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Authors: Margaret Weys & Tracy Hickman

Tags: #Fantástico

Los Caballeros de Takhisis (44 page)

BOOK: Los Caballeros de Takhisis
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—¡Salud! —dijo el enano, con cierto retraso.

Usha dio las gracias con un cabeceo, sorbió y empezó a buscar por los bolsillos un pañuelo.

El enano le ofreció el suyo. Era blanco, con puntillas, y las iniciales «DMR» bordadas en una esquina. El pañuelo parecía demasiado elegante y fino para utilizarlo. Usha, avergonzada, se limpió la nariz con una punta y, sonrojada, se lo devolvió.

El enano lo guardó en un bolsillo y miró a Usha con sus ojos brillantes, astutos.

—¿Cómo te llamas, muchacha?

—Usha, señoría —contestó al tiempo que hacía una reverencia, juzgando por su vestimenta que este enano debía de ser alguien importante, si no el mismísimo señor de Palanthas.

—Nada de señoría, jovencita —dijo el enano, aunque se atusó la espesa y lustrosa barba con gesto enorgullecido—. Dougan Martillo Rojo, a tu servicio.

Usha sabía que los enanos eran unos artesanos muy diestros, hábiles con los metales y la piedra, pero nunca había oído que estuvieran a la cabeza en asuntos de moda. La legendaria belleza de las salas del gran reino subterráneo de Thorbardin se quedaba corta comparada con la casaca de terciopelo rojo adornada con botones dorados; la magnificencia de las inmensas puertas de Pax Tharkas quedaba reducida a una insignificancia al contrastarla con la camisa de seda de Dougan, adornada con volantes y puños de encaje.

Unas calzas de terciopelo rojo, medias negras, zapatos negros con tacones rojos, y un sombrero de ala ancha tocado con una pluma roja completaban el atuendo del enano. Su negra y sedosa barba era tan larga que sobrepasaba la amplia cintura; el cabello negro le caía en rizos sobre los hombros.

El fragante aroma a fruta fresca, que ha estado al calor del sol de mediodía, atrajo la atención de Usha. No esperaba tener hambre otra vez después del festín de la Torre de la Alta Hechicería, pero eso había ocurrido hacía tiempo, como le recordaba su estómago. La joven echó un rápido vistazo de soslayo al vendedor y sintió un gran alivio al comprobar que no era el mismo que la había hecho arrestar.

Aun así, había aprendido la lección. Apartó la mirada con esfuerzo de la fruta y suspiró, ordenando a su estómago que pensara en otras cosas, pero éste se reveló con un sonoro gruñido.

El enano se había percatado de la mirada de la joven, y ahora escuchó su suspiro y el ruido del estómago.

—Adelante, jovencita, sírvete tú misma —la invitó con un ademán—. Las ciruelas no están tan frescas como esta mañana, pero las uvas saben bien, si no te importa que estén algo arrugadas por el calor.

—Gracias, pero no tengo hambre —repuso Usha, negándose a mirar en dirección a la fruta.

—Entonces es que te has tragado un perrito —dijo Dougan con franqueza—, porque puedo oírle dar ladridos desde aquí. Vamos, come. Yo ya lo he hecho, así que no será una descortesía hacia mí.

—No se trata de eso. —Las mejillas de Usha estaban encendidas—. No..., no tengo ninguna de esas que llaman «monedas».

—Ah, así que ése es el problema. —Dougan se atusó la barba mientras miraba a la joven pensativamente—. Nueva en la ciudad, ¿eh?

Usha asintió con la cabeza.

—¿Dónde vives?

—En ningún sitio en particular —contestó de manera evasiva. El extraño enano se estaba tomando demasiado interés en sus asuntos personales—. Si me disculpas...

—¿Qué haces para ganarte la vida?

—Oh, pues, un poco de todo. Bueno, ha sido un placer hablar contigo, pero tengo que...

—Comprendo. Acabas de llegar a la ciudad y buscas trabajo. Todo te resulta un poco agobiante, ¿no?

—Bueno, sí, señor, pero...

—Creo que puedo ayudarte. —Dougan la miró con ojo crítico, la cabeza ladeada—. Te acercaste muy furtivamente. No te oí llegar, y eso no suele ocurrirme. —Tomó en su mano la de ella y la examinó con atención—. Dedos esbeltos. Y ágiles, puedo jurarlo. ¿Son rápidos? ¿Hábiles?

—Eh... supongo que sí. —Usha miraba al enano desconcertada.

Dougan le soltó la mano como si fuera una pieza de fruta achicharrada por el sol, y le estuvo mirando los pies un largo rato; luego alzó la vista hacia su rostro, musitando para sí mismo:

—Unos ojos que encandilarían a Hiddukel y lo harían dejar de contar su dinero. Rasgos que harían levantar al propio Chemosh de su tumba. Servirá. Sí, ya lo creo que sí, jovencita —dijo alzando la voz—. Conozco a ciertas personas que buscan chicas con cualidades como las que tú tienes.

—¿Qué cualidades? Yo no...

Pero Dougan ya no la escuchaba. Cogió un racimo de uvas y lo puso en las manos de Usha. Añadió varias ciruelas, una calabaza grande, y también habría apartado unos cuantos nabos de no ser porque a Usha ya no le cabía nada más en las manos. Hecho esto, el enano echó a andar.

—¡Eh, tú! ¿No has olvidado algo? —El frutero, un humano corpulento, había estado charlando con unos amigos sobre la rumoreada caída de Kalaman. Ver que alguien intentaba marcharse con parte de su mercancía sin antes pagar alejó de su cabeza toda idea acerca de la inminente guerra. Se plantó junto al enano, imponente—. He dicho que si no te has olvidado algo.

Dougan se paró y se atusó el bigote.

—Creo que sí. Los nabos. —Cogió varios y echó a andar otra vez.

—Está el asuntillo de mi dinero —dijo el vendedor mientras se interponía en su camino.

Usha se metió un puñado de uvas en la boca y se las tragó lo más deprisa posible, sin apenas masticar, decidida a comer todo lo que pudiera por si acaso tenía que devolver la fruta.

—Ponlo en mi cuenta —dijo Dougan con desenvoltura.

—Esto no es una taberna, Tapón —gruñó el hombre, que se cruzó de brazos—. Págame.

—Te propongo una cosa, buen hombre —repuso Dougan afablemente aunque parecía un poco molesto por el apelativo de Tapón—. Te lo juego a cara o cruz. —Sacó del bolsillo una moneda de oro. Los ojos del frutero se iluminaron—. Si de tres tiradas sale dos veces la cara del Señor, me llevo la fruta gratis. ¿De acuerdo? De acuerdo.

Dougan lanzó la moneda. El vendedor, con gesto ceñudo, la observó dar vueltas en el aire. La moneda cayó en la barra del carro, de cara. El hombre la examinó con atención.

—¡Eh, ésa no es una moneda de Palanthas! Y no lleva la cara del Señor. Esa cabeza parece la tuya...

Dougan se apresuró a recoger la moneda.

—Debo de haberme equivocado al cogerla, creyendo que era otra. —La arrojó otra vez antes de que el hombre pudiera protestar. La cabeza, del Señor o del enano, volvió a caer boca arriba.

—Ah, qué mala suerte has tenido —comentó Dougan con gesto complacido mientras se agachaba para recoger la moneda.

No obstante, el vendedor fue más rápido.

—Gracias —dijo—, esto cubre tu compra, más o menos.

—¡Pero has perdido! —bramó Dougan con el rostro congestionado.

El frutero, que examinaba la moneda con detenimiento, empezó a darle la vuelta.

—Bueno, no importa —añadió el enano, que echó a andar rápidamente al tiempo que tiraba de Usha—. Lo importante no es ganar o perder, sino cómo juegas, es lo que digo siempre.

—¡Eh, enano! —gritó el vendedor—. ¡Has intentado engañarme! ¡Esta moneda tiene dos cabezas, y las dos se parecen...!

—Vamos, muchacha —instó Dougan, apresurando el paso—. No disponemos de todo el día.

—¡Eh! —El vendedor gritaba ahora a pleno pulmón—. ¡El dorado se está quitando! ¡Detened a ese enano...!

Dougan corría ahora, y sus gruesas botas resonaban contra los adoquines de la calle.

Usha, aferrando su comida, se apresuró para mantener el paso.

—¡Nos persiguen! —advirtió.

—¡Gira a la derecha, por ese callejón! —Dougan resoplaba y jadeaba.

Los dos se metieron a toda carrera en el callejón. Usha miró hacia atrás y vio que los que iban persiguiéndolos se frenaban de golpe a la entrada del callejón.

El vendedor señalaba, suplicando y tratando de engatusar a los demás.

Pero los hombres sacudieron la cabeza y se marcharon.

El frutero, tras gritar amenazas e improperios a Dougan, también se alejó, bramando de rabia.

—Han dejado de seguirnos —dijo Usha, desconcertada.

—Lo han pensado mejor —contestó Dougan, que dejó de correr y empezó a abanicarse con el sombrero—. Seguramente se dieron cuenta de que llevo espada.

—No llevas ninguna espada —hizo notar la joven.

—Era su día de suerte —dijo el enano con un guiño astuto.

Usha miró a su alrededor con nerviosismo. El callejón estaba más limpio que cualquiera de los otros que había visto en Palanthas. También estaba más oscuro, y vacío, y silencioso. Un cuervo se acercó, descarado, y empezó a picotear una ciruela que se le había caído a la muchacha. Usha se estremeció. No le gustaba este sitio.

—¿Sabes dónde estamos? —preguntó.

El cuervo dejó de picotear la fruta, ladeó la cabeza y la contempló fijamente con sus brillantes ojos amarillos.

—Sí, muchacha, lo sé —repuso Dougan Martillo Rojo, sonriente—. Hay unos amigos que viven por aquí a los que quiero que conozcas. Necesitan alguien como tú para que les haga algunos trabajillos. Creo que eres justo lo que buscan, muchacha. Justo lo que buscan.

El cuervo abrió el pico y emitió un graznido chillón, como una risita divertida.

31

El laboratorio.

Tasslehoff toma la iniciativa.

(entre otras cosas)

—¡Caray! —susurró Tasslehoff, demasiado emocionado e impresionado para hablar en voz alta.

—¡No toques nada! —fueron las primeras palabras de Palin, pronunciadas en tono severo y apremiante.

Pero, puesto que éstas son por regla general las primeras palabras que cualquiera pronuncia en presencia de un kender, la advertencia pasó por un oído de Tas, salió por el otro, y acabó alegremente interpretada en medio.

¡No toques nada!

»Buen consejo, supongo», se dijo Tas para sus adentros, «ya que se da en el laboratorio de uno de los Túnicas Negras más grandes y poderosos que han existido. Si toco algo aquí puedo acabar viviendo dentro de uno de esos tarros, como esa pobre cosa muerta que hay metida en uno, aunque no causaría ningún perjuicio sólo porque quite la tapa y le eche un vistazo más de cerca...»

—¡Tas! —Palin le quitó el tarro de la mano.

—Lo estaba echando hacia atrás para que no se cayera —explicó el kender.

—¡No toques nada! —reiteró el joven mago, que le lanzó una mirada furiosa.

—Caray, pues sí que está de un humor de perros —siguió hablando para sí el kender mientras se dirigía hacia otra parte del laboratorio en donde estaba más oscuro—. Lo dejaré solo un rato. En realidad no dice en serio lo de «no toques nada» porque ya estoy tocando algo. Mis pies tocan el suelo, lo que está bien, o en caso contrario estaría flotando en el aire como todo este polvo. Eso sería muy entretenido. Me pregunto si sabría arreglármelas. Quizás el potingue azul verdoso de aspecto grasiento y repugnante que hay en esa botella es algún tipo de pócima para levitar. Lo...

Palin, con el semblante ceñudo, le arrebató la botella de la mano y le impidió que quitara el tapón. Después de sacar de los bolsillos del kender varios objetos —un trozo de vela cubierto de polvo, una pequeña piedra tallada a semejanza de un escarabajo, y un carrete de hilo negro— Palin llevó a Tas hacia un rincón débilmente iluminado y le dijo, en el tono más enfadado que el kender había oído utilizar a nadie:

—¡¡Quédate ahí y no te muevas!! O te sacaré de aquí —acabó el joven mago.

Tas sabía que esta amenaza era vana, porque, mientras él se dedicaba a fisgonear por el laboratorio, había reparado vagamente en el hecho de que Palin golpeaba la puerta con los puños y había tirado del picaporte queriendo abrirla, llegando incluso a golpearla con el bastón, sin ningún resultado. La puerta no cedió.

El caballero también la había aporreado durante un rato, pero desde el otro lado. Ahora ya no se oían los golpes ni las furiosas invectivas de Steel Brightblade.

—O se ha marchado —dijo Tas— o el espectro se ha ocupado de él.

Esto habría sido algo interesante de presenciar, y Tas lamentaba habérselo perdido. Pero un kender no puede estar en todos los sitios a la vez, y Tasslehoff no habría dejado pasar la oportunidad de entrar en el laboratorio ni por todos los espectros del mundo, salvo, quizá, si se les unían una o dos
bansbees.

—Palin no quiere ser tan gruñón, lo que pasa es que está asustado —comentó Tas, con tono compasivo.

El kender no estaba familiarizado con esa emoción particularmente incómoda, pero sabía que afectaba a muchos de sus amigos, así que decidió —llevado por la lástima por su joven compañero— hacer lo que Palin le había pedido.

Se quedó en el rincón, sintiéndose virtuoso y preguntándose cuánto duraría esa sensación. No mucho, probablemente, ya que la virtuosidad rayaba en el aburrimiento. Sin embargo, funcionaría durante un rato. Tas no podía tocar nada, pero sí mirar, así que miró con todas sus fuerzas.

Palin caminaba despacio por el laboratorio. El Bastón de Mago arrojaba una luz brillante sobre todo lo que había en la habitación, como si le complaciera estar de vuelta en casa.

La estancia era enorme, mucho mayor de lo que razonablemente se podía esperar que fuera, considerando su localización y el tamaño de todas las otras habitaciones de la torre. Tas tenía la excitante y escalofriante impresión de que la estancia había crecido cuando entró en ella y, lo que era más apasionante, que todavía seguía creciendo. Era una sensación causada por el hecho de que, mirara donde mirara, cada vez que apartaba la vista y luego volvía a mirar, siempre veía algo que estaba seguro de que no estaba antes allí.

El objeto más grande del laboratorio era una mesa gigantesca. Era de piedra y ocupaba gran parte del centro del cuarto. Tasslehoff habría podido tumbarse tres veces a lo largo en ella y todavía habría sobrado sitio para su copete. No es que a Tas le apeteciera tenderse sobre todo ese polvo, que lo cubría todo con una gruesa capa. Las únicas huellas que el kender alcanzaba a ver sobre el polvoriento suelo eran las suyas y las de Palin; ni siquiera había marcas de ratones. Tampoco había telarañas.

—Somos los primeros seres vivos que pisan dentro de esta cámara desde hace años —dijo suavemente Palin, haciéndose eco, sin saberlo, de los pensamientos del kender.

El joven mago pasó junto a una mesa de trabajo, y la luz del bastón brilló sobre innumerables estanterías repletas de libros y pergaminos. Tas reconoció algunos de los volúmenes, los que estaban encuadernados en color azul oscuro, como los libros de hechizos del infame hechicero Fistandantilus. Otros, encuadernados en negro y con grabados plateados o los encuadernados en rojo con inscripciones doradas, pertenecían a Raistlin o quizás habían sido dejados aquí por anteriores habitantes de la torre.

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