Read Los Cinco otra vez en la Isla de Kirrin Online
Authors: Enid Blyton
Tags: #Aventuras, Infantil y juvenil
Jorge se echó a reír, pues sabía que Jaime hablaba solo broma. Cierto que quería mucho a
Tim,
y, a su vez, el perro sentía gran cariño por él. En este momento se enredaba entre las piernas del pequeño pescador, tratando de meter el hocico entre sus curtidas manos.
Tim
no podría olvidar nunca la temporada en que Jaime le había cuidado.
El anochecer había llegado. La bahía tomo un suave color azul, salpicado de blancas crestas de espuma. Los cuatro muchachos miraron hacia la isla de Kirrin, que a esa hora mostraba siempre un aspecto fantástico.
El remate de vidrio de la torre brillaba y relucía a los rayos del sol poniente. Incluso parecía como si alguien hiciese señales luminosas. Sin embargo, no aparecía persona alguna en el interior del pequeño cuarto acristalado. En tanto los niños se hallaban abstraídos en su contemplación, oyeron un extraño rumor. De pronto, el remate de la torre apareció recubierto por un singular resplandor.
—¡Mirad! Es lo mismo que ocurrió ayer. Lo mismo, idéntico —gritó Julián, excitado—. Tu padre está trabajando sin novedad. ¡Que lastima ignorar que es lo que hace!
Se produjo un nuevo sonido, ronroneante como el de un avión, y el remate de vidrio de la torre resplandeció una vez más, cuando los alambres emitieron una extraña luz.
—¡Caramba! Es impresionante —dijo Dick—. ¿Dónde estará tu padre en este momento, Jorge? Daría cualquier cosa por saberlo.
—Apuesto a que se ha vuelto a olvidar de la comida —comentó Jorge—. Si no se hubiera engullido ayer nuestros bocadillos, se habría muerto de hambre. Lamento que no permita a mamá que se presente en la isla para cuidarle.
En aquel momento se acercó a ellos su madre:
—¿Habéis oído un ruido? —preguntó—. Ya está papa trabajando otra vez. ¡Dios mío! Espero que no le ocurra nada malo.
—Tía Fanny, ¿me dejas quedarme levantada hasta las diez y media? —preguntó Ana, esperanzada—. Me daría mucha alegría ver la señal de tío Quintín.
—¡Ni hablar! —contestó la tía—. Todo el mundo se irá a la cama. Yo misma vigilaré.
—¡Pero tía Fanny! —dijo Julián—. Dick y yo estamos acostumbrados a permanecer de pie hasta tarde. Recuerda que en el colegio nos acostábamos a las diez.
—Sí. Pero esto no es a las diez, sino a las diez y media, y después todavía tenéis que desnudaros y acostaros, lo que significa media hora más —respondió tía Fanny—. Lo único que puedo permitiros es que os acostéis y procuréis no dormiros hasta esa hora, si es que el sueño no os vence.
—Si, tía, si, así lo haremos —dijo Julián—. Precisamente desde mi ventana puede verse muy bien la isla de Kirrin. Quedamos en seis centelleos con una linterna, ¿verdad? Los contare con todo cuidado.
Por consiguiente, los cuatro se acostaron a la hora de costumbre. Ana se durmió mucho antes de las diez y media. Jorge se hallaba tan soñolienta cuando llego la hora, que no se sintió con ánimos para levantarse y acudir a la habitación de los muchachos. En cambio, Dick y Julián se mantuvieron despiertos hasta aquella hora, tumbados en sus camas y oteando por la ventana. La luna no había salido, pero el cielo estaba claro y las estrellas fulguraban con pálido resplandor. El mar aparecía envuelto por la oscuridad. No obstante, se vislumbraba la isla allá lejos, perdida en medio de las tinieblas de la noche.
—Ya son las diez y media —observó Julián consultando su reloj, que tenía la esfera luminosa—. Adelante, tío Quintín, ¿a qué esperas?
Como si su tío hubiese escuchado sus palabras, una luz brilló en aquel momento sobre el remate de vidrio de la torre. Era una luz pequeña, aunque resplandeciente y clara como la de un faro. Julián empezó a contar:
—Primer centelleo, pausa, segundo, otra pausa, tres, cuatro, cinco y… ¡seis! ¡Se terminó la señal! —Julián se arrebujo en la cama y añadió—: Bueno, podemos dormir tranquilos. El tío Quintín se encuentra bien. Es impresionante pensar que tiene que encaramarse el solo por aquella peligrosa escalera de caracol, tan estrecha, en medio de una noche tan oscura, para observar aquellos extraños alambres.
—¡Hum…! —gruñó Dick medio dormido—. Prefiero que lo haga él que no yo. Tú puedes hacerte científico si quieres, cuando seas mayor, Julián. Lo que es yo, no tengo ningún deseo de trepar por torres de noche ni de vivir en islas solitarias. Al menos, si no tengo a
Tim
conmigo.
En aquel momento, alguien golpeo a la puerta y la abrió. Era tía Fanny. Julián se incorporó.
—Julián, querido, ¿viste las señales? Me olvide de contarlas. ¿Fueron realmente seis?
—Si, tía Fanny. Hubiera bajado a decírtelo de advertir algo anormal. El tío está bien. No te preocupes.
—¡Quisiera haberle pedido una señal extra para que me dijera si ha comido algo de lo que le deje! —exclamó su tía—. En fin. Debo contentarme con saber que todo marcha bien. Ahora, buenas noches, Julián. ¡Que duermas bien!
En la cantera
Un nuevo día hizo su aparición sobre Kirrin, sin nubes y con un brillante sol. Los cuatro primos bajaron con gran euforia a desayunarse.
—Tía Fanny, ¿podemos bañarnos hoy? Hace bastante calor.
—¡Ni pensarlo! ¿A quién se le ocurre hablar de bañarse en abril? —respondió escandalizada tía Fanny—. ¿No comprendéis que el mar está todavía muy frió? ¿O es que os apetece pasar el resto de las vacaciones constipados?
—Bueno, está bien. Entonces iremos de paseo hasta los pantanos, por detrás de «Villa Kirrin» —propuso Jorge—. A
Tim
le gustara, ¿verdad que si,
Tim?
—¡Guau! —contestó el perro, meneando el rabo con tanta fuerza que aporreo el suelo.
—Llevaos comida, si os parece oportuno —aconsejó su madre—. Os empaquetaré algunas provisiones.
—Ya puedes estar contenta por verte libre de nosotros durante un buen rato, tía Fanny —dijo Dick riendo—. Ya sé con lo que nos vamos a entretener. Iremos a la vieja cantera y buscaremos restos prehistóricos. Tenemos una buena colección en el colegio y me gustaría aportar puntas de flecha o alguna pieza de la época de los hombres de las cavernas.
A todos les satisfacía este tipo de búsquedas. Sería divertido pasear por la cantera abandonada y cobijarse en sus huecos. ¡Se estaba muy bien allí!
—Espero que esta vez no tropecemos con un carnero muerto, como nos ocurrió una vez —dijo Ana estremeciéndose—. ¡Pobre animal! Debió de caer por el barranco y se hartaría de balar pidiendo ayuda hasta que se murió.
—¡Sería mala pata repetir el hallazgo! —exclamó Julián—. Pero no te preocupes. Seguro que encontraremos grandes cantidades de prímulas y violetas, de las que crecen por las laderas de la cantera. Allí florecen antes, porque están resguardadas de todos los vientos.
—Me gustaría que me trajerais un gran ramo de prímulas —manifestó su tía—. Las suficientes para llenar todos los jarrones de la casa.
—Pues claro que te las traeremos —aseguró Ana de inmediato—. Mientras los chicos buscan hachas de sílex nosotras recogeremos las prímulas para ti. ¡Me gusta tanto hacer ramos de flores!
—Y
Tim,
por su parte, se dedicara a cazar conejos. Espero que cace los suficientes para que te quede la despensa repleta —prometió Dick con toda solemnidad.
Tim
le miro sorprendido y luego asintió con un convincente:
—¡Guau!
Aguardaron a que tío Quintín hiciera las señales correspondientes a la mañana. Se produjeron con toda puntualidad: seis destellos obtenidos mediante un espejo enfocado hacia el sol. Casi cegaban.
—Es algo estupendo esto de la heliografía —comentó Dick—. ¡Buenos días, tío Quintín, y adiós! Volveremos a estar a la espera esta noche. ¿Todos listos ahora?
—Si, vamos,
Tim. ¿
Verdad que el sol calienta mucho? ¿Quién lleva los bocadillos?
Se pusieron en marcha. A pesar del buen tiempo, no prescindieron de sus chaquetas ni de las botas de agua. En cambio, no llevaron sus gorros. Seguro que haría un día magnifico.
La cantera no se hallaba demasiado lejos. Tan solo a unos cuatrocientos cincuenta metros. Dieron un rodeo para que
Tim
pudiera estirar las patas. Luego se dirigieron al lugar prefijado.
Era un sitio muy curioso. En alguna época se habían extraído de ella sillares para la construcción. Más tarde fue abandonada. Ahora, sus cortes aparecían cubiertos por malas hierbas, arbustos y plantas de todas clases. Sobre los lugares arenosos crecían brezos. Los bordes de la cantera constituían verdaderos precipicios en pequeño y el lugar era muy poco concurrido. No había trazado un solo camino.
La cantera tenía la forma de una especie de olla vacía, irregular en alguna de sus partes. En aquellos días en que las prímulas abrían sus pétalos bajo el cielo azul se mostraba llena de colorido. Las violetas florecían a miles y originaban un delicioso contraste con el blanco de las otras flores. También comenzaban a brotar las velloritas, las primeras en toda la comarca.
—¡Es maravilloso! —suspiro Ana, deteniéndose en el borde de la cumbre y mirando hacia abajo—. Es sencillamente súper. ¡Nunca en mi vida vi tantas prímulas juntas y de tan gran tamaño!
—Ten cuidado por donde andas, Ana —advirtió Julián—. Estas laderas son muy escarpadas. Si pierdes pie, rodaras hacia abajo, hasta el fondo. Seguro que te romperías una pierna o un brazo.
—¡No tengas miedo! Voy con cuidado —contestó Ana—. Además, si me caigo soltaré la cesta y así dispondré de las dos manos para agarrarme a los arbustos. Voy a llenar la cesta hasta arriba de prímulas y violetas.
Para trabajar con mayor comodidad, lanzó la cesta por la ladera. Cayo rodando, dando tumbos hasta el fondo de la cantera.
Julián y Dick descendieron hasta los lugares escogidos para su investigación en los huecos de las piedras.
Los niños se encaminaron en seguida a la parte llana, para recoger flores. Los muchachos creían que llegarían a encontrar algunos sílex. Se sentían verdaderos arqueólogos.
—¡Hola! —dijo una voz desde el fondo del barranco. Los cuatro se pararon sorprendidos.
Tim
soltó un ladrido.
—¿Cómo? ¿Eres tú? —gritó Jorge, reconociendo al muchacho que habían conocido la víspera en el acantilado.
—Sí. Me parece que no sabéis mi nombre. Me llamo Martín Curton.
Julián le comunicó, a su vez, sus respectivos nombres.
—Hemos venido a almorzar en el campo —continuó— y para ver si hallamos utensilios prehistóricos. ¿A que has venido tú?
—¡Oh, también a buscar sílex! —respondió Martín.
—¿Has localizado alguno? —preguntó Jorge.
—No, todavía no.
—Ahí abajo no encontrarás ninguno —intervino Dick—. En donde crecen las velloritas, seguro que el terreno es arenoso, por lo que es inútil buscar armas de piedra. Ven con nosotros. Aquí el suelo esta liso y seco y hay hoyos.
Se veía que Dick intentaba ser amable para borrar la impresión del día anterior. Martín se acercó a ellos y comenzó a escarbar en compañía de los otros muchachos.
Ellos se habían preocupado de equiparse con picos y otras pequeñas herramientas. El forastero no disponía más que de sus manos.
—¿No os parece que hace mucho calor aquí abajo? —exclamó Ana—. Me voy a quitar la chaqueta.
Tim
había metido la cabeza y medio cuerpo en una madriguera de conejos. Escarbaba con vehemencia, arrojando la tierra tras de si.
—¡Caracoles! No os acerquéis a
Tim
si no queréis veros enterrados en vida —exclamó riendo Dick—. ¡Eh,
Tim
! ¿Tú crees que vale la pena tomarse tanto trabajo por un conejo?
Por lo visto, el perro pensaba que si valía la pena, porque, resoplando como una locomotora, continuaba su excavación con extraordinario ímpetu.
Una piedra salió disparada de pronto por los aires y fue a caer justo encima de Julián. Este se frotó la mejilla. Luego miró el proyectil que yacía a su lado y soltó una exclamación.
—¡Caramba! ¡Una estupenda punta de flecha! Gracias,
Tim,
eres muy amable por dedicarte a excavar para mí. Ahora quisiera un hacha de piedra, ¿puedes proporcionármela?
Los demás se acercaron para mirar el sílex hallado.
Ana pensó que nunca llegaría a saber distinguir una piedra de otra. Pero Julián y Dick estaban entusiasmados con el hallazgo.
—¡Un ejemplar magnifico! —exclamó Dick—. Mira como ha sido afilado, Jorge! Y pensar que sirvió hace millares de años para dar muerte a los enemigos de un hombre de las cavernas!
Martín no hizo el menor comentario. Miró en silencio la punta de lanza, que en verdad constituía un ejemplar intacto y extraordinario, y luego dio media vuelta. Dick pensó que era un tipo raro, algo estúpido y extravagante. Dudaba si les convendría invitarle o no a compartir su almuerzo. Al final decidió que sería mejor no hacerlo.
Jorge no opinaba igual.
—¿También tú piensas merendar aquí? —preguntó.
Martín negó con la cabeza:
—No, no he traído ni un bocadillo.
—Bueno, si es por eso, no te preocupes. Nosotros tenemos en abundancia. Quédate y te daremos lo que gustes.
—Gracias, es muy gentil por vuestra parte —respondió el chic—. Acepto a condición de que, al regreso, vengáis a casa a ver la
tele.
—Si, iremos con mucho gusto —dijo Jorge—. Así tendremos un día completo. Ana, mira esas violetas. Jamás vi tantas. Y son de los dos colores, morado y blanco. ¡Como se alegrara mama!
Fueron descendiendo poco a poco, excavando los tres muchachos con sus picos en todos los rincones apropiados. Al fin llegaron a un lugar en el que sobresalía una gran peña, muy a propósito para sentarse a comer. Daba el sol y la superficie de la piedra estaba caliente. Resultaría muy grato sentarse sobre ella. Además, era bastante llana para colocar encima los vasos y platos, sin peligro de que se volcaran.
A las doce y media se pusieron a comer. Estaban hambrientos. Martín acepto los bocadillos que le ofrecieron y se fue volviendo cada vez más amable y hasta locuaz.
—Son los mejores bocadillos que he comido en mi vida —dijo—. Los que más me gustan son estos de sardina. ¿Los ha preparado vuestra madre? También yo quisiera tener madre. La mía murió hace tiempo.
Se produjo un silencio lleno de simpatía. Los muchachos no podían imaginar que le pudiera suceder algo peor a nadie. En el acto, brindaron a Martín los mejores manjares y las galletas más grandes.
—¡Vi a vuestro padre haciendo señales! —exclamó Martín de pronto, entre bocado y bocado.