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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

Los círculos de Dante (28 page)

BOOK: Los círculos de Dante
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El conde respetó el silencio sombrío de Dante. Le miraba con curiosidad y daba la sensación de estar participando de sus pensamientos. No quiso presionar más a su invitado, tal vez porque intuyera que, con lo dicho, gran parte del trabajo estaba hecho. No obstante, antes de finalizar el encuentro, Battifolle dejó deslizar por las laderas confusas de la mente de Dante unas palabras que le sonaron enigmáticas.

—Quizá no estéis del todo perdido…, quizá vuestras averiguaciones no vayan tan desencaminadas como podéis pensar… —Después, sonrió de forma aún más ambigua antes de despedirse—. Quedad con Dios.

Capítulo 41

E
n los dos días que siguieron a ese encuentro, Dante no vio al conde ni a su escolta, Francesco de Cafferelli. Los supuso en alguna ocupación de Estado fuera de Florencia. Tampoco Chiaccherino, a quien Dante tomó la costumbre de visitar en ratos perdidos, fue capaz de darle una información al respecto. El viejo parlanchín no trasladó al poeta la sensación de que el pueblo de Florencia respirara nuevos aires de paz y concordia como le había dado a entender, con desbordante optimismo, el conde de Battifolle. Todo lo más, ese pan de la esperanza con el que siempre se alimentan quienes más tienen que perder con cualquier guerra. Dante no pudo reprimir una desoladora sensación de soledad y desamparo. Aquellos que le habían empujado hasta el corazón de esa agobiante espiral que le atrapaba parecían haber querido dejarle a la deriva con todas sus incógnitas y debilidades. Le sorprendió hasta qué punto un hombre como él había podido caer en la dependencia implícita de un joven rudo y malencarado como aquel Francesco de Cafferelli. Le echaba de menos, con el paradójico sentimiento que acaba uniendo a los secuestrados con sus raptores. Aunque aún no sabía a ciencia cierta si había verdadera amistad entre ellos, reconoció íntimamente que su ausencia eliminaba gran parte de su seguridad y confianza.

Por otro lado, al reflexionar sobre las frases de despedida del último encuentro con el vicario, Dante llegó a sospechar que
messer
Guido sabía, en realidad, bastante más de lo que le había contado. Arrojando la fría luz de la lógica sobre esos pensamientos, si eso era así, le resultaba muy difícil comprender para qué precisaba entonces de sus servicios y rechazaba, incluso, prescindir de ellos. El poeta concluyó que lo más probable era que Battifolle hubiera querido animarle sin más. Dante se dio cuenta de que la suspicacia y el recelo estaban haciendo mella en su carácter. Desde que se había visto envuelto en este embrollo, tanto la ambigüedad de los hechos como de las personas le impulsaban a buscar siempre una segunda intención, un significado subyacente escondido en las palabras y acontecimientos vividos en la Florencia agitada de su reencuentro.

En esa misma línea, también le había causado extrañeza que los mismos que días atrás se habían mostrado recelosos respecto a sus paseos solitarios por Florencia, ahora le dejaran a su aire moverse libremente y sin control. Aunque tampoco en esto era difícil encontrar explicación. Sus anfitriones debían de ser tan conscientes como él de que, a la vista de todo lo sucedido, Dante Alighieri no iba a ser tan desmesuradamente temerario como para reproducir en solitario iguales o parecidas experiencias. Por ejemplo, internándose en las peligrosas e insalubres profundidades del
sestiere
de Santa Croce. Pero aquello limitaba sus posibilidades de investigación y acercaba amenazadoramente el plazo que Battifolle se había impuesto, sumiendo al poeta en el pegajoso agobio de la responsabilidad. Era un punto muerto que acrecentaba la impotencia y la ansiedad, un paréntesis del que Dante tenía el funesto y cada vez más acentuado presentimiento de que iban a salir por mediación de otro acontecimiento impactante.

No quiso que su inactividad forzada le mantuviera encerrado entre las confortables cuatro paredes de su alojamiento. El personal de palacio ya se había acostumbrado a su presencia, a sus idas y venidas. Y Florencia, evitando los rincones más conflictivos y apartados, podía ser una ciudad tan segura o insegura para él como lo era para cualquier otro extranjero de verdad. Retomó sus paseos en las horas de mayor movimiento. Recorría los lugares más atestados y anónimos, con la débil esperanza de encontrar algún detalle que pudiera serle de utilidad. Pero los florentinos, en su comportamiento y maneras, apenas dejaban traslucir un cambio sustancial, una preocupación distinta de las que debían de acompañarlos en sus vidas diarias. Aunque no podía olvidar aquella escena cuajada de tensión que había vivido cerca de San Miniato, al pie de aquel árbol maldito cargado de despojos. El enfrentamiento fácil, el olor acre del motín sobrevolándolos a todos ellos. Y quizás, aunque aparentemente profunda, la mecha que podía incendiar la vida de los florentinos estaba allí, dispuesta, empapada en la resina inflamable del descontento.

Cuando traspasaba la puerta del palacio del Podestà, repetía la misma maniobra que había seguido en su primera salida. Iba hacia el sur, eludiendo así un posible contacto con su barrio de origen. En el fondo, percibía en su conducta el decisivo peso del pudor o la nostalgia dolorosa, pues el poeta estaba sombríamente convencido de la dificultad de encontrar por allí a alguien capacitado o verdaderamente interesado en reconocerle. Optaba por no alejarse mucho del centro o separarse del enjambre humano que lo animaba a diario. Ni siquiera llegó a cruzar alguno de los puentes sobre el Amo para dirigirse a Oltrarno y solía dejarse llevar en su paseo hasta desembocar con calma en la plaza de la Señoría, verdadero imán que atraía en continuo trasiego a las miles de almas que poblaban Florencia. Y allí fue donde tuvo oportunidad de ver y conocer a aquel
bargello
despiadado, aquel Lando de Gubbio cuya mala fama le era de sobra conocida. Nadie le dijo que era él, no hacía ninguna falta, porque lo supo apenas vislumbró cómo la gente le abría paso con algo más que respeto: un temor reverencial que les hacía alejarse a toda prisa de su presencia.

La comitiva, a caballo, marchaba lentamente camino de palacio, con un ritmo cansino y desafiante. Una nube de mercenarios feroces rodeaba a aquel soberbio condotiero. Hombre seco y enjuto, de altura más que mediana, marchaba algo encorvado sobre los lomos de su montura, bajo el peso de unas galas más propias de un señor de la guerra que de un alguacil urbano. Su aspecto rapaz impactaba, con su faz afilada de piel amarilla y quebradiza y la nariz larga y ganchuda. Completaban su rostro unos oscuros ojos hundidos, una mandíbula fuertemente apretada y un leve gesto burlón entre los labios. Movía los ojos lentamente, barriendo la plaza y a sus ocupantes con una inquietante mirada que parecía ir más allá de lo visible e inmediato, como la de los vigías en las galeras o la de los marinos atisbando entre la tempestad. Bajo el haz de esa mirada de lechuza, daba la impresión de ser capaz de descubrir cualquier cosa que alguien pretendiera ocultar. Tal vez por eso, no había allí espíritu tan fuerte como para mantener esa mirada, para sortear el temor de no saber a ciencia cierta si la guadaña iba a detenerse. Era como si la muerte jugara a través de esos ojos del
bargello
a dar vueltas con su mortal herramienta. El mismo Dante sintió la cuchillada fría cuando el grupo pasó apenas a unos pasos ante él. Como todos los demás, desvió la mirada con el miedo agarrotado en el pecho, como si temiera que aquellos ojos vaciaran su mente y extrajeran su secreto. Tras su paso, el poeta respiró con alivio; una sensación de libertad; la posibilidad de continuar con una vida que hubiera quedado en suspenso. El pánico, una atmósfera densa e irrespirable, envolvía a todos aquellos que se encontraban en la órbita de aquel cruel
bargello
.

Después de esto, desganado y sombrío, con el corazón encogido, prefirió volver a recluirse en palacio que seguir respirando el aire libre de Florencia. Ese aire tan cargado de recelos.

Capítulo 42

L
os negros augurios de Dante no tardaron en hacerse realidad. La calma se rompió de manera brutal, de la única forma que el poeta había previsto que sucediera. La negra sombra del miedo y aquella violencia diabólica habían vuelto a cernirse sobre Florencia. A la vez, el cielo se entristeció y volvió a volcarse a cántaros sobre la ciudad oscura. Francesco interpretó una vez más el papel de heraldo de la muerte. Cuando penetró en su estancia, a pesar de que aún no había amanecido, Dante ya llevaba un rato observando melancólicamente la lluvia que se derramaba sobre su ciudad. Casi a oscuras, a despecho de la llama mortecina de la lámpara situada sobre la mesa, permaneció sentado, con la vista fija en aquel ventanal por el que a veces tenía la impresión de volar rumbo a ninguna parte. Había oído gritos y carreras por las vías encharcadas, desusados signos de una actividad diferente a la de cada día, y supuso que algo había sucedido. Ahora, apenas vislumbrado el rostro de Francesco, supo a ciencia cierta qué era lo que había ocurrido. Ya no era el sarcástico y malintencionado hombre que días atrás había encogido su corazón con morboso placer anunciándole uno de aquellos horrorosos crímenes. El joven estaba empapado y dejaba un leve charco en el suelo como testigo de su presencia. Evidentemente, había recorrido esas calles azotadas por la tormenta antes de visitarle. Su rostro era aún más serio y parecía haber envejecido durante aquellos dos días de ausencia. Fue Dante quien quebró el silencio.

—Otro de esos crímenes, ¿verdad?

Francesco asintió lacónicamente mientras se pasaba su mano herida por la cabeza, a contrapelo. Una nube fina de minúsculas gotas salpicó toda la estancia.

—No parece tener fin esta tormenta… —dijo Dante, con gesto ausente, jugando con el doble sentido de las palabras.

—Esta vez han sido capturados dos de los autores —dejó caer Francesco de repente.

Dante dio un respingo de sorpresa y miró fijamente a su escolta. Se extrañó de que en su rostro no asomara rasgo alguno de satisfacción.

—¡Hablemos con ellos entonces! —exclamó Dante con un brillo de pasión en la mirada.

—Dudo de que podáis… —comentó Cafferelli con desgana.

—¿Los habéis matado? —preguntó el poeta con incredulidad en su voz.

Francesco se agitó un tanto molesto, con incomodidad. Se observó la mano lastimada; una cicatriz aún tierna y brillante por la humedad era el recuerdo de aquella pelea con Birbante. Un trueno cercano dio paso a sus explicaciones.

—Los hombres del
bargello
llegaron antes…

—El conde no podrá quejarse ahora de la efectividad de Lando —replicó Dante con amarga ironía—. Espero que, al menos, hayan podido arrancarles alguna confesión.

—No lo han hecho —contestó Francesco con seguridad.

Dante volvió a mirar a su interlocutor con estupor.

—Medios tienen. No me cabe la menor duda —comentó el poeta.

—Aun así, os aseguro que no han podido extraer de ellos ni una sola palabra —aseguró firmemente Francesco.

—¿Cómo puedes estar tan seguro? —replicó Dante, visiblemente intrigado.

—Prefiero que lo comprobéis por vos mismo —contestó.

—¿Comprobarlo? —exclamó Dante perplejo—. ¿Cómo podría hacerlo? ¿No habían sido capturados por los esbirros de Lando?

Francesco volvió a dar muestras de intranquilidad. Parecía sentirse responsable por no haberse adelantado en la detención de aquellos miserables y con nulas ganas de dar explicaciones.

—Tenemos los cadáveres —dijo sin mirar directamente a Dante.

—¿Han matado a los prisioneros y después os han donado los cuerpos? —preguntó el poeta, absolutamente perplejo.

—En realidad, no ha sido así —replicó Francesco, evasivo—. Se los hemos comprado.

Un escalofrío recorrió el cuerpo de Dante. Sin decir nada, dirigió su mirada hacia el ventanal, al cielo gris como horizonte.

—Bendito san Juan… —comenzó a decir con tristeza—. En tu ciudad apenas vale nada la vida humana, pero se compran y venden los cadáveres por un puñado de florines…

—Esos cadáveres iban a ser descuartizados o quemados —argumentó Francesco—. Pensé que quizá quisierais examinarlos antes de que eso sucediera.

Dante permaneció pensativo apenas el espacio de tiempo entre dos truenos. Daba la impresión de que el poeta estaba muy alejado de allí, al borde de una ausencia casi definitiva. Francesco volvió a sacudirse el agua acumulada en su pelo, de forma mecánica y nerviosa, esperando a que el poeta saliera de aquel transitorio ensimismamiento.

—Tienes razón —exclamó de repente con una sonrisa amistosa—. Has hecho bien, Francesco. Ahora que sabemos que son hombres y no diablos, veamos esos cuerpos. Será difícil, pero quizá con un poco de fortuna seamos capaces de sacar de ellos, muertos, alguna de las respuestas que otros no han sido capaces de obtener cuando estaban con vida. —Tras ponerse en pie con nuevas energías, añadió—: Llévame a su encuentro y ponme en antecedentes durante el camino.

Capítulo 43

E
l sexto de aquellos indignamente llamados «crímenes dantescos» había sido perpetrado durante la noche. No fue necesario que Francesco le diera muchas explicaciones para que Dante ubicara su inspiración en el canto XVIII de su «Infierno»: el castigo a los falsos y complacientes aduladores. Éstos penan su rastrera actitud hacia los poderosos sumergidos en un repugnante lodazal de desperdicios humanos. A aquellas alturas, el poeta ya estaba convencido de que su obra no era determinante para la elección de la víctima. Puede que, simple y llanamente, no hubiera ninguna selección. Por tanto, no le importaba demasiado conocer los pormenores sobre el desafortunado ciudadano de Florencia que lo había protagonizado. Probablemente, había sido el azar, el burlón designio de la Providencia, lo que había movido sus pasos hasta encontrarse de bruces con el fin de sus días.

Los asesinos se habían disfrazado de vulgares basureros, recolectores de excrementos y desperdicios urbanos para realizar su cruel hazaña. Era una ocupación que les garantizaba bastante anonimato y seguridad, porque les permitía moverse en la ciudad nocturna, a la luz de sus propias antorchas, sin que nadie, por su gusto, se acercara a esos personajes sucios y de tan desagradable tarea. Los buenos ciudadanos de Florencia, que atestaban las calles de la ciudad durante el día, dejaban un reguero de suciedad y podredumbre a su paso o con sus negocios. Era un rastro del que renegaban o que simplemente ignoraban. Alguien menos afortunado tenía que recogerlo para que las calles no se convirtieran en un apestoso corral humano en descomposición.

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