Los círculos de Dante (40 page)

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Authors: Javier Arribas

Tags: #Intriga, #Histórico

BOOK: Los círculos de Dante
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—¡Oh, no,
messer
! —rechazó el criado, saliendo orgulloso de su mutismo—. No se trata de dinero. Os aseguro que no es más rico quien más tiene, sino quien menos necesita. Y yo aquí tengo cuanto me puede hacer falta.

En un movimiento apresurado, aunque suave, Dante asió al criado por su vestido y lo atrajo muy cerca de sí. El viejo despedía un aroma a cebollas tiernas.

—Entonces, hazlo por mí —insistió con firmeza—. Créeme si te digo que es vital para mí y para Florencia que abandone en secreto este palacio.

El poeta aflojó la presión de su mano y Chiaccherino cayó hacia atrás por inercia. Ahora sí que parecía decisivamente impresionado. Tenía la boca abierta y esos ojos que ya no distinguían con claridad clavados con pasmo en su interlocutor. El secretismo y la confidencialidad eran rasgos habituales en los misteriosos invitados acogidos por los altos dignatarios, tanto que los sencillos sirvientes les presumían unas complicadas y retorcidas tareas, casi mágicos arcanos que contemplaban con respeto reverencial. Nada tenía, pues, de extraño para el simple Chiaccherino que uno de los huéspedes del vicario llevara unido a la piel el futuro mismo de Florencia. Y ante eso su sentido de la responsabilidad pesaba más que sus reticencias.

—De acuerdo… —dijo el criado tímidamente—. Si eso es lo que vos deseáis.

Dante esbozó una sonrisa de complicidad y agradecimiento, mientras respiraba con alivio.

—No sabes hasta qué punto te lo agradeceré —replicó Dante con más calma—. Pero aún debo abusar algo más de tu bondad. Necesito ropas adecuadas para el exterior y que sean discretas… De las que tú mismo llevarías si tuvieras que volver a salir.

El criado volvió a asentir sin mayor resistencia o comentario explícito. Su capacidad de sorpresa parecía ya más que colmada como para extrañarse de algo.

—Esperadme aquí y os las traeré —dijo.

Antes de que desapareciera, Dante volvió a sujetarle por un brazo. Le dirigió una mirada de igual a igual que quería sugerir la importancia que tenía todo aquello y le habló en voz baja.

—Por favor, no tardes…

Capítulo 56

C
uando se quedó solo, Dante pareció tomar nueva conciencia de aquel lugar. Aquellos jovencitos continuaban su ingrata tarea, sin dejar de mirar, a hurtadillas, al extraño huésped, pero ni uno solo se acercó. Parecían tímidos y estaba seguro de que ni siquiera osarían dirigirle la palabra. El tiempo de espera se le hizo eterno. Empezó a pensar que el servicial Chiaccherino había sucumbido al pánico ante los riesgos de atender a los caprichos de aquel extraño desconocido y había desaparecido sin más; o, peor aún, le había denunciado ante las tropas de su señor. Sentía con angustia los latidos de su corazón en las sienes, sin despegar los ojos de aquel espacio vacío por el que había desaparecido el criado y por donde imaginaba continuamente ver formarse entre las sombras la silueta amenazante de los soldados; sin embargo, además de amable, el buen Chiaccherino demostró ser leal y el poeta recibió con alegría su llegada. El viejo traía un hato de ropa bajo el brazo. El poeta recogió el paquete, dispuesto a ponerse aquellas ropas a toda prisa, cuando reparó en la inconveniencia de hacerlo ante testigos. Aquellos sirvientes casi infantiles podían ser de apariencia discreta y asustadiza, pero no dejaban de ser curiosos. Alguno de ellos podía caer en la tentación de delatarlo, por miedo o deseo de agradar a sus superiores, mucho antes del tiempo necesario para intentar la huida. En el mismo tono de voz baja manifestó sus recelos al criado, que le tranquilizó con cierto gesto de suficiencia que le pareció algo impropio en él.

—No os preocupéis por eso. Todavía tengo cierto mando sobre los más jóvenes.

Después se acercó a ellos y, con palabras que el poeta no pudo escuchar, consiguió que abandonaran la estancia, dejándolos solos. Con el hato deshecho seleccionó entre aquello que le pudiera ser de utilidad inmediata y eligió una saya grande de color oscuro, como un capote. Un pobre remedo de
lucco
, hecho de lana basta, mal tejido y peor teñido. Le cubría casi por completo, de modo que le permitía no tener que prescindir del resto de sus ropas. Se enfundó en la cabeza una especie de capuchón en pico, trenzado en lana de tacto estropajoso. Tenía dos alas a modo de orejeras que le resguardaban también ambos flancos de la cara. Se imaginaba a sí mismo como una mala imitación de aquel granuja del bonete verde empeñado en prender la chispa de la rebelión. Chiaccherino le miraba atónito. Sin duda, le costaba explicarse las trazas de tanto misterio. El poeta le extrajo sin violencia de ese ensimismamiento.

—Cuando quieras —le dijo.

El criado dio un leve respingo. Por un momento le miró desconcertado, como si con su nueva apariencia también resultaran nuevas sus peticiones; no obstante, inmediatamente, cayó en la cuenta y con un leve gesto le indicó el camino. Atravesaron la cocina hasta llegar a una esquina en penumbra donde era difícil imaginar la existencia de una puerta. En realidad, fijándose bien se percibía la presencia de un vano, porque la puerta estaba encajada a un par de pasos hacia dentro del mismo. De esta forma, sencilla pero ingeniosa, desde prácticamente cualquier punto de la amplia estancia quedaba camuflada la hoja de madera, de apariencia robusta y color oscuro. Chiaccherino cogió una lámpara de aceite de una mesa y al llegar a la altura del hueco se la pasó a Dante. Extrajo una llave de su faltriquera y la introdujo en la cerradura. Con un chirrido oxidado, la puerta se abrió, lamentándose sobre sus goznes. Al empujarla, la oscuridad se hizo densa. Ni luz exterior ni acceso directo, sólo un pasillo bastante ancho que se extendía ante ellos. Avanzaron guiados por la luz de la lamparilla, y dejaron a su izquierda otra puerta ancha y recia, provista de dos cerraduras y un par de enormes candados, y que vedaba el acceso a lo que debía de ser un almacén, allí donde las provisiones reposaban su espera antes de ir a parar a la mesa del vicario y sus allegados. Antes de llegar al final del pasillo, Dante vislumbró que se desviaba en un recodo hacia la derecha.

Por la orientación del edificio y el camino recorrido, supuso que ya debía de conducir al exterior. Al doblar el recodo, confirmó su suposición, al ver cómo algunas líneas de luz tenue quebraban el hermetismo rectangular de un portón en el fondo.

—¿Estás seguro de que no hay vigilancia? —preguntó Dante, casi en susurros, extrañado de que aquella gran despensa no contara con más de un guardián ante sus puertas.

—¡Oh sí,
messer
! —respondió Chiaccherino—. Sólo hay vigilancia permanente mientras se descargan las provisiones. El resto del tiempo está solamente la patrulla…

—¿Qué patrulla? —requirió Dante con preocupación, y se detuvo en medio del pasillo.

—Centinelas —replicó el sirviente—. Ya sabéis, de los que hacen la ronda por las calles y alrededor del edificio… Aunque son más frecuentes por la noche, claro.

—Centinelas… —musitó el poeta—. ¿Y qué haré si me topo con ellos? —añadió casi para sí.

—En verdad nunca he pensado que pudiera encontrarme con ellos —repuso Chiaccherino, como si cayera ahora en la cuenta—. Tal vez un criado que sale de la cocina siempre puede inventarse alguna excusa… o quizás ofrecer algo que interese a los soldados —añadió—. Pero mejor será que no os los encontréis. Ya os dije que era más seguro permanecer dentro.

No obstante, Dante reanudó el paso hacia la salida, para evitar que el viejo volviera a intentar convencerlo. Observó que, a la derecha, el pasillo se volvía a ensanchar formando una sala, una especie de fondo de saco abierto y sin puerta, sin ningún mueble o accesorio en su interior. Supuso que esta estancia representaba algún tipo de paso intermedio en el proceso de almacenamiento de provisiones y enseres. Seguramente, los proveedores depositaban allí sus mercancías, para reducir al mínimo el tiempo en que el acceso exterior permanecía abierto y liberar a la vez de miradas indiscretas todo aquello que ya estaba guardado a buen recaudo. Más tarde, en la intimidad del edificio clausurado, el encargado de tales funciones dirigiría el almacenamiento definitivo en palacio. Unos pasos más al fondo y se encontraron con una cancela de hierro, con barrotes gruesos y fuertes como los de una prisión. Sólidamente aferrada a los muros, a pesar de su aspecto descuidado y teñido de óxido, se mostraba como un firme obstáculo. Después de que el criado hiciera uso de su manojo de llaves hurtadas, ambos dieron un par de pasos hacia atrás, porque la verja se abría hacia el interior dejando apenas espacio en su giro.

Finalmente, llegaron hasta la última puerta, gruesa y de similar aspecto infranqueable. Tenía una tranca cruzada que incrementaba su resistencia; además, contaba con una portezuela a la altura de los ojos. Una mirilla parecida a la que había visto en aquella taberna clandestina que había visitado con su joven escolta. Chiaccherino desplegó un vistazo cauteloso, a través de ella. Dante se dijo para sí que el viejo, con su vista cansada, no parecía el vigía adecuado para vislumbrar algún peligro exterior. Pero no le dio tiempo a intentar cerciorarse por sí mismo, porque el sirviente desatrancó y abrió esta última barrera con rapidez, como si deseara acabar cuanto antes con toda esta dudosa aventura. Después, sacó la cabeza, tímidamente, para completar la observación. Una claridad no excesivamente luminosa deslumbró los ojos del poeta, acomodados a la oscuridad.

—¡Podéis salir! —exclamó Chiaccherino, a quien ahora se veía nervioso y acelerado—. ¡Y que Dios, nuestro Señor, os acompañe y proteja!

Capítulo 57

A
penas puso un pie en la calle, la puerta se cerró con brusquedad a sus espaldas. Ahí finalizaba el auxilio del viejo criado, que debía de estar ahora retornando, suspirando de alivio, a su cálido refugio en las cocinas. Otra puerta cerrada, otro muro o muralla frente a él. Volvía a sentir esa amarga saeta del destierro. Un expulsado impotente en tierra peligrosa, desorientado en un callejón solitario. A la espalda o a un lado del palacio donde residía aquel vicario triunfante que necesitaba aprehenderle para escribir un adecuado epílogo a sus planes. El abrazo húmedo del aire le hizo encogerse entre los pliegues de sus vestidos, arrebujarse bajo la áspera tela de su disfraz y le dio impulso para salir presto de allí, para no saber, en realidad, hacia dónde encaminarse. La ciudad completa era una enorme trampa, mucho más cuajada ahora de peligros. Por eso se movió un poco por inercia, sin saber a ciencia cierta qué dirección tomar. El azar, la buena o mala suerte o los designios de los astros eran elementos tanto o más fuertes que sus propios razonamientos a la hora de marcar sus movimientos y su destino.

Empezó a llover, cada vez más fuerte. La tenue luz se convirtió en una cortina gris. Pronto se formaron charcos sobre los que rebotaban con fuerza las gotas caídas, componiendo miles de surtidores que se alzaban salpicando sobre la superficie del suelo. Dante chapoteó entre esos charcos, mientras se dirigía, en principio, hacia el norte, sin más plan que alejarse cuanto antes de la cercanía del palacio. El cielo desbordado limpiaba esas calles, hacía poco ensangrentadas por la ira de los ciudadanos. En el fondo, siempre había algo presto a lavar la conciencia de los florentinos. Algo consentía que el sol del día siguiente secara las trazas de la culpa, permitiendo el consuelo de una Florencia nuevamente encerrada en su orgullosa y productiva monotonía. Se paró y se apretó contra una pared. Trataba de aprovechar una balconada como parapeto contra un aguacero sin ganas de amainar. Con el corazón latiendo contra el paladar, trató de razonar. Si su objetivo era una huida, una salida furtiva de la ciudad, tendría que buscar el apoyo de aquellos que de lo clandestino hacen su forma de vida: contrabandistas, traficantes, cuatreros, delincuentes que entraban y salían de Florencia con mayor asiduidad e impunidad que cualquier honrado comerciante de la lana. Así pues, decidió internarse en el corazón mismo de la revuelta, en Santa Croce, donde miseria y delito eran las dos caras de una misma moneda ciudadana. Había recogido algo de dinero por si era necesario comprar voluntades y auxilios, pero tendría que ver cómo administrar tan escaso caudal, recurrir tal vez a la promesa de mayores recompensas futuras. De lo contrario, la ambición ajena podía optar por degollarle, conformándose sin más con el botín de unas pocas monedas.

Dante se sacudió el agua que le chorreaba en el rostro y salió corriendo de su refugio hacia la vía donde los Benci habían establecido sus casas. La cortina de agua encubría sus torpes movimientos desesperados, pero, a un tiempo, le ponía en evidencia, porque las calles estaban desalojadas y eso le convertía en un extraño e inverosímil paseante. Miraba hacia ambos lados, pero no había nadie con ganas de desafiar a la tormenta. De repente, le sobresaltó un estallido de voces y cascos de caballos a su espalda. Por instinto, volvió a aplastarse contra un muro, deseando pasar por invisible. En un instante, a través de una esquina aparecieron varios hombres: harapientos bribones de la zona que corrían frenéticos y levantaban riadas de agua en su carrera. Uno de ellos se volvió en aquella misma esquina y lanzó dos piedras hacia ese enemigo que Dante todavía no podía ver. Después, echó a correr, tan veloz como pudo, enlazando con el resto del grupo en fuga. Pasaron ante el poeta salpicándole, pero ni siquiera le miraron, como si simplemente no existiera. Se estremeció de terror cuando, por fin, esos perseguidores se hicieron visibles, anunciados por un enloquecido repicar de cascos de caballo. Eran cuatro mercenarios catalanes del conde; llevaban ballestas al hombro y las espadas desnudas. Intentaban galopar en pos de ellos, con los dientes apretados y los rostros contraídos de ira. Los caballos resbalaban a menudo, casi flotaban sobre el empedrado anegado, o se atascaban en grandes pellas de barro. Eso dificultaba la caza, enfurecía aún más a sus jinetes y envalentonaba a los huidos, que insultaban a gritos desde la distancia y se desviaban por callejuelas impracticables para entorpecer el camino de las monturas.

Dante se quedó bloqueado por el pánico. Temió que aquellos guerreros furibundos le atraparan, que cortaran de raíz esa fuga improvisada. Rezó por ser tan ignorado ahora como lo había sido por los hombres que iban por delante. Y casi lo consiguió, porque los jinetes le pasaron de largo, cubriéndole de agua sucia, sin olvidar cuál era su objetivo ni perder tiempo en detenerse. Pero antes de hacerlo uno de ellos apuntó en su dirección y lanzó una saeta que silbó entre la lluvia como un látigo. Por puro instinto, el poeta se movió hacia un lado. Fue suficiente para esquivar el tiro y salvar su propia vida. El dardo, antes de astillarse contra el muro, le atravesó la tela del vestido rozándole el costado, que le respondió con un ardor intenso. Su agresor ni siquiera volteó la cabeza para asegurarse del resultado de su disparo. Desaparecieron todos juntos con su peculiar galope entre la bruma del aguacero. Se convirtieron en cuatro figuras borrosas, como los apocalípticos heraldos de la destrucción.

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