Los clanes de la tierra helada (22 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Arnkel retrocedió y, todavía inclinado sobre Onund, agarró la azuela. La levantó y la descargó entre los brazos que el hombre extendía con desesperado gesto. La hoja ahogó un alarido. Arnkel la liberó y la volvió a abatir. El cuerpo de Onund se estremeció con varias sacudidas, pero ya estaba muerto, con el cráneo partido.

Los gritos habían atraído a las mujeres. Hildi salió corriendo y se paró en seco en el umbral junto a Auln, que la abrazaba por los hombros. Mientras miraba la sangre y el cerebro, se llevó la mano a la boca. La hija menor de Arnkel también acudió, zafándose de los brazos de las mujeres, y se detuvo con expresión de asombro.

—¿Estabas practicando lucha, papá?

Observaba con ojos desorbitados la sangre que le salpicaba la cara y se acumulaba en un charco en torno a la cabeza de Onund.

Arnkel se incorporó y la tomó en brazos para impedir que siguiera mirando. En ese momento Gudrid apareció en el umbral y se quedó observando el cadáver.

—Estás cubierto de sangre,
gothi
—señaló tendiendo los brazos Auln, que estaba más cerca de él—. Dámela a mí.

—Sí, solo era una práctica de lucha, pequeña —respondió a su hija, al tiempo que se la entregaba a Auln—. ¿Querrás ir al pozo a buscar un cubo de agua para papá? Auln te ayudará.

Auln la tomó en brazos, interponiendo su hombro para ocultar la carnicería. Gudrid se acercó y posó la mano en el hombro de su hijo.

Thorgils regresó de la granja de Orlyg al cabo de una hora seguido de los dos esclavos y los ponis cargados con heno del pajar. Agachado junto al muerto, le volvió la destrozada cara. Los dos esclavos estaban impresionados con tanta sangre. El
gothi
Arnkel permanecía sentado en una piedra mientras su madre le trenzaba el pelo después de habérselo lavado.

—Es difícil reconocerlo con esos tajos, pero sí, es él —dijo Thorgils.

—¿Lo conoces?

—Algo. Estaba en Helgafell cuando fui en verano. Lo ataban a un poste cuando no estaba limpiando los corrales. Onund, creo que se llamaba.

—Sí, eso es. Entonces ¿era el que mató al esclavo de Snorri?

—Sí. Hablé un poco con él mientras esperaba a que los hijos de Thorbrand acabaran de gritarle a Snorri.

Arnkel sonrió. Thorgils había llegado en el momento oportuno, justo después de que los hermanos hubieran entrado en la sala para presentar su petición pero sin que ellos supieran que había llegado. Con eso había podido escuchar todo a través de las paredes de tepe. Salieron enfadados, confusos y sorprendidos de ver al cliente principal de su enemigo esperándolos allí. Por espacio de un minuto, Thorgils temió por su vida al ver la mirada asesina que le clavó Illugi y los puños crispados de Thorodd. Falcón acudió entonces, de modo que lo que pudo haber ocurrido quedó reducido a enojados murmullos. Thorgils entregó a Falcón el salmón y después de charlar un rato se marchó, satisfecho, y esa noche relató lo ocurrido junto al fuego.

El
gothi
Snorri había vuelto a negar su apoyo a sus clientes.

Guardaron silencio un momento.

—Snorri alegará que se ha escapado, o que lo perdonó y lo dejó ir —señaló por fin Thorgils.

—Claro —convino con aspereza Gudrid, dando un tirón del pelo de Arnkel que le provocó un respingo.

—Eh, mujer…

—Hay que poner fin a esto —le susurró al oído—. El
gothi
Snorri no ha acumulado toda su autoridad sin motivo y tú lo infravaloras, tal como hiciste en la asamblea de Thorsnes, cuando perdiste tus bosques.

—No están perdidos, madre —contestó Arnkel torciendo el gesto.

—Tú eres el más fuerte —afirmó ella sin hacerle caso—. Utiliza esa fuerza antes de que te asesinen una noche de estas o pierdas más tierras a favor de aquellos que conocen la ley mejor que tú.

—Se acerca la hora, pero yo decidiré cuándo va a ser —zanjó el
gothi.

Luego se puso en pie y con un chasquido de dedos llamó a los esclavos para ordenarles que llevaran el cadáver a la punta de Vadils y lo enterraran con los criminales y los niños. Los Hermanos Pescadores los ayudarían a pasar con la barca.

—Mejor será que termines la puerta —aconsejó Thorgils mientras se llevaban al muerto.

Arnkel exhaló una macabra carcajada. Después tomó la azuela, saboreando el olor del aire y el contacto del viento en la cara. Estaba calmado y en paz, apaciguado por haber liquidado a ese hombre, convencido de que era una señal de que Odín consideraba justa su pugna. La fuerza de su brazo y la inteligencia lo conducirían a sus fines.

—Te veo —dijo al gran ojo azul, sintiendo su amor por él.

Era la fiesta de otoño y en la casa de Arnkel se preparaban para recibir a todos los clientes e invitados del
gothi
. Había mucho que hacer.

El verano había engordado las vacas, las ovejas y las cabras. Una de las vacas lecheras estaba ya vieja y también cuatro ovejas. Dado que tenían pocas posibilidades de sobrevivir al invierno y sería un desperdicio alimentarlas, las sacrificaron. Una oveja la ofrecieron a Odín, en el gran altar de piedra de detrás de Bolstathr que Einar había construido hacía muchos años. La quemaron hasta reducirla a cenizas, sin que quedara nada. A las otras tres las despellejaron y las ensartaron en un espetón, al igual que a la vaca. Como necesitaban mucho combustible, Arnkel mandó a los Hermanos Pescadores a recoger madera depositada por las aguas en las playas de fuera del estuario. El mar abierto era demasiado violento para su embarcación y aunque los cabeceos les hicieron pasar miedo, su persistencia se vio al final recompensada con una gran masa de madera flotante que se llevaron remolcando, atada con una cuerda. En una desolada franja de guijarros encontraron varado un pequeño rorcual aliblanco agonizante. Pese a que aquella tierra era propiedad de otra persona, bajaron y cortaron grandes cubos de grasa, gruesos como el tepe, con la que luego llenaron el fondo de la barca, mientras el animal se agitaba débilmente bajo ellos. Regresaron manchados de sangre y grasa y trasladaron muy ufanos los pedazos hasta la sala. Había suficiente sebo para alimentar a todos los de la casa durante el invierno. Consumiéndola secada y salada, bastaba con unos cuantos bocados para saciar el hambre. Comieron cierta cantidad enseguida, pero la mayor parte la colgaron de las vigas de la sala, dejando que se pudriera hasta volverse negra, impregnada de humo y de sabor.

Hildi y Auln desplumaron una docena de cisnes y los rellenaron con cebolla y salvia. Envueltos en algas, los asaron enterrados en brasas. Gudrid supervisó la elaboración de la cerveza sin perder de vista a los esclavos mientras molían la cebada y desmenuzaban el lúpulo. Después se colocó delante de las ollas y se encargó de remover personalmente la templa con una gran espátula de hierro, larga como una espada, con la que golpeaba a quienes intentaban robarle un cuerno del líquido antes de que estuviera listo. Al cabo de una semana de reposo en los barriles estaba a punto, espesa y espumosa, capaz de trastornar la cabeza de aquel que la bebiera en exceso.

Los clientes fueron llegando en grupos de dos o tres a lo largo del primer día de los festejos. El
gothi
Arnkel se atavió con su mejor capa de lana y camisa y calzones rojos. Más tarde presidiría la fiesta desde su sitial, pero ese primer día se sentó en una piedra junto a la puerta y dio la bienvenida a cada uno de los recién llegados agradeciéndole su lealtad. Después de llenarles los cuernos de cerveza, los hizo pasar para que disfrutaran de la comida y el fuego, tomando la precaución de contar cuántos llegaban. Era en la reunión del otoño, que celebraban todos los
gothi
la misma semana, cuando un cabecilla podía comprobar quién estaba con él y quién no. Dado que nadie podía estar en dos lugares al mismo tiempo, cada cual debía definir su lealtad. Solo un necio se perdería la oportunidad de atiborrarse hasta estallar. Aquel era el periodo de la abundancia. Dentro de poco se abatiría sobre ellos la dura estación del invierno, cuando todo el mundo mantendría bajo estrecha vigilancia el contenido de las tinas y barriles de suero y controlaría cada bocado de queso y de carne que engullían los miembros de su familia.

Las verduras de Ulfar ocupaban toda una mesa, pero pronto no quedó nada de ellas. Él observaba, disimulando la consternación que le producía ver esfumarse en cuestión de horas el producto de un verano de trabajo. Los hombres comían como lobos, disputándose las últimas cebollas del cesto que circulaba por la sala o arrebatando pedazos de carne de las manos de otro. Aun así, los cuchillos permanecían en las mesas en lugar de ir a clavarse en el cuerpo del vecino. Los huesos volaban a la manera de misiles por el aire, suscitando grandes carcajadas cuando alguno caía por descuido encima de alguien. Un verdadero torbellino de objetos flotaba por la sala y los niños chillaban con alborozo al ver actuar a los hombres como locos.

El primer día hubo un frenesí de hilaridad y juegos, como si hubiera necesidad de disipar sin demora las preocupaciones del mundo. Durante la mañana, los luchadores fueron los protagonistas, el centro de diversos corros en el patio. Después de la comida de mediodía los asistentes se repartieron en dos mitades y se ató un trapo rojo al mango de una pala. Uno de los grupos trató de trasladar el estandarte atravesando la masa que conformaban los del otro, en una cuña de hombros encogidos, respiración trabajosa y gruñidos de esfuerzo y de dolor. Arnkel casi logró llegar a la pared de enfrente en una tentativa, pero en el último momento quedó neutralizado por cuatro hombres que se le echaron encima y cayó riendo. Enjugándose la sangre de la boca, entregó el estandarte y de nuevo se inició el forcejeo. Al final se sentaron en la pared y en el suelo y se pusieron a exhibir, sucios y sudorosos, sus morados, cortes y sangre. Los niños permanecían de pie, animándolos, pero Arnkel los ahuyentó con un rugido. Después hicieron pasar a las mujeres a la sala, donde Hildi y Gudrid sirvieron hidromiel, dispensándoles un trato especial reservado a aquella ocasión excepcional, de tal manera que por la puerta abierta no tardaron en oírse chillidos y risitas.

—A ver quién es el valiente que entra ahora ahí —dijo Gizur, que tenía un ojo hinchado.

Thorgils estaba sentado en la pared cerca de Agalla Astuta, hablándole en voz baja. Arnkel lo observó con extrañeza, aunque estaba de acuerdo con su proceder. Agalla Astuta no era cliente suyo y los demás lo habían mirado con suspicacia cuando llegó, pero las sonoras expresiones de saludo que le había dedicado el
gothi
y el trato amable que le dispensaba Thorgils los habían hecho callar a todos. Había jugado bien y demostrado que no temía enzarzarse en medio de un amasijo de hombres, pese a que era casi tan viejo como Thorolf. De todas maneras, aquello tampoco era sorprendente, pensaba Arnkel, dado que en otro tiempo había matado sajones a su lado. El saldo de su participación había sido una contusión en una mejilla provocada por un codazo.

Ulfar, que estaba sentado cerca, había permanecido en el cerco de la masa humana, sin introducirse en ningún momento en ella. Los hombres apenas le dirigían la palabra y si lo hacían era para hablarle con aspereza. Ketil le arrojaba guijarros a la cabeza y él solo reaccionaba levantando un brazo para protegerse.

—Para con eso —le ordenó Thorgils.

Ketil escupió en el suelo y miró con hosquedad a Ulfar y a Thorgils. Entonces Ulfar se levantó y se encaminó a la sala.

—Eso, vete a sentar dentro con las mujeres —se mofó Leif.

—Tráeme un pellejo y sírveme, mujer —lo relevó el otro Hermano Pescador.

Al cabo de un instante todos los presentes abrumaron con abucheos y silbidos a Ulfar, hasta que desapareció en el interior.

El
gothi
Arnkel los miró imperturbable.

Hasta los clientes que se habían mostrado contrarios al
handsal
por el que Ulfar le cedió la tierra en detrimento de los derechos de los hijos de Thorbrand el año anterior se habían puesto a abroncarlo. Ni uno de los presentes se privó del placer de expulsar a otro del grupo.

El
gothi
asintió, satisfecho. Aquello era una señal.

Más tarde, cuando hombres y mujeres estaban congregados en torno a las mesas de la sala para disfrutar de otra comida, Arnkel llamó por señas a Agalla Astuta. El hombre acudió con la boca llena, un gran muslo de cisne en la mano y un cuerno de cerveza en la otra.

—¿Sí,
gothi
?

—Cuando hayas saciado el hambre, querría pedirte que cogieras tu caballo y fueras hasta Hvammr a pedirle a mi padre, Thorolf, que se reuniera a comer con nosotros. Es correcto que alguien de mi propia familia asista a la fiesta de otoño. Dile que mi buen amigo Ulfar
el Poeta
cantará esta noche, loando mi victoria sobre ese tal Onund, y que me gustaría tenerlo aquí presente para que vea cómo honro con regalos a mi buen amigo.

Había hablado en voz baja, inclinando la cabeza, de tal modo que solo pudieran oírlo quienes se encontraban cerca. Ulfar y Auln, que estaban casi al lado, se miraron alarmados, recordando la última vez que Arnkel mandó llamar al Cojo con un mensaje parecido. También lo habían oído Thorgils y Hafildi, que propinó un porrazo en el brazo de Ulfar y luego sonrió observando su mueca de dolor.

—Lo voy a hacer por ti,
gothi
—aceptó Agalla Astuta, efectuando una pausa en la masticación—, aunque dudo mucho que venga. Ha vuelto a padecer del corazón últimamente y aún está de peor genio. Como un dragón está. Yo casi ya no voy a Hvammr. El otro día me llamó sanguijuela y me amenazó con el cuchillo. Me dijo que no volviera más.

Hafildi escupió la carne, atragantado por la risa, y se puso a fingir que lo apuntaba con su cuchillo. Agalla Astuta no le prestó la menor atención.

—Lo que decida mi padre será asunto suyo —contestó Arnkel—. Mi deber es invitarlo.

Agalla Astuta se fue al cabo de poco, sosteniéndose el abultado vientre con las manos. Arnkel levantó levemente la barbilla mirando a Thorgils, que se enjugó la boca para seguirlo hasta fuera.

Ayudó a Agalla Astuta a ensillar el caballo, comentando los incidentes de los juegos celebrados ese día, y lo ayudó a montar.

—Agalla —añadió—. El
gothi
ha quedado impresionado por la fuerza que has demostrado hoy y las pruebas de amistad que le diste. Entre nosotros te diré que me ha hablado de ti y me ha dicho que le gustaría tenerte como cliente, si tú quisieras.

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