Los Bufones de Dios (7 page)

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Authors: Morris West

Tags: #Ficción

BOOK: Los Bufones de Dios
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Añadió una nota a la carta, rogándole al abad entregarla a Jean Marie Barette. La nota estaba compuesta con la más estudiada discreción.

"Mi querido amigo:

Le ruego que perdone mi informalidad, pero ignoro el protocolo que debe usarse con un pontífice retirado que ha elegido transformarse en un humilde hijo de San Benito.

Siempre he lamentado que no me haya sido posible compartir con usted el peso de sus últimos días en el Vaticano, pero los profesores alemanes sobreabundan y su esfera de influencia se extiende raramente más allá del recinto de sus clases.

No obstante, pronto estaré en Roma, continuando mi investigación sobre los Ebionitas y ofreciendo algunas conferencias en la Academia Alemana sobre la doctrina de la Parusía. Me daría un gran placer si pudiera verlo una vez más, aunque sólo fuera por unos momentos.

He escrito al padre Abad solicitando el permiso para visitarlo, siempre, por supuesto, que usted se encuentre en ánimo de recibirme. La posibilidad de conversar, de estar con usted sería para mí una gran fuente de dicha por la que estaría muy agradecido, pero si usted cree que la ocasión no es oportuna le ruego que no vacile en hacérmelo saber.

Confío en que se encuentre bien de salud. Creo que ha dado pruebas de gran sabiduría al retirarse de un mundo tan caótico como éste en que vivimos actualmente. Lotte le envía su recuerdo más afectuoso y los niños sus respetuosos saludos. En cuanto a mí, soy siempre

su amigo en el Señor

Carl Mendelius".

Diez días después, llevada personalmente a su casa por un mensajero del cardenal arzobispo de Munich, le llegó la respuesta: el muy reverendo abad Andrew estaría encantado de recibirlo en Monte Cassino y, si su salud se lo permitía, el muy reverendo Jean Marie Barette, O.S.B., estaría feliz de volver a ver a su viejo amigo. En cuanto llegara a Roma se le rogaba que telefoneara al abad con el fin de arreglar la cita más conveniente.

Pero de Jean Marie no hubo respuesta alguna.

En la tarde que precedió a su partida a Roma con Lotte, le pidió a su hijo Johann que subiera a tomar el café con él a su estudio. Hacía ya algún tiempo que las relaciones entre ambos dejaban que desear. El muchacho, un brillante estudiante de economía, se sentía incómodo a la sombra de su padre que era al mismo tiempo uno de los miembros más antiguos de la facultad. El padre, por su parte, en su ansiedad por ayudar en el adelanto de la carrera de un talento tan obvio, había actuado a veces con poca delicadeza. Todo ello había resultado en una secreta reserva por un lado, en resentimiento por el otro, con sólo algunas esporádicas demostraciones del afecto que ambos continuaban teniéndose. Esta vez Mendelius había resuelto que obraría con todo el tacto necesario. Pero, al contrario, como de costumbre, sólo consiguió ser pesado. Preguntó.

—¿Cuándo piensas irte de viaje, hijo?

—En dos días más.

—¿Tienes ya planeado el camino que piensas seguir?

—Más o menos. Pensamos ir por tren hasta Munich y luego comenzar a caminar a través del Obersazlburg y del Tauern hasta Carinthia.

—Es una región muy bella. Me encantaría poder hacer esa excursión contigo. Y a propósito —dijo Mendelius metiendo la mano en su bolsillo y extrayendo de él un sobre cerrado— esto es para ayudarte con los gastos del viaje.

—Pero ya me diste mi dinero para las vacaciones.

—Esto es algo extra. Has trabajado muy duramente este año y tu madre y yo deseamos demostrarte nuestra satisfacción por ello.

—Bueno… gracias —Johann se veía obviamente confundido—, pero la verdad es que no era necesario. Has sido siempre tan generoso conmigo.

—Deseo decirte algo, hijo —al decir esto Mendelius percibió la inmediata contracción del muchacho y vio la antigua y taimada expresión que asumía su rostro—. Se trata de algo personal sobre lo que te rogaría que guardaras reserva, aun con respecto a tu madre. Una de las razones de mi viaje a Roma es investigar las causas que produjeron la abdicación de Gregorio XVII. Como tú sabes, ha sido siempre un amigo muy querido… —sonrió tímidamente— tu amigo también, supongo, ya que sin su ayuda tu madre y yo no hubiéramos podido casarnos y tú no estarías aquí… Sin embargo, la investigación puede tomar mucho tiempo y requerir algunos viajes que pueden a su vez prolongarse. Además el asunto entraña algunos riesgos. Si algo llega a sucederme deseo que sepas que mis cosas están en orden y que el doctor Mahler, nuestro abogado, tiene en su poder la mayor parte de mis documentos privados. El resto se encuentra en la caja fuerte que ves aquí. Eres un hombre y por consiguiente te corresponderá hacerte cargo de tu madre y de tu hermana en mi lugar.

—No comprendo. ¿De qué riesgos me hablas? ¿Y por qué es preciso que te expongas a ellos?

—Es difícil explicarlo.

—Soy tu hijo —dijo Johann con resentimiento—, dame por lo menos una posibilidad de comprender.

—Por favor. Te ruego que te relajes conmigo. Créeme que te necesito mucho, verdaderamente mucho.

—Lo siento, es solamente que…

—Lo sé. Nos irritamos mutuamente. Pero yo te quiero, hijo, desearía que supieras cuánto te quiero en realidad —dijo Mendelius, sintiendo que la emoción, como una marea, subía adentro de él y deseando poder extender los brazos para estrechar en ellos al muchacho, pero reteniéndose sin embargo por temor de un rechazo. Se dominó y continuó suavemente—. Para explicarte de qué se trata, debo mostrarte algo muy secreto y deberás prometerme, por tu honor, que no hablarás de ello a nadie.

—Tienes mi palabra, papá.

—Gracias —Mendelius caminó hasta la caja fuerte, sacó de ella los documentos de Barette y se los alcanzó a su hijo—. Lee esto. Comprenderás todo. Cuando hayas terminado, conversaremos. Mientras tanto, aprovecharé para escribir algunas notas.

Dicho esto se instaló a trabajar en su escritorio en tanto que Johann acomodado en un sillón leía atentamente los documentos. La visión de su hijo bajo la suave luz de la lámpara trajo vividamente a la mente de Mendelius la imagen de uno de aquellos jóvenes modelos de Rafael, sentados inmóviles y obedientes mientras el maestro los inmortalizaba en su tela. Sintió un espasmo de dolor por los años que ambos habían desperdiciado. Todo hubiera debido ser entonces como ahora: el padre y el hijo, sepultadas y olvidadas todas las infantiles querellas, unidos, contentos y compañeros.

Mendelius se levantó y volvió a llenar la taza de café de Johann y su vaso de coñac. Johann agradeció con un gesto de la cabeza y retornó a su lectura. Pasaron casi cuarenta minutos antes que diera vuelta a la última página. Permaneció en silencio por un largo rato, luego dobló deliberada y cuidadosamente los documentos, se levantó y los depositó sobre el escritorio de su padre. Dijo quietamente:

—Comprendo ahora, papá. Creo que todo esto es solo una peligrosa locura y odio verte envuelto en este asunto. Pero comprendo.

—Gracias, hijo. ¿Te importaría decirme por qué consideras que esto es una locura?

—No —el tono del muchacho era firme pero respetuoso. Se mantenía muy erguido frente a su padre, como un subalterno dirigiéndose a su comandante—. Hace ya mucho tiempo que deseaba decirte algo. Y este momento es tan bueno como otro.

—Tal vez querrías tomar un brandy primero —dijo Mendelius sonriéndole.

—Por supuesto. —Llenó de nuevo su vaso y lo colocó sobre el escritorio—. El hecho es, padre, que he perdido la fe, he dejado de ser creyente —dijo Johann.

—¿Has perdido la fe en Dios o específicamente en la Iglesia Católica romana?

—En ambos.

—Lamento oír esto, hijo —Mendelius conservaba una estudiada calma—. Siempre he pensado que, sin una esperanza en el más allá, el mundo debe resultar un lugar muy inhóspito. Pero estoy contento de que me lo hayas dicho. ¿Lo sabe tu madre?

—No todavía.

—Se lo diré, si te parece, pero después. Desearía que ella pudiera disfrutar de sus vacaciones.

—¿Estás enojado conmigo?

—¡Santo Dios, no! —dijo Mendelius alzándose de su silla y palmeando los hombros del joven—. Escúchame. Toda mi vida no he hecho otra cosa sino enseñar y escribir que un hombre debe caminar por sus propios pies y únicamente por la senda que personalmente vea y elija. Si, honestamente, no puede aceptar una fe, entonces debe rechazarla. Más vale, de todos modos, ser quemado como lo fue Bruno en el Campo de las Flores. Y en cuanto a tu madre y a mí, carecemos de todo derecho para dictarte tu conducta a tu conciencia… Pero, no obstante, hijo, recuerda una cosa: es necesario mantener la mente abierta, de manera que la luz tenga siempre fácil y libre acceso a ella y mantener el corazón abierto de forma que jamás llegue a cerrarse a la venida del amor.

—Yo… yo nunca pensé que lo tomarías así. —Por primera vez el perfecto control que hasta entonces había mantenido pareció abandonar a Johann y estuvo a punto de estallar en llanto. Mendelius lo atrajo hacia él y lo abrazó.

—Te quiero, muchacho. Y nada puede hacer cambiar eso. Además… ahora habitas una región nueva para ti y no podrás saber si te agrada hasta que hayas pasado un invierno allí… No peleemos más, ¿qué te parece?

—De acuerdo. —Johann se liberó del abrazo de su padre y estiró la mano para tomar su coñac—. Brindaré por esto.


Prosit
—dijo Carl Mendelius— respecto de lo otro, padre…

—¿Sí?

—Me doy perfecta cuenta de los riesgos. Y sé lo que la amistad de Jean Marie significa para ti. Pero creo que hay que establecer las prioridades. Y mamá viene primero. Y luego, claro, Katrin y yo también te necesitamos.

—Estoy tratando de dar su adecuado lugar a cada cosa, hijo —Mendelius emitió una breve risita—. Es posible que tú no creas en la Segunda Venida, pero si ocurre, ¿no crees tú que cambiará algunas prioridades…?

Desde el aire la campiña italiana semejaba un paraíso pastoral, con las orquídeas en pleno florecimiento, las praderas brillantes de flores silvestres, las granjas inundadas de nuevo verdor y las antiguas aldeas fortificadas luciendo plácidas como imágenes de cuento de hadas.

Por contraste, el aeropuerto de Fiumicino parecía el escenario de un ensayo general para el caos final. Los controles del influjo interno y externo de pasajeros, trataban de mantener algún orden, los maleteros estaban en huelga y delante de cada ventanilla de revisión de pasaporte se habían formado largas colas. El aire vibraba en una babel de voces gritando en una docena de idiomas. La policía con perros olfateadores, se movía entre los agotados viajeros, buscando traficantes de drogas en tanto que jóvenes soldados, de mirada vigilante y porte inquieto, armados de ametralladoras, montaban guardia al lado de cada puerta.

Lotte se hallaba al borde de las lágrimas y Mendelius transpiraba de furia y frustración. Por fin, después de una hora y media, lograron vencer las complicaciones de la aduana y emerger al área de recepción donde Herman Frank, gentil y solícito como siempre, los estaba esperando. Había venido con una limusina, un gran Mercedes que había pedido prestado a la embajada Alemana. Tenía flores para Lotte, una efusiva bienvenida para Herr Professor y champagne para brindar durante el largo viaje hacia la ciudad. El tránsito, como siempre, era infernal, pero él deseaba ofrecerles un pequeño anticipo de las delicias de la paz paradisíaca que los esperaba en Roma.

La paz los acogió en efecto en el apartamento que Frank tenía en el último piso de un antiguo
palazzo
con los cielos rasos decorados con frescos, pisos de mármol, salas de baño lo suficientemente grandes como para contener una flota y una impresionante vista sobre todos los tejados de la vieja Roma. Dos horas más tarde, bañados, con el vestuario renovado y la salud mental restaurada, ambos esposos se encontraban bebiendo cócteles en la terraza mientras escuchaban el tañido de las últimas campanas y observaban el vuelo de los vencejos en torno de las cúpulas y de los áticos teñido todo de púrpura por el resplandeciente atardecer.

—Allá abajo vive la muerte —dijo Hilde Frank señalando con el dedo a la confusión de las calles congestionadas de automóviles y peatones— y a veces la muerte se presenta en forma de verdaderos asesinatos, porque los terroristas se han vuelto cada vez más osados y porque la ley y el orden son cada vez más débiles frente a ellos. El secuestro es, en estos momentos, la más floreciente de las industrias privadas. Ahora, debido al peligro de los ladrones de carteras y las bandas de motociclistas, prácticamente no salimos de noche. Pero aquí arriba —con un amplio gesto abarcó, señalándolo, el horizonte de tejados— todo permanece igual a como ha sido durante centurias: la ropa lavada, tendida, secándose al viento en los cordeles, los pájaros, la música que va y viene, los llamados de las mujeres a sus vecinas. Y la verdad es que sin esto no creo que hubiéramos sido capaces de resistir aquí.

Era una mujer pequeña, morena, conversadora, elegante como una modelo, veinte años menor que su marido de sienes plateadas que seguía cada uno de sus movimientos con ojos de adoración. Era también afectuosa y regalona como una gata y Mendelius captó la mirada de celos que le lanzó Lotte cuando Hilde lo cogió de la mano para conducirlo a un rincón de la terraza a fin de mostrarle, en la lontananza, las cúpulas de San Pedro y del castillo de Sant'Angelo. Le habló en un fuerte y teatral susurro:

—No puede imaginar cuan dichoso está Herman de que usted haya aceptado dar estas conferencias. Se aproxima el momento en que deberá retirarse y se desespera al pensar en ello. Toda su vida se ha centrado hasta aquí en la Academia, toda nuestra vida debería decir, ya que no hemos tenido hijos… Lotte luce muy bien. Espero que le gusten las tiendas. He pensado llevarla a dar una vuelta por la Vía Condotti mañana, mientras usted y Herman están en la Academia. La gente del seminario no ha llegado aún, pero él se muere por enseñarle a usted el lugar… y tenemos algunas cosas realmente muy bellas que mostrarles este año —dijo Herman Frank uniéndose a ellos con Lotte a su brazo—. Hemos logrado montar la primera exposición comprensible y completa sobre Van Wittel que jamás haya habido en este país y Pietro Falcone nos ha prestado su colección de joyas antiguas florentinas. Esto último ha significado en realidad una aventura muy costosa, porque hemos tenido que mantener guardias armados noche y día… Ahora me permitiré describirles a nuestros invitados de esta noche. Para comenzar está Bill Utley, representante británico ante la Santa Sede y su esposa Sonia. Bill es un viejo palo seco, pero está muy al tanto de todo lo que ocurre; por otra parte domina el alemán, lo que no deja de ser una ayuda. Sonia es una chismosa muy alegre y carente de inhibiciones. Me parece, Lotte, que usted disfrutará con ella. Además viene Georg Rainer, corresponsal del Die Welt en Roma. Es un hombre reposado y agradable y que habla muy bien. Hilde tuvo la idea de invitarlo porque se muere de ganas de conocer a una nueva amiga que Rainer tiene y que nadie ha visto todavía. Parece que es mexicana y, según se dice, muy rica… Nos sentaremos a la mesa alrededor de las nueve y media… Y a propósito, Carl, tiene usted una buena cantidad de correspondencia… dije a la criada que la depositara en su cuarto…

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