Los clanes de la tierra helada (8 page)

BOOK: Los clanes de la tierra helada
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Llegaron a la mansión del
gothi
Arnkel y ataron los caballos fuera. Los hermanos repararon, escamados, en las numerosas lanzas y escudos apoyados en el grueso tepe de la casa. Ellos no habían llevado arma alguna.

En el interior reinaba la algarabía. Hacía calor y los numerosos asistentes reían empuñando cuernos y copas. Los hermanos sonrieron, recuperando el ánimo ante la afable acogida que les dispensó Thorgils antes de alentarlos a comer y beber. Thorleif vio a dos clientes del
gothi
Snorri, un par de pescadores llamados Sam y Klaenger, y los saludó entre la presión de tanta gente, contento de ver alguna cara amiga. Le sorprendió encontrarlos en Bolstathr. Quizá tenían algún parentesco con uno de los hombres de Arnkel, pensó; era algo que sucedía a menudo. Thorgils y el primer cliente del
gothi
Snorri, Falcón, eran primos.

Thorleif advirtió a Ulfar entre el gentío, sentado junto al
gothi.

Lo llamó y levantó la mano para saludarlo, pero él no lo miró. Se quedó extrañado, pero entonces Hafildi le posó una mano en el hombro animándolo a comer, de modo que se cortó un poco de carne y después comió una punta de pan ácido, incapaz de resistirse ante aquel raro manjar. Hafildi volvió a hacer acto de presencia cuando se desplazó entre la gente en dirección a Ulfar, con una copa de hidromiel en la mano. Sus hermanos charlaban con otros vecinos a los que no veían desde hacía semanas en un clima de cordialidad. Illugi se abrió camino hasta el lugar donde estaban sentadas las mujeres para que lo viera Halla, que le sonrió con timidez cuando la saludó con la mano. Ketil, el menor de los Hermanos Pescadores, que rondaba en torno a la muchacha, torció el gesto cuando Illugi captó su atención.

—Largo de aquí, chico —le espetó en voz alta.

Illugi arremetió contra él de inmediato, sin pensar. Lo retuvieron los brazos de varios hombres que, rodeándolo, elogiaron su rabia y trataron de alegrarle el humor. Sam
el Pescador
era uno de ellos.

—No es este un buen sitio para una pelea, Illugi —le susurró al oído.

De improviso la recia voz del
gothi
Arnkel resonó entre el bullicio, reclamando silencio.

Thorleif se volvió a escuchar al igual que los demás, y a través de la niebla provocada por el hidromiel en su sangre advirtió que las lanzas se encontraban entonces en el interior de la sala. Gizur permanecía cerca del sitial del
gothi
con Hafildi, Thorgils y Leif, las lanzas a un lado y los escudos en el brazo.

Illugi, que se hallaba en ese momento a su lado, le susurró algo. Thorleif lo hizo callar.

El
gothi
Arnkel llamó a Ulfar para que se presentara ante él.

Ulfar acudió a situarse delante del sitial por un pasillo que le dejaron los presentes.

—Hemos impedido la ejecución de un terrible crimen —anunció con potente voz—. Mi amigo y cliente Ulfar
el Liberto
teme por su vida y por la seguridad de su familia.

A Thorleif se le heló la sangre. ¿Cliente?

—¡Thorleif! —musitó Illugi—. ¿Qué ocurre?

—Nos han traicionado —repuso Thorleif, aferrando el brazo del muchacho.

De este modo, delante de muchos testigos, Ulfar se detuvo delante del
gothi
Arnkel y ofreció su mano, pronunciando las antiguas fórmulas que concedían su tierra a otro hombre. Arnkel le dio una palmada en ella, asegurando que Ulfar quedaría para siempre bajo su protección. Luego Ulfar dio una palmada en la palma de la mano de Arnkel y el
handsal
quedó cerrado: había entregado su tierra al
gothi
Arnkel. Ulfar iría a vivir con su esposa a Bolstathr, como hombre del
gothi
Arnkel, contando con todos los derechos y la protección de un cliente.

En la sala se hizo el silencio. Muchas miradas se concentraron en los hijos de Thorbrand.

Thorodd dio unos pasos adelante con fiero ademán y gritó que Arnkel les había robado. Luego Thorleif y los demás agitaron los puños y formularon contra Arnkel acusaciones tan atronadoras que nadie alcanzó a distinguir las palabras. Los hombres del
gothi
los empujaron hacia atrás y por ambos bandos brotaron los puñetazos. En cuestión de un momento en la sala sonaron gritos de ira y dolor. Illugi propinó un fuerte puntapié a Ketil detrás de su escudo y este se vino abajo, apretándose la entrepierna con la mano. Entonces a Illugi lo agarraron por la espalda y lo arrojaron al suelo. Los hombres le dieron multitud de patadas. Halla contuvo un grito al ver a Illugi retorciéndose en el suelo. Se alejó a rastras entre sus piernas, con la cara ensangrentada, pero otros lo cogieron. A sus hermanos los redujeron y abatieron al suelo, inmovilizados por muchas manos.

Los hombres de Arnkel llevaron a las puertas a los hijos de Thorbrand, que se revolvían tratando de liberarse.

Entre el forcejeo retumbó, bien clara, la voz de Thorleif.

—¡Esto no es acorde con la ley, Arnkel! ¡Nosotros tenemos derechos sobre la tierra de Ulfar, no tú! ¡Esto es
arfskot
! ¡Nos estás robando nuestra herencia!

Fuera, los arrojaron al ventisquero y los tuvieron apuntados con las lanzas hasta que montaron y se fueron. Illugi, aún doblado por el dolor encima de la silla, les escupió mientras hacía girar el caballo, dejando una mancha sanguinolenta en la nieve.

El
gothi
Arnkel mandó servir bebida a todos los presentes una vez se hubieron ido los hijos de Thorbrand. Después ordenó que trajeran a los esclavos capturados.

Empavorecidos, los presos imploraron de rodillas que les perdonaran la vida, e incluso después de que los Hermanos Pescadores los tumbaran a punta de bota en la paja reiteraron sus ruegos. Aún dirigían súplicas al
gothi
Arnkel en una lengua nórdica entrecortada, apenas comprensible a causa de su marcado acento de Cornualles, cuando este pronunció la sentencia.

El incendio provocado contra la vivienda de alguien estaba penado con tres años de destierro para los hombres libres, declaró sin piedad, y para los esclavos el castigo era la horca.

En el borde del agua había amarradas tres barcas, mandadas preparar especialmente para ese día por el
gothi
Arnkel. Una de ellas era propiedad de los Hermanos Pescadores, pero las otras dos pertenecían a los pescadores Sam y Klaenger. Omitiendo explicarles en detalle para qué iban a servir, les habían dicho tan solo que habría un banquete y bebida y que recibirían dos monedas de plata cada uno por la jornada de trabajo. Hafildi había insinuado que había que llevar a alguien a la otra orilla, cosa que parecía una labor más bien liviana. Los barcos eran muy valiosos y escasos en el Estado Libre, dado que era una cuestión de suerte encontrar las voluminosas piezas de madera flotante necesarias para su fabricación. El
gothi
Arnkel no disponía de más hombres que tuvieran una embarcación.

Sam y Klaenger habían presenciado con horror la humillación y el maltrato recibido por sus camaradas de clan. Después supieron que debían transportar a los condenados y a sus verdugos hasta la desolada costa del otro lado del fiordo, donde no vivía nadie. Las duras miradas de los lanceros los conminaron a reprimir las quejas, pero no les gustó nada tener que exponerse a que los espíritus quedaran rondando en las barcas y les trajeran mala suerte en la pesca.

Arnkel, los Hermanos Pescadores y los esclavos fueron en una barca. Thorgils, Hafildi, Gizur y ocho lanceros viajaron en las embarcaciones de Sam y Klaenger para cumplir las funciones de guardianes y testigos. Ulfar también los acompañaba, pálido y con expresión sombría. No había hablado con nadie desde la ceremonia.

En la escarpada costa este solo se podía desembarcar en un sitio, una minúscula ensenada situada bajo el promontorio de Vadils. Una vez en tierra echaron atrás la cabeza para mirar los altos peñascos. Los hombres refunfuñaron por lo laboriosa y dura que iba a ser la subida para llegar a la parte posterior del acantilado, hasta que Arnkel les preguntó si en lugar de ello preferían atravesar a caballo las tierras de los hijos de Thorbrand para llegar al sendero de la montaña, ahora que estos habían vuelto a su finca y contaban con sus lanzas y criados.

Cuando desembarcaron Sam se negó a seguir. Armado del valor de que había hecho acopio durante la travesía, dijo que no quería cargar con el peso del alma de un hombre solamente por dinero. Se cruzó de brazos y no añadió nada, ni siquiera cuando el
gothi
Arnkel lo amenazó con no darle la paga, y cuando este le advirtió en voz baja que si se iba y los abandonaba en la orilla le ajustaría las cuentas, se limitó a mirarlo con obstinado semblante. Klaenger no era tan decidido y tenía más miedo. Arnkel le dijo que él recibiría la totalidad de las cuatro monedas. Dejaron a un lancero para asegurarse de que Sam no se marcharía.

Los hombres se prepararon para el ascenso, cargándose rollos de cuerdas de piel de morsa al hombro.

Tardaron más de una hora en llegar a la cima, bañados en sudor. A los esclavos les tuvieron que cortar las ataduras para que pudieran trepar, pero aun así subían despacio si no los golpeaban por la espalda. Uno de ellos no paraba de llorar.

Una vez se hallaron arriba, comenzó a caer un frío chaparrón de aguanieve que les privó de todo resto de calor. Rodeados de túmulos, los hombres se pusieron nerviosos por la proximidad de los muertos.

—Gothi
—avisó Hafildi, señalando hacia abajo.

La pequeña forma de la barca de Sam se alejaba de la orilla. Se dirigía al norte impulsada por un par de remos. Arnkel no hizo ningún comentario, aunque endureció la expresión.

—Maldito sea ese Njal —se lamentó uno de los lanceros—. Se ha dejado ganar por el pescador.

Ketil soltó una tenebrosa carcajada.

—De todas maneras, no vamos a ser tantos a la vuelta —dijo a su hermano, y ambos se echaron a reír burlándose del pavor y la desesperación de los esclavos.

Ulfar se alejó hasta la tumba de su hijo y, agachándose junto a ella, posó una mano en las mojadas piedras.

Cuando hubieron atado los rollos de cuerda de piel de morsa para formar tres sogas, se dieron cuenta de que eran demasiado cortas para colgarlas por el filo del acantilado a una distancia suficiente para garantizar el ahorcamiento en la caída. Aquello suscitó algunas discusiones. Los Hermanos Pescadores dijeron que daba igual si tenían que soltar a los reos dos, tres o cuatro veces para matarlos, porque al final acabarían muertos de todas formas. A algunos de los campesinos no les gustó aquella postura y se quejaron al
gothi
arguyendo que los fantasmas de los ejecutados no tendrían descanso si los maltrataban tanto antes de morir. Si los colgaban uno por uno, los espíritus de los primeros en morir presenciarían la muerte de los demás y cobrarían fuerza para aferrarse a este mundo. El
gothi
Arnkel escuchó en silencio un momento. Luego llamó a Ulfar.

—Liberto, el crimen fue contra tu casa y tu persona. ¿Qué dices tú? ¿Cómo deberíamos saldar esta deuda?

Ulfar observó el semblante desencajado de los esclavos.

—Si por mí fuera yo los dejaría libres, con la condición de que jurasen no volver a tratar de hacerme daño a mí y a mi familia.

Al oír aquello, a los esclavos se les iluminó la expresión. Juraron por Thor, por Odín y por los elfos que nunca más volverían a acercarse a Ulfar. Uno de ellos prometió incluso pagar un día su libertad al Cojo para convertirse en esclavo de Ulfar. Su esperanza se vio truncada por el tajante ademán de Arnkel.

—Sois culpables de tratar de provocar un incendio, un delito que no va solo contra un hombre sino contra la propiedad y nuestro pueblo. Ulfar, yo te he preguntado cómo querías que quedara saldada la deuda, no perdonada.

Tras un momento de reflexión, Arnkel les indicó a todos que se quitaran el cinturón y se desenrolló su propia faja de
vathmal
. Añadió aquellas improvisadas cuerdas a la punta de cada soga, permitiendo así que colgaran a un mínimo de tres metros desde la argolla de hierro. A los esclavos les ataron un nudo corredizo en torno al cuello y los maniataron de nuevo. Los otros extremos de las sogas los sujetaron a la argolla de hierro fija a la roca. Arnkel agarró la cuerda sobrante con una mano y una lanza en la otra antes de hacer colocar a los condenados al borde del precipicio. Después ordenó retroceder a los demás para hablar a solas con los esclavos.

—Aún tenéis una posibilidad de salir con vida —les dijo con voz apenas audible, muy cerca de la cara—. Si Ulfar dice que pare la mano, lo consentiré. Pero quiero que cada uno de vosotros reconozca de forma pública que cometió ese delito por voluntad propia y que mi padre Thorolf no tuvo nada que ver. Lo proclamaréis ahora, delante de estos testigos.

Todos manifestaron su acuerdo, temblando a causa del frío y del miedo.

Mientras el
gothi
Arnkel permanecía junto a ellos, uno de los esclavos declaró que siempre había odiado a Ulfar y que había decidido matarlo sin influencia de ninguna otra persona. Los otros corroboraron su afirmación y juraron que era verdad también en su caso.

Luego permanecieron allí de pie un largo momento, mientras las palabras se dispersaban en el aire.

Arnkel levantó la lanza con ambas manos y de repente empujó a los tres reos. Estos cayeron por el acantilado, lanzando un desgarrador alarido. Se oyó un zumbido surgido de las tensas cuerdas. Los cuerpos se zarandeaban por el impulso de la caída, abajo donde no se podían ver.

Aguardaron un buen momento para asegurarse de que los esclavos estuvieran muertos. Como las sogas seguían moviéndose, algunos pensaron que aún estaban vivos. Hafildi se asomó al borde y dijo que el movimiento se debía solo al viento: los esclavos estaban muertos.

Los sacaron del precipicio y les quitaron las cuerdas del cuello. Dos habían fallecido de forma instantánea, desnucados. Otro tenía todas las trazas de haber muerto por estrangulamiento, lo cual causó gran aprensión entre los hombres. Se habrían marchado corriendo hacia las barcas sin dilación si Arnkel no les hubiera mandado trasladar los cadáveres a una zona despejada para disponerlos uno al lado del otro. Después los cubrieron con rocas, eligiendo las más pesadas para el estrangulado a fin de que no pudiera levantarse para vengar su terrible muerte. Las ropas y cinturones los quemaron con él, como presente para los muertos; nadie quería recuperarlos. Mientras trabajaban, se puso a soplar un enfurecido viento y en él comenzaron a oír voces que los llamaban por sus nombres y les decían cosas. Hasta los Hermanos Pescadores empezaron a oírlas y a mirar en torno a sí con recelo. La mayoría se tapó la cabeza con las capuchas para que no pudieran reconocerlos. Después iniciaron el descenso, cuidando de apoyar bien los pies en las piedras revestidas de hielo.

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