlo. Así, se entregó en cuerpo y alma a planear la nueva campaña contra la Romaña. Lo primero que debía hacer era viajar a Venecia para conseguir que sus ejércitos no acudieran en defensa de RJmini, Faenza y Pesaro, pues los tres feudos contaban con la protección de los venecianos.

Tras varios días de travesía, César finalmente divisó Venecia desde la cubierta de su buque, La bella ciudad emergía de las oscuras aguas con el esplendor de un dragón mítico. Ahí estaba la plaza de San Marcos.

Al atracar, fue llevado a un imponente palacio bizantino situado junto al Gran Canal, donde varios nobles venecianos lo agasajaron con obsequios. En cuanto estuvo instalado, el capitán general de los ejércitos pontificios solicitó ser recibido por el Gran Consejo, a cuyos miembros propuso un acuerdo tras explicar la posición del papado: los ejércitos pontificios defenderían Venecia de producirse una invasión de la flota del sultán de Turquía; a cambio, Venecia renunciaría a brindar su apoyo a los caudillos de Rimini, de Faenza y de Pesaro.

En una brillante y colorida ceremonia, el Gran Consejo dio su visto bueno al acuerdo e invistió a César con la capa de ciudadano de honor de Venecia. Ahora, el capitán general también era un "caballero veneciano "

Los dos años que Lucrecia había compartido con Alfonso habían sido los más felices de su vida. Durante ese breve período de tiempo, todas las promesas que le había hecho su padre cuando era niña parecían haberse convertido en realidad. Pero ahora, el dolor que la afligía trascendía la muerte de su querido esposo, la pérdida de su dulce sonrisa, de su alegre disposición, de su felicidad junto a él. Con la muerte de su esposo también había perdido la confianza en su padre y en su hermano, hasta en la mismísima Iglesia. Ahora se sentía abandonada, tanto por su padre como por Dios.

Finalmente había ido a Nepi acompañada por Sancha, Jofre, sus dos hijos, Giovanni y Rodrigo, y un reducido séquito de cincuenta criados de su confianza.

Hacía tan sólo un año que Alfonso y ella habían pasado días felices en ese mismo lugar, haciendo el amor, eligiendo bellos muebles y deliciosos tapices para decorar sus estancias, paseando entre los altos robles de la bella campiña de los alrededores.

Nepi era una población pequeña, con una plaza con una bella iglesia erigida sobre el templo de Júpiter y estrechas calles con edificios góticos y algún palacete señorial. Alfonso y Lucrecia habían paseado incontables veces cogidos de la mano por aquellas calles que, ahora, parecían tan tristes y melancólicas como el ánimo de Lucrecia.

Pues daba igual que mirara el negro volcán de Bracciano o la azulada cordillera de Sabina, Lucrecia sólo veía a Alfonso.

Un hermoso día soleado, Sancha y Lucrecia salieron a dar un paseo con los niños. Lucrecia parecía más animada que de costumbre, hasta que el balido de una oveja y el tono lastimero de la flauta de un pastor hicieron que las lágrimas volvieran a aflorar en sus ojos.

Por las noches, a veces se despertaba con la sensación de salir de una pesadilla y buscaba a su esposo, pero sólo encontraba sábanas vacías y soledad. Todo su ser suspiraba por Alfonso. Apenas comía. Nada parecía poder aliviar su dolor. Todas las mañanas se levantaba más fatigada que el día anterior y tan sólo la presencia de sus hijos conseguía dibujar una leve sonrisa en sus labios. Durante el primer mes de estancia en Nepi, Lucrecia tan sólo había sido capaz de encargar a su costurera que le hiciera unos nuevos trajes a sus hijos. Incluso jugar con ellos le resultaba agotador.

Decidida a ayudar a su cuñada, finalmente Sancha intentó dejar a un lado su propio dolor y se entregó en cuerpo y alma a Lucrecia y a los niños. Jofre la ayudaba consolando a Lucrecia y cuidando de los niños; jugaba con ellos, les leía cuentos y, todas las noches, los acostaba con una dulce canción.

Y fue durante ese tiempo cuando Lucrecia empezó a reflexionar sobre sus sentimientos hacia su padre, hacia su hermano y hacia Dios.

César llevaba una semana en Venecia y estaba listo para regresar a Roma y reunir a sus tropas para emprender la campaña contra la Romaña. La noche anterior a su partida, cenó con varios de sus antiguos compañeros de la Universidad de Pisa, disfrutando de los viejos recuerdos y el buen vino.

Aun brillante y majestuosa como lo era durante el día, con su gentío, sus coloridos palacios, sus tejados almenados, sus magníficas iglesias y sus bellos puentes, de noche Venecia era una ciudad siniestra.

La humedad de los canales envolvía la ciudad en una espesa bruma en la que resultaba difícil no extraviarse. Los callejones surgían como patas de arañas entre los palacios y los canales, dando refugio a todo tipo de villanos.

Mientras César caminaba por el estrecho callejón que conducía a su palacio, un poderoso haz de luz lo iluminó desde el canal. Se dio la vuelta, pues había oído el chirrido de los goznes de una puerta, pero, cegado por la luz, no vio a los tres hombres vestidos con sucias ropas de campesinos hasta que casi estuvieron a su lado. Los destellos de sus dagas cortaban la niebla.

César se dio la vuelta, buscando un camino por donde huir, pero otro hombre se acercaba a él desde el otro extremo del callejón.

Estaba atrapado. Sin pensarlo, saltó a las oscuras aguas del canal, sobre las que flotaban todo tipo de desechos e inmundicias, y nadó bajo la superficie, aguantando la respiración hasta que creyó que el pecho le iba a estallar. Hasta que finalmente volvió a salir a la superficie en la otra orilla del canal.

Dos de sus perseguidores corrían atravesando un puente con antorchas en las manos.

César se llenó los pulmones de aire y volvió a sumergirse. Esta vez emergió entre dos de las góndolas que había amarradas debajo del puente. Sin apenas sacar la cabeza del agua, rezó por que sus agresores no lo encontraran.

Los hombres corrían por la orilla del canal, entrando y saliendo en cada pequeño callejón, registrando cada esquina, iluminando cada recodo con sus antorchas...

Cada vez que se acercaban a donde estaba, César se sumergía bajo el agua y aguantaba la respiración hasta que no podía hacerlo por más tiempo.

Finalmente, los hombres se reunieron encima del puente.

—Maldito romano —oyó César que decía uno de ellos—. Ha desaparecido.

—Se habrá ahogado —contribuyó la voz de otro hombre.

—Yo preferiría ahogarme que nadar entre toda esa porquería —dijo otro.

—Ya hemos hecho suficiente por esta noche —dijo una voz cargada de autoridad—. Nero nos ha pagado por cortarle el cuello a un hombre, no por perseguir a un fantasma hasta que amanezca.

César escuchó cómo se alejaban las pisadas de sus perseguidores. Preocupado ante la posibilidad de que hubieran dejado a alguien vigilando, nadó pegado a la oscura orilla hasta llegar al palacio donde se alojaba. Un miembro de la guardia asignada personalmente por el dux para proteger a César observó con sorpresa cómo el distinguido romano salía temblando de las hediondas aguas del Gran Canal.

Después de darse un baño caliente y de vestirse con ropa limpia, César reflexionó sobre la mejor manera de proceder mientras bebía una taza de té. Ordenó que dispusieran todo para partir al amanecer.

No concilió el sueño en toda la noche. Al rayar el alba, montó en la gran góndola tripulada por tres hombres armados que lo esperaba en el muelle. Estaban soltando las amarras cuando un hombre corpulento con un uniforme oscuro se acercó corriendo a ellos.

—Excelencia —dijo, luchando por recuperar el aliento—, soy el alguacil jefe de esta zona de Venecia. Antes de vuestra partida, quería disculparme por el desagradable incidente de anoche. Desafortunadamente, Venecia no es un lugar seguro una vez caída la noche. Hay cientos de ladrones al acecho.

—Sin duda ayudaría que alguno de vuestros hombres se dejara ver por las calles —dijo César con evidente disgusto.

—Sería de gran ayuda que nos acompañaseis al callejón donde fuisteis atacado —se apresuró a decir el alguacil—. Sólo serían unos minutos. Vuestra escolta podría esperaros aquí mientras registramos las casas más cercanas. Tal vez reconozcáis a alguno de los agresores.

César se debatió en la duda. Por un lado deseaba partir inmediatamente hacia Roma. Por otro, deseaba saber quién había intentado acabar con su vida. Y, aun así, las pesquisas podrían durar horas y él no tenía tiempo que perder. Ya obtendría esa información por otros medios. Ahora, debía regresar a Roma.

—Bajo circunstancias normales, estaría encantado de ayudaros, pero me temo que mi carruaje me está esperando en tierra firme y debo alcanzar Ferrara antes del anochecer, pues los caminos son tan peligrosos como sus callejones.

El alguacil sonrió y se ajustó el casco.

—¿Volveréis a honrarnos pronto con vuestra presencia en Venecia, excelencia?.

—Eso espero —dijo César.

—Entonces, quizá en vuestra próxima visita podáis ayudarnos. Podéis encontrarme en el cuartel que hay junto al puente de Rialto. Me llamo Bernardino Nerozzi, pero todo el mundo me llama Nero.

Mientras viajaba hacia Roma, César no dejó de pensar en quién podría haber sobornado a un alguacil para que acabara con su vida.

Pero sus reflexiones resultaban inútiles, pues había demasiados candidatos y la lista de sospechosos habría sido tan extensa que nunca se podría haber sabido quién había ordenado el asesinato.

Podría haber sido un pariente aragonés de Alfonso que deseara vengar su muerte. Podría haber sido Giovarmi Sforza, humillado por la anulación y por la afrenta de su supuesta impotencia. Podría haber sido algún miembro del clan de los Riario, encolerizados por la captura de Caterina Sforza. Incluso podría haber sido el propio Giuliano della Rovere, cuyo odio hacia los Borgia no conocía límites. O algún caudillo de la Romaña, intentando detener la campaña contra sus feudos. O alguien que deseara vengarse de alguna afrenta del Santo Padre. O... La lista era interminable.

Cuando finalmente llegó a Roma, sólo estaba seguro de una cosa:

debía vigilar bien sus espaldas, pues no cabía duda de que alguien deseaba su muerte.

Igual que al yacer con César por primera vez había visto las puertas del paraíso, ahora, la muerte de Alfonso había conducido a Lucrecia hasta las puertas del infierno. Ahora, por primera vez, veía su vida y a su familia tal como eran verdaderamente.

Y esa pérdida de inocencia había sido devastadora para Lucrecia, pues hasta entonces había vivido y había amado en un reino mágico. Pero, ahora, todo eso había cambiado. Ahora todo había acabado. A veces intentaba recordar el principio, pero era inútil, pues el principio no existía.

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