Los Caballeros de Neraka (17 page)

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Authors: Margaret Weis & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

BOOK: Los Caballeros de Neraka
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—Tal vez deberíais dejar que se quedara, sir Gerard —intervino Laura, que se acercó a la mesa, retorciendo el delantal entre las manos—. Parece completamente decidido, y no querría que ocasionara problemas. Además —las lágrimas empezaron a fluir de nuevo—, quizás esté diciendo la verdad. Después de todo, padre creyó que era Tasslehoff.

¡Gerard! Tas sintió un gran alivio. Ese era el nombre del caballero.

—¿Lo reconoció? —Gerard parecía escéptico—. ¿Lo dijo?

—Sí —respondió Laura mientras se secaba los ojos con el delantal—. El kender entró en la posada, fue directamente hacia papá, que estaba sentado aquí, como tenía por costumbre, y dijo «Hola, Caramon, he venido a hablar en tu funeral. He llegado un poco antes porque pensé que te gustaría oír lo que voy a decir». Y papá lo miró sorprendido. Al principio me parece que no le creyó, pero luego lo miró con más detenimiento y gritó «¡Tas!» y le dio un gran abrazo.

—Lo hizo, sí. —Tas sintió que iba a empezar a llorar—. Me abrazó y dijo que se alegraba de verme y que dónde había estado metido todo este tiempo. Le contesté que era una historia muy larga y que tiempo no era precisamente algo que le sobrara, así que antes quería que oyese el discurso. —Soltando el sollozo contenido hasta ese momento, Tas se limpió la nariz con la manga.

—Quizá deberíamos dejarlo quedarse para el funeral —sugirió Laura con timbre apremiante—. Creo que a papá le gustaría. Sólo que, si pudieseis... En fin... vigilarlo.

Las dudas de Gerard saltaban a la vista. Incluso intentó convencerla, pero Laura había tomado una decisión, y se parecía mucho a su madre. Cuando había decidido algo, ni un ejército de draconianos la haría cambiar de opinión.

La mujer abrió la puerta de la posada para que entrase el sol, la vida y todos aquellos que habían acudido a presentar sus respetos. Caramon Majere yacía en una sencilla caja de madera frente a la gran chimenea de la posada que tanto había amado. No había fuego en el hogar, sólo cenizas. Las gentes de Solace pasaron ante él, deteniéndose un instante para dejar su ofrenda: un adiós silencioso, una bendición queda, un juguete favorito, unas flores recién cortadas.

Los dolientes vieron que la expresión del anciano era plácida, incluso alegre; más alegre que la que había tenido desde que su amada Tika murió.

—Están juntos, en alguna parte —comentaban, y sonreían en medio de sus lágrimas.

Laura se encontraba cerca de la puerta, recibiendo las condolencias. Vestía las mismas ropas que usaba para trabajar: blusa blanca, delantal limpio, falda de color azul cobalto, con enaguas blancas. A la gente le extrañó que no se hubiese puesto de negro de pies a cabeza.

—Padre no habría querido que lo hiciera —era su sencilla respuesta.

Los asistentes comentaron que era triste que Laura fuese el único miembro de la familia que se encontrara presente para sepultar a su padre. Dezra, su hermana, había viajado a Haven a comprar lúpulo para la famosa cerveza de la posada y había quedado atrapada en aquel lugar cuando Beryl atacó la ciudad. Se las había ingeniado para enviar noticias a su hermana de que se encontraba bien y a salvo, pero que no se atrevía a regresar ya que las calzadas no eran seguras para los viajeros.

En cuanto al hijo de Caramon, Palin, había partido de Solace a otro de sus misteriosos viajes. Si Laura sabía dónde se encontraba, no lo dijo. La esposa de Palin, Usha, retratista de cierto renombre, había acompañado a Dezra a Haven. Como había hecho retratos de las familias de algunos de los comandantes de los Caballeros de Neraka, estaba en negociaciones para intentar obtener un salvoconducto para Dezra y para ella. Los hijos de Usha y Palin, Ulin y Linsha, se hallaban ausentes en sus propias aventuras. Hacía muchos meses que no se tenían noticias de Linsha, una Dama de Solamnia, y Ulin se había marchado tras conocer un informe sobre un artefacto mágico que se creía se hallaba en Palanthas.

Tas se encontraba sentado en un banco, bajo vigilancia, con el caballero Gerard a su lado. Al ver entrar a la gente, el kender sacudió la cabeza.

—Te digo que el funeral de Caramon no tenía que ser así —repetía insistentemente.

—Cierra el pico, demonio —ordenó Gerard en voz baja y dura—. Esto ya es bastante duro para Laura y los amigos de su padre para que tú empeores las cosas con tus tonterías. —A fin de dar énfasis a sus palabras, asió fuertemente el hombro del kender y lo sacudió.

—Me haces daño —protestó Tas.

—Me alegro —gruñó Gerard—. Cállate de una vez y haz lo que se te dice.

Tas guardó silencio, lo que era un gran logro en él, si bien en ese momento le resultaba más fácil hacerlo de lo que sus amigos habrían esperado. Su desacostumbrado silencio se debía al nudo que tenía en la garganta y que no lograba quitarse. La tristeza se mezclaba con la confusión que ofuscaba su mente y le impedía pensar con claridad.

El funeral de Caramon no marchaba en absoluto como se suponía que debía ser. Tas lo sabía muy bien porque ya había asistido al funeral en otra ocasión y recordaba cómo había sido, y no se parecía en nada a éste. En consecuencia, el kender no se estaba divirtiendo ni mucho menos como había esperado.

Todo estaba mal. Muy mal. Rematadamente mal. Ninguno de los dignatarios que se suponía debían encontrarse allí se hallaba presente. Palin no había llegado y Tas empezaba a pensar que quizá Laura tenía razón y no iría. Lady Crysania no había acudido aún. Goldmoon y Riverwind faltaban también. Dalamar no aparecería de repente, materializándose en las sombras y dando un buen susto a los presentes. Tas notó que no podría pronunciar su discurso. El nudo de la garganta era demasiado grande y no lo dejaría. Y había algo más que no marchaba bien.

La multitud era numerosa, ya que todos los habitantes de Solace y los alrededores habían acudido a presentar sus respetos y a encomiar la memoria del hombre tan querido por todos. Pero no había tanta gente como en el primer funeral de su amigo.

Caramon fue enterrado cerca de la posada que tanto amó, próximo a las tumbas de su esposa y sus hijos. El retoño de vallenwood que él había plantado en recuerdo de Tika crecía verde y fuerte; los que había plantado para sus hijos caídos en combate ya eran árboles grandes, de porte orgulloso y erguido, como la guardia proporcionada por los Caballeros de Solamnia, que le concedieron un honor que rara vez se daba a un hombre que no fuese caballero: escoltar su ataúd hasta el lugar del sepelio. Laura plantó el retoño de vallenwood en memoria de su padre, en pleno centro de Solace, cerca del que él había plantado para su madre. La pareja había sido el corazón y el alma de la ciudad durante muchos años, y todos lo consideraron apropiado.

El arbolillo se alzaba inestable en la tierra recién removida, y daba la impresión de hallarse solo y perdido. La gente pronunció las palabras que les dictaba el corazón, rindieron homenaje, los caballeros envainaron las espadas con rostros solemnes, y el funeral terminó. Todo el mundo se marchó a cenar a sus casas.

La posada cerró por primera vez desde que el Dragón Rojo la asió en sus garras y la dejó caer, en la Guerra de la Lanza. Los amigos de Laura se ofrecieron a quedarse para hacerle compañía las primeras noches, pero la mujer rehusó argumentando que quería quedarse sola con su pena y llorar. Mandó a Guisa a su casa, ya que se encontraba en tal estado que cuando finalmente regresó al trabajo no necesito echar sal en la comida, de tantas lágrimas que le cayeron en ella. En cuanto al enano gully, no se había movido del rincón donde se derrumbó en el momento de enterarse de la muerte de Caramon. Yació hecho un ovillo, sollozando entre lamentos, hasta que, para alivio de todos, se quedó dormido por el agotamiento.

—Adiós, Laura —se despidió Tas mientras le tendía la mano. El kender y Gerard eran los últimos en marcharse; Tas se había negado a moverse de allí hasta que todos se hubiesen ido para estar completamente seguro de que nada ocurriría como se suponía que habría tenido que suceder—. Fue un funeral bonito. No tanto como el otro, pero no es culpa tuya. De verdad no entiendo qué está pasando. Quizá sea ésa la razón de que Caramon pidiese a Gerard que me llevara a ver a Dalamar, cosa que haría con gusto, pero me parece que Fizban podría considerar eso zascandilear. En fin, adiós y gracias.

Laura miró al kender, que ya no se mostraba desenfadado y alegre, sino triste, desolado y abatido. Inopinadamente, Laura se arrodilló a su lado y lo rodeó con los brazos.

—¡Creo que eres Tasslehoff! —musitó con vehemencia—. Gracias por venir. —Lo estrechó con tal fuerza que lo dejó sin respiración y luego se volvió y corrió hacia la puerta que llevaba a la zona privada de la familia—. Por favor, atrancad la puerta al salir, sir Gerard —dijo sin apenas volver la cabeza antes de cerrar la otra puerta tras de sí.

El silencio se adueñó de la posada. Los únicos sonidos eran el murmullo de las hojas del vallenwood y el crujido de las ramas. El primero semejaba un llanto, y el segundo un lamento. Tas jamás había visto vacía la posada. Miró en derredor y recordó la noche en que los compañeros se habían reencontrado tras cinco años de separación. Podía ver el rostro de Flint y oír sus rezongos; veía a Caramon en actitud protectora junto a su gemelo; veía los penetrantes ojos de Raistlin observándolo todo. Casi podía oír de nuevo la canción de Goldmoon.

La vara refulge con luz azulada

y ambos desaparecen:

las llanuras han palidecido,

ha llegado el otoño.

—Todos han desaparecido —musitó Tas para sí y sintió la garganta contraída por otro sollozo.

—Vayámonos —dijo Gerard.

Con la mano sobre el hombro del kender, el caballero lo condujo hacia la puerta, donde lo hizo pararse para rescatar varios artículos de valor que, por casualidad, habían ido a parar a los saquillos de Tas. Gerard los dejó sobre el mostrador para cuando sus dueños los reclamaran. Hecho esto, cogió la llave que colgaba de un gancho en la pared, cerca de la puerta, y cerró ésta. Colgó la llave en otro gancho que había fuera de la posada, puesto allí por si alguien necesitaba un cuarto a altas horas de la noche, y luego empezó a descender la escalera con el kender.

—¿Adónde vamos? —preguntó Tas—. ¿Qué hay en ese envoltorio que cargas? ¿Puedo mirar qué hay dentro? ¿Me llevas a visitar a Dalamar? Hace mucho que no lo veo. ¿Sabes la historia de cómo conocí al elfo oscuro? Caramon y yo estábamos...

—Cierra el pico, ¿quieres? —instó Gerard con brusquedad—. Tu cháchara me da dolor de cabeza. En cuanto adonde vamos, regresamos al fortín. Y respecto al envoltorio que llevo, si se te ocurre tocarlo te atravieso con la espada.

El caballero se negó a decir una sola palabra más, aunque Tas preguntó y preguntó e intentó hacer conjeturas y después inquirió si su suposición era acertada y, en caso contrario, si Gerard quería darle una pista. ¿Qué podía haber en un paquete más grande que una panera? ¿Era un gato? ¿Era un gato metido en una panera? De nada le sirvió. El caballero mantuvo su mutismo y la mano cerrada con fuerza en el hombro del kender.

Los dos llegaron al fortín solámnico. Los guardias que estaban de servicio saludaron a Gerard en actitud distante; él no devolvió el saludo, y les dijo que tenía que ver al Señor de los Escudos. Los guardias, que eran miembros del séquito personal del Señor de los Escudos, contestaron que su señoría acababa de regresar del funeral y había dado órdenes de que no se le molestara. Querían saber el motivo del requerimiento de Gerard.

—Es un asunto personal —contestó el caballero—. Decidle a su señoría que necesito un dictamen sobre la Medida. Y que es urgente.

Uno de los guardias se marchó; regresó poco después para anunciar de mala gana que sir Gerard podía entrar.

Éste dio un paso hacia el interior, seguido por Tas.

—No tan rápido, señor —dijo el guardia mientras obstruía el paso con su alabarda—. El Señor de los Escudos no habló nada sobre un kender.

—El kender está bajo mi custodia —replicó Gerard—, siguiendo las órdenes del propio comandante. No se me ha dado permiso para abandonar esa vigilancia. No obstante, accederé gustoso a dejarlo aquí, contigo, si garantizas que no causará ningún problema durante el tiempo que permanezca con su señoría, lo cual puede prolongarse varias horas ya que mi dilema es complejo, y que seguirá aquí a mi regreso.

El caballero de guardia vaciló.

—Estará encantado de relatarte la historia de cómo conoció al hechicero Dalamar —añadió secamente Gerard.

—Llévatelo —repuso el guardia.

Tas y su escolta entraron en el fortín pasando por las puertas que había en el centro de una cerca alta hecha con postes, los cuales acababan en puntas afiladas. Dentro del recinto había establos para los caballos, pequeños campos de entrenamiento con una diana instalada para las prácticas con arco, y varios edificios. El fortín no era grande; se había levantado para albergar a quienes guardaban la Tumba de los Últimos Héroes y se había ampliado para acomodar a los caballeros que se encargarían de lo que seguramente sería la última defensa de Solace si la hembra Verde, Beryl, atacaba.

Gerard había pensado con cierta euforia que sus días de guardar una tumba podrían estar llegando a su fin, que la batalla contra el dragón era inminente aunque todos los caballeros tenían la orden de no mencionar tal cosa a nadie. Carecían de pruebas que confirmasen que Beryl se preparaba para caer sobre Solace y no querían provocar un ataque por parte de la gran Verde. Empero, los altos oficiales solámnicos hacían planes en secreto.

Dentro de la empalizada, un edificio bajo y alargado servía de cuartel para los caballeros y los soldados bajo su mando. Además, había varias edificaciones anexas utilizadas como almacenes y oficinas administrativas, donde el jefe de la guarnición tenía su alojamiento, que a la vez utilizaba como despacho.

El ayudante de campo de su señoría recibió a Gerard y lo hizo pasar.

—Su señoría se reunirá enseguida con vos, sir Gerard —informó el edecán.

—¡Gerard! —exclamó una voz femenina—. ¡Qué placer verte! Me pareció oír tu nombre.

Lady Vivar seguía siendo una mujer bien parecida a pesar de rondar los sesenta años, con el cabello blanco y la tez de un tono dorado como el té. A lo largo de sus cuarenta años de matrimonio, había acompañado a su esposo en todos sus viajes. Su carácter era brusco y directo como el de cualquier soldado, sin embargo en ese momento llevaba un delantal manchado de harina. Besó a Gerard en la mejilla —el caballero se había cuadrado, con el yelmo debajo del brazo— y dirigió una mirada recelosa al kender.

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