Sólo las piedras negras, los restos del templo, permanecían allí. Ofrecían un espectáculo horrendo, e incluso el jefe de garra, al verlas por primera vez, se preguntó para sus adentros si su decisión de cabalgar hacia esa zona del valle habría sido acertada. Podría haber tomado la ruta que lo rodeaba, pero con ello el viaje se habría alargado dos días más, y ya iba con retraso; había pasado unas cuantas noches con una nueva ramera que había llegado a su lupanar favorito. Tenía que recuperar el tiempo perdido, de modo que había tomado como atajo la ruta actual, a través del extremo sur del valle.
Tal vez debido a la fuerza de la explosión, la piedra negra que formaba los muros exteriores del templo había adquirido una estructura cristalina, de modo que los grandes fragmentos que sobresalían de la arena no eran ni ásperos ni irregulares. Por el contrario, sus caras eran suaves, con planos claramente definidos que culminaban en puntas facetadas. Su aspecto era el de grandes cristales de cuarzo negro emergiendo de la arena gris hasta una altura cuatro veces superior a la de un hombre. Ese supuesto hombre podría ver su reflejo en las brillantes y negras facetas; una imagen distorsionada, deforme y, sin embargo, completamente reconocible como el reflejo de sí mismo.
Estos soldados se habían alistado voluntariamente al ejército de los Caballeros de Takhisis, tentados por las promesas de botines y de esclavos ganados en batalla, por su propio deleite en matar e intimidar, por su odio a elfos, kenders, enanos o cualquiera que fuese distinto a ellos. Estos soldados, endurecidos y ajenos a cualquier buen sentimiento, contemplaron los brillantes y negros planos de las piedras y se horrorizaron ante los rostros que les devolvían la mirada. Porque en aquellas caras podían ver cómo sus bocas se movían para entonar el terrible cántico.
La mayoría miró, se estremeció y apartó rápidamente los ojos. Galdar puso todo su empeño en no mirar. Nada más ver los negros cristales que sobresalían del suelo, había bajado los ojos, y así los mantuvo, inducido por un sentimiento de reverencia y respeto. Podría llamarse superstición, como sin duda lo calificaría Ernst Magit. Los dioses no estaban en ese valle. Galdar sabía que era imposible, porque habían sido expulsados de Krynn al finalizar la Guerra de Caos. No obstante, los fantasmas de los dioses permanecían allí, y de eso no le cabía la menor duda a Galdar.
Ernst Magit contempló su imagen reflejada en las rocas, y por el mero hecho de encogerse por dentro ante ella se obligó a mirarla fijamente hasta que aquélla la bajó.
—¡No me dejaré intimidar como un manso ante mi propia sombra! —manifestó al tiempo que echaba una ojeada significativa a Galdar. Hacía poco tiempo que a Magit se le había ocurrido ese chascarrillo bovino, y lo consideraba extremadamente ingenioso y divertido, de modo que no dejaba pasar la oportunidad de utilizarlo—. Como un manso. ¿Lo coges, minotauro? —rió el jefe de garra.
El fúnebre canto recogió la risa del hombre y le dio tono, un sonido aciago, discordante, desafinado, contrario al ritmo de las otras voces, tan horrible que Magit se impresionó. Para gran alivio de sus hombres, el oficial se tragó la risa y tosió.
—Nos has traído hasta aquí, jefe de garra —dijo Galdar—. Hemos visto que esta parte del valle está deshabitada, que ninguna fuerza solámnica se oculta por los alrededores, preparada para caer sobre nosotros. Podríamos continuar la marcha hasta nuestro objetivo con la tranquilidad de saber que no hay nada
vivo
que podamos temer que venga de esta dirección. Marchémonos ya de este sitio, y cuanto antes. Regresemos y presentemos nuestro informe.
Los caballos habían penetrado en la zona meridional del valle con tanta renuencia que en algunos casos sus jinetes se habían visto obligados a desmontar otra vez para cubrirles los ojos y guiarlos por la brida, como si salieran de un edificio en llamas. Se advertía claramente que tanto hombres como bestias ansiaban marcharse; los animales reculaban poco a poco hacia la calzada por la que habían llegado, y sus jinetes se desplazaban junto a ellos, disimuladamente.
Ernst Magit deseaba irse de aquel lugar funesto tanto como los demás, y precisamente por esa razón decidió que se quedarían. En el fondo era un cobarde. Y él lo sabía. Durante toda su vida había llevado a cabo empresas para demostrarse lo contrario. Nada verdaderamente heroico. Magit evitaba el peligro siempre que era posible, y por ese motivo, entre otros, realizaba misiones de patrulla en lugar de encontrarse con los otros Caballeros de Neraka que habían puesto cerco a la ciudad de Sanction, controlada por los solámnicos. Se encargaba de realizar acciones fáciles, nimias, y acometía actos que no entrañaban riesgo para él, pero con los que supuestamente demostraba, a sí mismo y a sus hombres, que no tenía miedo. Algo como, por ejemplo, pasar la noche en aquel valle maldito.
El jefe de garra escudriñó ostentosamente el cielo, que tenía un tono pálido, un matiz amarillo malsano, peculiar, como jamás habían visto los caballeros.
—Pronto empezará a anochecer —anunció sentenciosamente—. No quiero que la noche nos sorprenda en las montañas y nos extraviemos. Acamparemos aquí y reanudaremos la marcha por la mañana.
Los caballeros miraron de hito en hito a su superior, con incredulidad, consternados. El viento había dejado de soplar y el canto ya no sonaba en sus corazones. El silencio se había adueñado del valle; un silencio que al principio fue un cambio bienvenido, pero que empezaron a aborrecer más y más conforme se prolongaba. Era un peso que los oprimía, los asfixiaba. Nadie habló; todos esperaban que su superior les dijese que les estaba gastando una broma. El jefe de garra desmontó.
—Acamparemos aquí mismo. Montad mi tienda cerca del más alto de esos monolitos. Galdar, dejo a tu cargo la instalación del campamento. Confío en que podrás realizar esa simple tarea ¿verdad?
Sus palabras sonaron demasiado altas, su voz, aguda y estridente. Una ráfaga de aire, fría y cortante, silbó a través del valle y levantó arena y remolinos de polvo que se desplazaron por el yermo suelo para luego desaparecer con un susurro.
—Estáis cometiendo un error, señor —dijo Galdar en voz queda, como reacio a romper el profundo silencio—. Aquí no nos quieren.
—¿Quién no nos quiere, Galdar? —se mofó el ¡efe de garra—. ¿Estas rocas? —Palmeó la cara de un monolito negro y brillante—. ¡Ja! ¡Qué supersticioso mastuerzo estás hecho! —El tono de Magit se endureció—. Soldados, desmontad y empezad a instalar el campamento. Es una orden.
Ernst Magit se estiró ostentosamente, para demostrar que se sentía tranquilo, relajado. Se dobló por la cintura y realizó unas cuantas flexiones. Los caballeros, hoscos y descontentos, obedecieron la orden recibida. Deshicieron los petates y sacaron las pequeñas tiendas para dos hombres que transportaba la mitad de la patrulla. Los demás hicieron lo mismo con las provisiones de comida y agua.
La instalación de las tiendas fue un rotundo fracaso. Por mucho que martillearon las estacas, no lograron que se clavaran en el duro suelo. Cada golpe de mazo retumbaba en las montañas y regresaba hasta ellos amplificado cien veces, hasta que dio la impresión de que las montañas los martilleaban a ellos.
Galdar tiró su mazo, que había estado manejando torpemente con su única mano.
—¿Qué pasa, minotauro? —preguntó Magit—. ¿Tan poca fuerza tienes que no puedes clavar una estaca?
—Probad vos, señor —respondió Galdar.
Los otros hombres soltaron también sus mazos y se quedaron mirando a su oficial, desafiantes, huraños. Magit se puso pálido de rabia.
—¡Podéis dormir al raso si sois tan estúpidos que no sabéis montar una simple tienda!
Sin embargo, no probó a clavar las estacas en el rocoso suelo. Miró en derredor hasta que localizó cuatro negros monolitos que formaban un cuadrado irregular.
—Ata mi tienda a esos cuatro peñascos —ordenó—. ¡Por lo menos
yo
dormiré bien esta noche!
Galdar hizo lo que le mandaba; ató las cuerdas alrededor de las bases de los brillantes peñascos, mascullando todo el tiempo encantamientos de su raza dirigidos a apaciguar a los espíritus de los muertos que no descansaban.
Los soldados intentaron por todos los medios atar los caballos a los monolitos, pero los animales sacudían las cabezas y corcovaban, presas de pánico. Finalmente, los caballeros tendieron una cuerda entre dos de las negras piedras y los ataron a ella. Los animales se agruparon, inquietos y girando los ojos, manteniéndose lo más lejos posible de las piedras.
Mientras los hombres trabajaban, Ernst Magit sacó un mapa de sus alforjas y, tras dirigirles una última ojeada furibunda para recordarles sus deberes, extendió el pliego y empezó a estudiarlo con un aire despreocupado que no engañó a nadie; sudaba copiosamente, y no había hecho ningún esfuerzo físico.
Largas sombras se deslizaron sobre el valle de Neraka, sumiéndolo en una oscuridad mayor que la del cielo, en el que todavía quedaba un arrebol amarillento. El aire era caliente, más que cuando entraron en el valle, pero de vez en cuando descendían remolinos de viento frío por las montañas de oeste que helaban hasta los huesos. Los caballeros no llevaban leña, de modo que comieron sus raciones frías, o intentaron comerlas. Cada bocado estaba lleno de arena, y todo sabía a ceniza. Acabaron por tirar la mayor parte de la comida. Sentados sobre el duro suelo, no dejaban de echar vistazos hacia atrás, escudriñando las sombras. Todos tenían las espadas desenvainadas, y no fue necesario organizar turnos de guardia. Ninguno de ellos tenía intención de dormir.
—¡Eh, mirad! —llamó Magit con voz triunfal—. ¡He hecho un importante descubrimiento! Es una suerte que decidiese pasar unas horas aquí. —Señaló con el mapa hacia el oeste—. Fijaos en aquella montaña. No aparece marcada en el mapa, así que debe de tratarse de una formación reciente. Informaré sobre esto al Rector, ya lo creo. Quizá le pongan mi nombre al macizo.
Galdar observó la elevación. Se puso de pie con lentitud y escudriñó el horizonte occidental. Desde luego, a primera vista la formación de colores gris acerado y azul oscuro tenía el aspecto de una montaña que hubiese emergido, pero mientras Galdar la observaba reparó en algo que el jefe de garra, en su ansiedad, había pasado por alto. La supuesta montaña estaba creciendo, y se expandía a un ritmo alarmante.
—¡Señor! —gritó—. ¡No es una montaña, sino el frente de una tormenta!
—Ya eres un cabestro, así que no te comportes también como un asno —replicó Magit, que había cogido un trozo de piedra negra y lo utilizaba para añadir el «monte Magit» a las maravillas del mundo.
—Señor, de joven pasé siete años en la mar —contestó Galdar—. Reconozco una tormenta cuando la veo, aunque admito que jamás vi algo semejante.
Para entonces el banco de nubes se desarrollaba a una velocidad increíble. Profundamente negro en su núcleo, agitado y turbulento en el contorno cual sanguinario monstruo de múltiples cabezas, se tragaba las cumbres de las montañas a medida que las rebasaba hasta acabar engulléndolas por completo. El viento helado cobró fuerza, azotó la arena y la lanzó contra los ojos y las bocas como aguijonazos, sacudió la tienda del oficial como si quisiera arrancarla de sus puntos de agarre.
De nuevo comenzó a sonar el mismo cántico terrible, angustioso, gemebundo en su desesperanza, clamoroso en sus aullidos de indecibles tormentos. Zarandeados por el ventarrón, los hombres hubieron de esforzarse por ponerse de pie.
—¡Señor, deberíamos marcharnos! —bramó Galdar—. ¡Ahora mismo, antes de que estalle la tormenta!
—Sí —convino Ernst Magit, pálido y tembloroso. Se lamió los labios y escupió la arena que se le había metido en la boca—. Sí, tienes razón. Deberíamos irnos inmediatamente. ¡Deja la tienda y trae mi caballo!
Un rayo se descargó desde la búlleme negrura y cayó cerca del lugar donde estaban atados los caballos. Retumbó el estampido de un trueno y la sacudida derribó a varios hombres. Los animales relincharon aterrorizados, se encabritaron y empezaron a cocear. Los hombres que aún quedaban en pie intentaron tranquilizarlos, pero las bestias estaban fuera de sí. Rompieron la cuerda que las sujetaba y salieron a galope tendido, azuzadas por un pánico ciego.
—¡Cogedlos! —gritó Ernst, pero los hombres tenían bastante con lograr mantenerse de pie contra las embestidas del vendaval. Uno o dos dieron unos cuantos pasos tambaleantes hacia los caballos, pero era evidente que sus esfuerzos resultarían inútiles.
Las nubes tormentosas se desplazaron veloces por el cielo en una batalla contra la luz del crepúsculo y vencieron con facilidad. El sol acabó derrotado y sobrevino la oscuridad.
La noche, una densa negrura cargada de arena arremolinada, cayó sobre la patrulla. Galdar no veía nada en absoluto, ni su propia mano. Un instante después, todo se iluminaba alrededor con otro rayo devastador.
—¡Cuerpo a tierra! —gritó al tiempo que se tiraba al suelo—. ¡Quedaos tumbados! ¡Manteneos lejos de los monolitos!
La lluvia caía de lado y los acribillaba como flechas disparadas por un millón de arcos. El granizo los flagelaba como azotes con las cuerdas erizadas de puntas, infligiendo cortes y verdugones. Galdar tenía la piel muy dura y para él el granizo era como aguijonazos y picaduras. Los otros hombres gritaban de dolor y miedo. Los rayos zigzagueaban alrededor y arrojaban sus ardientes lanzas. Los truenos sacudían la tierra en medio de estampidos ensordecedores.
Galdar yacía tendido boca abajo, luchando contra el impulso de arañar el suelo con su única mano para esconderse en las entrañas de la tierra. Con la luz del siguiente rayo se quedó estupefacto al ver que su oficial intentaba incorporarse.
—¡Señor, quedaos tumbado! —bramó Galdar, haciendo un intento de agarrarlo.
Magit barbotó una maldición y lanzó una patada a la mano del minotauro. Gacha la cabeza contra la fuerza del viento, el jefe de garra se dirigió, dando bandazos y tambaleándose, hacia uno de los monolitos. Se agazapó detrás de la roca para escudarse con su enorme mole de la lluvia lacerante y del martilleo del granizo. Riéndose de los demás, se sentó con la espalda apoyada en la piedra y estiró las piernas.
El destello del rayo cegó a Galdar, y el estampido lo ensordeció. La fuerza del impacto lo levantó del suelo, al volver a caer se golpeó fuertemente. El rayo había descargado tan cerca que incluso lo oyó sisear en el aire y percibió el olor a fósforo y azufre, y a algo más: a carne quemada. Se frotó los ojos para intentar ver a través del relumbrón, y cuando se borró la brillante línea irregular grabada en sus retinas, enfocó los ojos hacia donde se hallaba el oficial. Con la luz del siguiente relámpago distinguió un bulto informe acurrucado al pie del monolito.