—Atiende —lo conminó el cabecilla—: si gritas o intentas escapar, entregaré tu mujer a mis hombres. Ellos sabrán cómo disfrutar de tu nueva esposa antes de degollarla. ¿De acuerdo? Hasta que no asientas, no retiraremos las manos.
Belet hizo un vigoroso gesto de aceptación con los ojos desencajados por el terror.
—¿Dónde está Aiya? —preguntó mientras se incorporaba.
—¿Tu sirvienta?
—Sí; duerme en la planta de abajo. El perro guardián es suyo.
—Ya no —repuso el jefe—; el pobre bicho ha sufrido un accidente.
—¿Y ella?
—Me temo que le ha pasado algo parecido.
Seli abrió la boca para gritar, pero el intruso le apretó la daga contra la barbilla al tiempo que dejaba que la otra mano se posara sobre uno de sus pechos. Belet hizo ademán de apartársela de un manotazo, pero uno del grupo le agarró del hombro entre risotadas y lo volvió a sentar en la cama.
—Es tan hermosa como una ciruela —celebró el jefe de los asaltantes mirando a Belet de hito en hito—. Pero ya basta de cumplidos; has de venir con nosotros.
El cerrajero estaba ya despierto por completo.
—Te conozco —aseguró—; te he visto en el Cubil de las Hienas.
—En efecto. Te hice una propuesta y la rechazaste; ahora, sin embargo, no tienes elección.
—¿Por qué? ¿Qué queréis de un pobre cerrajero como yo?
—¡Vístete! —lo apremió—. Ven con nosotros y ya te enterarás.
Lo volvieron a sacar del tálamo. Los hombres murmuraron algún comentario procaz, pero el cabecilla los hizo callar. Entonces se limitaron a observar mientras el matrimonio se vestía a la carrera enfundando sus pies en sandalias. Los arrastraron hasta el jardín, donde les permitieron hacer sus necesidades, cada uno bajo la atenta mirada de dos del grupo. Entonces los volvieron a introducir en la casa a empujones. El cabecilla inspeccionó con celeridad la cocina y el almacén. Envolvieron pan, fruta y cecina en un paño de lino y entre todos bebieron un odre con agua y lo rellenaron con agua del pozo. El jefe de los intrusos salió para inspeccionar el trabajo de los dos que había dejado fuera: no había rastro alguno de sangre, ni tampoco del cadáver de la anciana.
—La hemos enterrado —observó uno de ellos— para que madure, se abra y abone el suelo.
El cabecilla asintió con un gesto y regresó a la casa para ocultar cualquier signo de allanamiento. Una vez satisfecho, volvió a la cocina y estudió los alimentos dispuestos bajo paños de lino. Meneando la cabeza, se dirigió al taller de Belet. Allí encontró el cofre donde el cerrajero guardaba sus útiles y los introdujo en un saco antes de salir de nuevo al jardín.
—Ya tenemos todo lo que necesitamos —anunció.
Obligaron a Belet a abrir la puerta del jardín. Los asaltantes cubrieron el rostro de sus víctimas para sacarlas al callejón. Regresaron al bosquecillo de palmeras y, haciendo caso omiso a las protestas y preguntas de Belet y Seli, los amordazaron, los maniataron y, tras meterlos en la carreta, los cubrieron con una sábana. Aterrorizados, cruzaron sus miradas mientras soportaban las sacudidas y los golpes del vehículo a medida que éste avanzaba por las rodadas del camino. Se detuvieron un instante y el cabecilla les ordenó callar.
—Hemos llegado a las puertas de la ciudad —les advirtió—. No tardaremos en cruzar. Manteneos en silencio o moriréis.
No tardaron en reanudar un viaje que más parecía una pesadilla. El movimiento los hacía saltar de un lado a otro de la carreta; Belet, en ocasiones, tenía dificultades para respirar. Al mirar a su esposa, descubrió con alivio que se había desmayado. El frío se hacía más intenso a medida que avanzaba la noche y el aire que entraba del exterior secaba el sudor de sus cuerpos. Belet casi se había olvidado del Cubil de las Hienas. Había recibido el perdón del juez, y la vida marital le resultaba tan dichosa… Lloró pensando en Aiya. También rondó su memoria aquel sacerdote que lo había visitado. Tal vez no debería haber accedido a su petición. ¿No lo estaría castigando Anubis? Sus sollozos debieron de llegar a los oídos de sus secuestradores, que le asestaron un golpe en el hombro. Su esposa se removió gimiendo tras la mordaza.
Llegados a un punto, la carreta se detuvo. Entonces les retiraron la sábana y los trapos con que habían cubierto sus bocas. Les dieron sendas copas de agua. Belet miró a su alrededor y vio que la oscuridad se estaba disipando. Se hallaban fuera de Tebas: el desierto se extendía a cada lado bajo la luz de la luna, interrumpido de cuando en cuando por un afloramiento rocoso o un grupo de palmeras. Obligaron al cerrajero a tenderse y prosiguieron el viaje. Los secuestrados hubieron de soportar otra hora de tortura antes de que la carreta se detuviese. Cuando los sacaron de allí, tenían cortes por todo el cuerpo y los labios magullados. Seli cayó enseguida de rodillas, con el largo cabello negro dispuesto como un velo a cada lado de su cabeza. Se limitó a agacharse susurrando para sí. Belet se ahinojó a su lado y, tras rodear su cintura con el brazo, levantó la mirada para clavarla en sus secuestradores. Intentó protegerse con la mano del sol levante, pero no pudo ver más que a un hombre alto y fornido, con la cabeza y el rostro aún cubiertos a excepción de aquellos ojos burlones y crueles.
Belet volvió a observar a su alrededor mientras susurraba apelativos cariñosos al oído de su esposa. El oasis era pequeño pero fértil: en él no sólo crecían palmeras, sino también arbustos y hierba. El resto del grupo se hallaba en la laguna, aplacando su sed. El cerrajero no pasó por alto que todos se esforzaban en darle la espalda en todo momento. Los oyó hablar y reconoció algunas de sus voces como las de la gente con que había tratado en la aldea de los Rinocerontes. De ellos podía esperar poca compasión: envidiaban su buena fortuna. Seli levantó la cabeza. Tenía el rostro surcado de lágrimas, sucio y magullado y sus suaves hombros y brazos presentaban todo tipo de cortes. El cabecilla se agachó.
—¡Miradme! —les ordenó.
Ellos obedecieron.
—¿Dónde estamos? —quiso saber el cerrajero.
El jefe de los secuestradores le golpeó la mejilla mientras deslizaba la otra mano para apretar el pecho de su esposa. Belet protestó hasta sentir el filo de una espada contra la nuca.
—Estás aquí para cumplir con lo acordado. —Las arrugas de sus ojos mostraban que debía de estar divirtiéndose—. ¿Sabes dónde estás, Belet? En el oasis de Riyah.
El secuestrado cerró los ojos y dejó escapar un gruñido. Se hallaban en las Tierras Rojas, lejos de cualquier pista transitada por viajeros y de las rutas que seguían las caravanas. Hasta donde alcanzaba su mirada, no había otra cosa que el ardoroso e inhóspito desierto. Aquél era un lugar propio de carroñeros, ya fuesen animales o humanos: una célebre guarida de malhechores y forajidos, así como de grupos de mercenarios vagabundos, moradores del desierto y viajeros de las dunas.
—Bien —murmuró el cabecilla.
Levantó la cabeza y se dirigió al hombre apostado a la espalda del cerrajero. Este se alejó para regresar con un saco que lanzó al suelo, al lado de Belet.
—¡Ábrelo! —le ordenó el cabecilla.
Belet obedeció. Enseguida reconoció sus útiles de trabajo junto con los de su padre: llaves, tenazas, intrincadas palancas de cobre en forma de tau y diversos tipos de cierre.
—Los he cogido de tu taller.
—¿Y para qué los necesitas?
De nuevo recibió una bofetada, y se llevó una mano a la mejilla magullada para acariciársela.
—Estamos en Riyah —prosiguió el jefe de los secuestradores en tono familiar—. No puedes escapar: si lo intentases, no tardaríamos en darte alcance y traerte aquí de nuevo. No nos costaría seguirte la pista, aunque siempre cabe la posibilidad… —se encogió de hombros— de que te encuentren otros antes: manadas de depredadores, como hienas o leones. —Levantó la mirada al cielo a través de las ramas de las palmeras—. Eso por no hablar de las serpientes o de los alacranes. Por otra parte, no tienes agua. Sin embargo, tal vez decidas quedarte aquí con nosotros. Tenemos dátiles, higos, pan y queso de tu cocina y toda el agua que desees. Si queréis, podéis arrullaros hasta el anochecer como tortolitos.
Belet fue a preguntarle algo, pero prefirió morderse la lengua. El cabecilla sonrió y le dio un golpecito en la cicatriz que tenía en el lugar de la nariz.
—Eres un alumno aplicado, Belet: aprendes rápido. No debes hacerme preguntas, ni a mí ni a ninguno de mis hombres: limítate a darnos respuestas. Ahora, tal como he dicho, os quedaréis aquí hasta poco antes del crepúsculo. Aún han de unírsenos más hombres, que traerán dromedarios y demás animales de carga. Regresaremos en dirección a Tebas y dejaremos que nos envuelva la oscuridad. Los dos nos acompañaréis. Cuando lleguemos a nuestro destino, Belet, harás lo que yo te diga, al pie de la letra. —Describió un rápido arco luminoso con la daga y apoyó la punta en el pecho de Seli—. De lo contrario, empezaremos a arrancarle la piel a tiras a tu encantadora esposa aquí mismo. Algunos de mis hombres la encuentran muy atractiva; sostienen que debe de ser una excelente montura y, si no te portas bien, tendrán la oportunidad de comprobarlo. ¿Harás lo que te pidamos?
El cerrajero cerró los ojos y asintió con un gesto.
—Sé lo que estás pensando —siguió diciendo el cabecilla—. Te preguntas adónde vamos y qué vamos a hacer allí. En fin, la curiosidad te mantendrá alerta. Si colaboras —observó con voz melosa—, recibirás tu recompensa cuando acabe todo esto y dejaremos que sigas tu camino.
Belet hizo cuanto pudo por ocultar su miedo. Sabía que aquel hombre planeaba algo atroz. Cuando todo hubiese acabado, él y su esposa no tardarían en morir.
—En esta vida todo es como un juego de apuestas —murmuró el cabecilla como si hubiese leído sus pensamientos—. Ya has pasado mucho tiempo bajo el sol, Belet: ahora les toca a otros. No tienes más elección que cooperar. Al salir de tu casa, eché un vistazo a la cocina. Habíais hecho pan y comprado comida… ¿Estabais esperando invitados? —preguntó volviendo a levantar la daga.
—Sí —respondió—. Iban a venir unos amigos: Shufoy, acompañado de Prenhoe…
Los ojos del cabecilla dejaron de sonreír.
—¿El enano? —preguntó escupiendo las palabras—. ¿El sirviente de Amerotke?
—Sí —farfulló Belet—. Su amo está fuera, llevando a cabo una misión para la reina.
—Ya lo creo. —El jefe de los secuestradores miró a la laguna—. Conozco a esa caquita de perro. —Irritado, se puso en pie de un salto y caminó hasta el borde exterior del oasis—. ¿Cuándo debía aparecer? —gritó por encima de su hombro.
—Avanzada la tarde.
El cabecilla llamó a dos de sus hombres. El cerrajero lo vio susurrarles algo y subrayar sus palabras subiendo y bajando el puño cerrado. Los dos salieron a toda prisa. Belet cerró los ojos: sabía adonde se dirigían; volvían a Tebas, a su hogar desierto, para esperar a que llegasen Shufoy y Prenhoe. El jefe regresó pavoneándose.
El secuestrado no pudo reprimir suplicarle:
—Por favor, Shufoy no ha hecho mal alguno.
Esta vez recibió una bofetada más fuerte. Seli se quejó y el dirigente de los forajidos la agarró por el cuello y apretó con fuerza hasta que Belet le rogó que se detuviera. Entonces la alejó de un empujón. Tomó el saco y vació su contenido en el suelo. El cerrajero hubo de reconocer que su grupo de proscritos había demostrado ser muy eficiente: ante él no había ninguna herramienta de carpintería ni ebanistería, sino sólo de cerrajería. Se dio la vuelta para confortar a su esposa. Parecía aterrorizada y dejaba caer un hilo de baba de la comisura de sus labios. Belet lo limpió y acarició sus hombros con suavidad. El cabecilla dio unos golpecitos en la cabeza del secuestrado.
—Pronto estaréis solos, y entonces podrás confortarla. Quiero hablar contigo de llaves y cerraduras.
—Pero si apenas he forjado unas cuantas —declaró Belet—, al menos desde que me…
—Desde que te mutilaron. —Los ojos del cabecilla volvieron a brillar—. No quiero hablar de tus cerraduras, sino de las fabricadas por tu llorado padre. Venga, soy todo oídos.
***
—Te digo —insistió Prenhoe— que el sueño que tuve anoche fue extraordinario de verdad.
Agarró con una mano el codo de Shufoy y espantó al hombre alacrán que se dirigía hacia ellos con una bandeja de escarabajos colgada del cuello. Prenhoe intentaba distraer al enano, preocupado por no saber nada de su amo y haber oído de boca de cierto auriga los escalofriantes rumores que corrían acerca de un incidente en las Tierras Rojas. Finalmente, al menos, había podido sentirse satisfecho al saber que Amerotke había regresado sano y salvo a una de las mansiones reales, a la Casa de la Adoración, en la que pensaba mantener una serie de conversaciones secretas con la reina-faraón.
A Shufoy empezaron a sonarle las tripas. Estaba deseando que llegase la hora de visitar la casa de Belet, donde lo esperaba una suculenta cena. Por otro lado, sentía compartir invitación con Prenhoe, que farfullaba a su lado como un ganso. El hombre alacrán no parecía dispuesto a dejar que se deshicieran de él con tanta facilidad y regresó a toda prisa como un moscardón, pero, al ver a Shufoy levantar el parasol, se lo pensó mejor y echó a correr en otra dirección.
—Te lo puedo asegurar —insistió Prenhoe cuando se detuvieron ante un puestecillo de comidas. El propietario estaba asando grasientos trozos de carne de gacela sobre una cocina móvil.
Shufoy estaba tan hambriento que se le hizo la boca agua. La muchedumbre se apiñaba a su alrededor y, al ver a dos arqueros nubios del palacio que, con los arcos colgados del hombro, se abrían paso entre la gente del mercado, volvió a sentir deseos por saber qué debía de estar haciendo su amo. Un moscardón se posó sobre uno de los trozos de carne y el apetito de Shufoy se hizo menos acuciante.
—De acuerdo, Prenhoe: cuéntame qué has soñado.
—Estaba yaciendo con una hermosa muchacha cerca de las márgenes del río. ¡Era increíble lo que sabía hacer esa mujer con los labios! Entonces, la tierra se oscureció de repente; el sol se tiñó de negro y a mi alrededor surgieron extrañas luces encarnadas.
—Y supongo que la joven desapareció.
—Me vi solo y comenzaron a salir de la oscuridad feroces criaturas con cabeza de lagarto y cuerpo de hombre. Pensé que eran los devoradores que habitan el mundo de los muertos. Yo estaba en la más absoluta soledad y vi un carro que corría hacia mí. Entonces, por entre la oscuridad de la noche, apareciste tú…