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Authors: Jussi Adler-Olsen

Tags: #Intriga, Policíaco

Los chicos que cayeron en la trampa (15 page)

BOOK: Los chicos que cayeron en la trampa
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Apartó la carpeta gris de Johan Jacobsen y Martha Jørgensen.

—Cuando hayas acabado, averigua todo lo que puedas sobre esto —prosiguió señalando la línea que hacía referencia al accidente en el trampolín de Bellahøj—. Tenemos mucho que hacer, así que espabila. Encontrarás la fecha del accidente en el resumen que hay arriba del todo en la bolsa roja. Verano de 1987. Antes del crimen de Rørvig. En algún momento del mes de junio.

Esperaba que protestara un poco, que hiciese un comentario avinagrado que le permitiera endosarle un par de encargos más, pero ella mantuvo una asombrosa sangre fría. Se limitó a observar con aire impasible la mano en la que sostenía el medio bollo de crema que luego se introdujo en unas fauces que parecían capaces de engullir cualquier cosa.

El subcomisario se volvió hacia Assad.

—¿Qué te parecería librarte del sótano un par de días?

—¿Es algo de Hardy?

—No. Quiero que encuentres a Kimmie. Tenemos que empezar a formarnos nuestra propia idea de la banda del internado. Yo me pongo con los demás.

Assad parecía estar imaginándose la escena. Él en busca de una mujer sin techo por las calles de Copenhague mientras su jefe se quedaba calentito en su despacho con los ricos atiborrándose de café y coñac. Al menos eso le pareció a Carl.

—No lo entiendo, Carl —dijo—. ¿Vamos a seguir con el caso? ¿No nos acaban de decir que lo dejemos, entonces?

Mørck frunció el entrecejo. Su ayudante debería haber tenido la boca cerrada. ¿Y si Rose no era uno de los suyos? ¿Por qué la habían enviado allí abajo? Él no la había pedido.

—Sí, ahora que Assad lo dice, la directora de la policía nos ha dado luz roja en este asunto. ¿Te supone algún problema? —preguntó dirigiéndose a ella.

Rose se encogió de hombros.

—Por mí, está bien. Pero la próxima vez los bollos los compras tú.

Luego cogió las bolsas y salió del despacho.

Apenas recibió las directrices, Assad desapareció. Tenía que llamar al móvil de Carl dos veces al día para informarle de cómo iba la búsqueda de Kimmie. Se había llevado una lista que incluía una visita al registro civil, otra a la comisaría del centro, a los servicios sociales municipales, a los voluntarios del albergue del Ejército de Salvación de Hillerødgade y a un montón de sitios más. Una labor titánica para un hombre que aún tenía arena detrás de las orejas, sobre todo habida cuenta de que hasta la fecha los únicos datos de que disponían acerca de las idas y venidas de Kimmie procedían de Valdemar Florin. Según él, llevaba años vagando por las calles del centro de Copenhague con una maleta. No eran precisamente datos concretos, y eso si decidían creerlo. Teniendo en cuenta la turbia reputación de la banda del internado, era bastante dudoso que siguiera con vida.

Carl abrió la carpeta verde y copió el número de identidad de Kirsten-Marie Lassen. Después salió al pasillo, donde Rose volcaba montones de papeles en la fotocopiadora con irritante energía.

—Aquí hacen falta unas mesas para dejar las cosas —dijo sin levantar la vista.

—¿Ah, sí? ¿De alguna marca en concreto? —preguntó él con una sonrisa malévola al tiempo que le tendía el número que había anotado—. Necesito todos los datos de esta persona. Su último domicilio, posibles ingresos hospitalarios, cobro de subsidios, estudios, domicilio de sus padres si aún viven… Deja las fotocopias para más tarde, lo necesito urgentemente. Todo, gracias.

Ella se irguió todo lo alto que le permitían sus zapatos de tacón de aguja. No era agradable sentir sus ojos clavados en la nuez.

—Tendrás la lista de mesas para hacer el pedido dentro de diez minutos —dijo secamente—. Me inclino por el catálogo de Malling Beck, tienen unas mesas regulables que cuestan cinco o seis mil coronas.

En un estado de semiinconsciencia, iba echando productos al carrito con la imagen de Mona Ibsen acechándole desde todos los rincones de su organismo. Lo primero que había notado era que no llevaba puesta la alianza. Eso y cómo se le secaba la garganta cada vez que ella lo miraba, una señal más de que ya hacía tiempo que de mujeres, nada. Mierda.

Alzó la mirada y trató de orientarse por la inmensa ampliación del Kvickly, al igual que tantos otros que deambulaban perdidos buscando el papel higiénico en lo que había pasado a ser la sección de cosméticos. Era de locos.

Al final de la calle peatonal no tardarían en dar por finalizada la demolición de La Competencia, la vieja tienda de confecciones. Allerød ya no era el idílico pueblecito de antaño y a él empezaba a resultarle indiferente. Si no conquistaba a Mona Ibsen, por él podían derribar la iglesia para levantar otro hipermercado.

—¿Pero qué coño has comprado, Carl? —preguntó Morten Helland, su inquilino, al vaciar las bolsas de la compra.

Él también había tenido un día duro: dos horas de ciencias políticas y tres en el videoclub. Sí, durísimo, pensó el subcomisario.

—Pensé que podrías preparar chile con carne —contestó.

Decidió no hacer caso del comentario de Morten sobre lo estupendo que habría sido, en ese caso, que hubiese comprado judías y algo de carne.

Lo dejó rascándose la cabeza junto a la encimera y subió al primer piso, donde las ondas de la nostalgia estaban a punto de hacer que la puerta de Jesper saliera disparada hacia las escaleras.

El muchacho estaba al otro lado de la puerta despanzurrando soldados en la Nintendo en plena orgía de Led Zeppelin mientras la zombi de su novia, sentada en la cama, compartía con el mundo su sed de contacto vía SMS.

Carl suspiró al recordar lo ingenioso que había sido él con Belinda en el desván de Brønderslev. Larga vida a la electrónica. Siempre que él quedara al margen.

Se abalanzó hacia su habitación y miró la cama, hipnotizado. Si Morten no lo llamaba para que bajase a cenar en menos de veinte minutos, las sábanas habrían ganado la partida.

Se tumbó con los brazos por debajo de la nuca y la mirada en el techo mientras imaginaba la piel desnuda de Mona Ibsen deslizándose por debajo del edredón. Si no se decidía pronto, se le iban a quedar los huevos como pasas. O Mona Ibsen o un par de incursiones rápidas por los tugurios; si no, más le valía unirse a la policía de Afganistán. Mejor una pelota dura en el cráneo que tener dos pasadas en los gayumbos.

Un horroroso híbrido a medio camino entre el
gangsta rap
y un poblado entero de chabolas de hojalata desmoronándose retumbó a través de la pared que compartía con el cuarto de Jesper. ¿Qué se suponía que tenía que hacer? ¿Ir a quejarse, taparse los oídos o qué?

Se quedó echado con la almohada bien pegada a la cabeza. Quizá fuera eso lo que le recordó a Hardy.

Hardy, que no podía moverse. Hardy, que no podía rascarse la frente cuando le picaba. Hardy, que no podía hacer nada más que pensar. Si hubiera sido él, habría enloquecido hacía tiempo.

Desvió la mirada hacia la foto donde se le veía con Hardy y Anker, pasándose los brazos por los hombros unos a otros. Tres policías acojonantes, pensó. ¿Por qué no habían estado de acuerdo en su última visita? ¿Qué había querido decir con eso de que alguien estaba esperándolos en la casa de Amager?

Observó a Anker. Era el más bajo de los tres, pero también el que tenía la mirada más intensa. Su amigo llevaba muerto casi nueve meses y él seguía viendo esos ojos con toda claridad. ¿De veras pensaba Hardy que podía existir alguna relación entre Anker y los tipos que lo mataron?

Negó con la cabeza. Le costaba creerlo. Después recorrió con la mirada las fotografías enmarcadas que hablaban de instantes felices de un tiempo ya pasado con Vigga, cuando aún le encantaba meterle los dedos en el ombligo; la imagen de la granja de Brønderslev; la foto que le hizo Vigga el día que volvió a casa con su primer uniforme de gala.

Entornó los ojos. El rincón donde colgaba la foto estaba oscuro, pero aun así resultaba evidente que había algo fuera de lugar.

Soltó la almohada, se levantó mientras Jesper iniciaba una nueva orgía sonora terrorífica al otro lado del tabique y se acercó lentamente a la fotografía. Al principio las manchas parecían sombras, pero al llegar a su altura comprendió de qué se trataba.

Una sangre tan fresca que no dejaba lugar a dudas. Solo entonces reparó en que se escurría por la pared en finas líneas. ¿Cómo demonios se le había pasado por alto? ¿Y qué demonios era?

Llamó a Morten a gritos, arrancó a Jesper de su plácido trance delante de la pantalla y les mostró las manchas. Ellos lo miraron con asco y resentimiento, respectivamente.

No, Morten no tenía absolutamente nada que ver con aquella porquería.

Y no, Jesper tampoco tenía ni repajolera idea de qué le estaba contando, ni su novia tampoco, si era lo que pensaba. ¿Es que tenía la cabeza llena de serrín o qué?

Carl volvió a mirar la sangre y asintió.

Alguien con el equipo adecuado no tardaría ni tres minutos en entrar en la casa, encontrar algo que Carl observara con frecuencia, salpicarlo con un poco de sangre de algún animal y desaparecer, y no tenía que resultar muy difícil encontrar esos tres minutos teniendo en cuenta que Magnolievangen, en realidad toda la urbanización de Rønneholtparken, se quedaba prácticamente desierta de ocho a cuatro.

Si alguien pensaba que esos jueguecitos conseguirían apartarlo de la investigación, no solo era extraordinariamente tonto.

Además era culpable, joder.

15

Solo soñaba cosas agradables cuando bebía. Esa era una de las razones que la empujaban a hacerlo.

Si no le pegaba un buen par de tientos a la botella de
whisky
, el desenlace estaba asegurado. Tras varias horas de duermevela entre voces susurrantes, gracias al póster de los niños jugando que había en la puerta, lograba relajarse al fin y se sumergía en un mar de imágenes de pesadilla, las malditas imágenes que siempre la asaltaban cuando se dormía. Recuerdos de unos cabellos suaves y maternales y de un rostro duro como el granito. Imágenes de una pequeña intentando volverse invisible en un palacete. Momentos terribles. Destellos borrosos de una madre que la había abandonado. Abrazos gélidos, muy gélidos, de mujeres que ocupaban su lugar.

Cuando despertaba, con la frente bañada en sudor y el resto del cuerpo temblando de frío, los sueños solían haber llegado al punto de su vida en que volvía la espalda a las insaciables expectativas y al falso decoro de su clase. Todo cuanto deseaba olvidar. Eso y lo que vino después.

Había bebido mucho la víspera, de modo que la mañana fue relativamente sencilla. El frío, la tos y el estruendoso dolor de cabeza los podía manejar. Lo importante era que los pensamientos y las voces estuvieran en calma.

Se estiró, introdujo la mano bajo el camastro y sacó la caja de cartón. Esa era su despensa y el sistema, muy sencillo. La comida que estaba a la derecha era la que había que consumir antes. Cuando ya no quedaba nada en ese lado, giraba la caja ciento ochenta grados y seguía comiendo de lo que había a la derecha. Así podía rellenar el lado izquierdo con nuevos artículos del Aldi. Siempre el mismo método y nunca para más de dos o tres días en la caja; de lo contrario, los alimentos se estropeaban, sobre todo si el sol recalentaba el tejado.

Se comió el yogur sin demasiado entusiasmo. Hacía ya muchos años que la comida no le decía nada.

Luego devolvió la caja a su sitio bajo la cama de un empujón, buscó a tientas hasta dar con la arqueta, la acarició unos instantes y susurró:

—Sí, mi vida. Ahora mamá tiene que salir. No tardaré.

Se husmeó las axilas y comprobó que ya iba siendo hora de darse un baño. Antes se bañaba de vez en cuando en la estación central, pero desde que Tine la había advertido de que andaban buscándola por allí, eso se había acabado. Cuando no le quedaba más remedio que ir, tomaba precauciones especiales.

Lamió la cuchara y tiró el envase de plástico a la basura que guardaba bajo la cama mientras intentaba decidir su siguiente paso.

La noche anterior había ido a casa de Ditlev. Se había pasado una hora sentada en la carretera contemplando el mosaico de ventanitas encendidas hasta que las voces le dejaron vía libre. Era una casa bien cuidada, pero aséptica y desprovista de sentimientos, como el propio Ditlev. ¿Qué otra cosa cabía esperar? Acababa de romper un cristal cuando de pronto se encontró con una mujer en
negligé
que observó atemorizada cómo sacaba una pistola. Su expresión se suavizó cuando supo que su objetivo era su marido.

Después de entregarle el arma le dijo que la usara como considerase oportuno. La mujer la estudió un instante, la sopesó y sonrió. Sí, se le ocurría algún que otro uso que darle. Tal como habían predicho las voces.

Kimmie regresó a la ciudad a buen paso, consciente de que el mensaje ya debía de haber quedado bien claro para todos. Iba a por ellos. No podían sentirse seguros en ningún sitio. Estaba vigilándolos.

Si los conocía tan bien como ella creía, pronto habría más gente siguiéndole la pista por las calles, y eso la divertía. Cuantos más enviaran, más claro tendría ella que estaban alarmados.

Sí, los alarmaría tanto que no podrían pensar en nada más.

Lo peor para Kimmie cuando se duchaba al lado de otras mujeres no era ver cómo se ponían alerta. Tampoco los ojos curiosos con que las niñas observaban las largas cicatrices que le cubrían la espalda y el vientre, ni la ostensible alegría de madres e hijas al hacer algo juntas. Ni siquiera el bullicio y las risas despreocupadas que llegaban de la piscina.

Lo peor eran aquellos cuerpos femeninos rebosantes de vida. Alianzas en dedos que tenían a quién acariciar. Pechos que alimentaban. Vientres y regazos que esperaban dar fruto. Ese era el tipo de visiones del que se nutrían las voces.

Por eso se quitó la ropa a toda velocidad, la lanzó encima de las taquillas sin mirar a las demás y dejó en el suelo las bolsas de plástico con la ropa nueva. Tenía que salir de allí tan pronto como fuera posible, antes de que su mirada empezara a vagar por su cuenta y riesgo.

Mientras aún tenía el control.

Por eso tardó menos de veinte minutos en aparecer en el puente de Tietgen con un abrigo entallado, el pelo recogido y una insólita capa de perfume de clase alta sobre la piel. Desde allí contempló las vías que se deslizaban por debajo de la estación. Hacía ya mucho tiempo que no se vestía así y no se encontraba a gusto. En ese preciso instante era un reflejo de todo lo que combatía, pero había que hacerlo. Caminaría despacio por el andén, subiría por las escaleras mecánicas y recorrería el vestíbulo como cualquier otra mujer. Si no advertía nada de particular, se sentaría en la esquina del Train Fast Food a tomar un café y levantar la mirada hacia el reloj de cuando en cuando. Parecería una más esperando antes de ir a cualquier sitio. Aerodinámica, con las cejas bien perfiladas por encima de las gafas de cristales ahumados.

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