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Authors: Paul Doherty

Tags: #Histórico, Intriga

Los crímenes de Anubis (3 page)

BOOK: Los crímenes de Anubis
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—¿Has traído el libro?

Sinuhé levantó la mirada. En ese instante abandonó todo el valor que pudiese tener. Al principio pensó que se hallaba ante una visión: Anubis, el dios de los muertos, que juzgaba las almas comparando su peso con el de la pluma de la verdad. Entonces, la aparición comenzó a moverse. El viajero reparó en las delicadas sandalias y la saya bélica de cuero, aunque lo que le aterrorizó fue la máscara de cabeza de chacal.

—¿Has traído el libro? —repitió el enmascarado con voz cavernosa.

—Sí, sí. Claro que lo he traído. —Se hincó de rodillas y abrió el saco de piel. Entonces sintió un pinchazo en un lado del cuello y, preguntándose si se trataría de una mosca o de cualquier otro insecto, se llevó la mano a aquella zona.

El asesino lo observaba en silencio. Sinuhé supo que sucedía algo extraño cuando comenzó a sentir horribles dolores. En sus múltiples viajes, jamás había experimentado nada semejante. Sus dedos perdieron todo sentido del tacto, por lo que la bolsa cayó al suelo. Intentó levantarse. Su ejecutor se acercó y él, cerrando los ojos, abrió la boca para rogar clemencia. Sintió un zumbido insoportable en los oídos, un dolor tan intenso como el impacto de dardos en llamas. Se hallaba de nuevo en la selva y los guerreros, negros como la noche, corrían en multitud a través del claro, con los rostros embadurnados de pintura y los escudos levantados. La muerte se acercaba.

El asesino esperó hasta que cesaron las convulsiones de su víctima. Entonces tomó la bolsa de cuero y la escondió en una grieta. Seguidamente, arrastró el cuerpo de Sinuhé por los tobillos y lo sacó de entre las ruinas para llevarlo a la ribera del río y lanzarlo a sus aguas. Después se quedó allí en pie observando los remolinos que se formaban en la superficie y rompían bajo las embestidas del hocico de los cocodrilos que se acercaban.

C
APÍTULO
I

E
n la Sala de las Dos Verdades del templo de Maat, la diosa de la divina elocuencia, estaba a punto de aprobarse una sentencia de muerte. Amerotke, juez supremo de Tebas, se hallaba sentado en una silla baja tallada en madera de acacia. Sus cojines de tejido sagrado y color verde y oro estaban bordados con jeroglíficos que encomiaban las proezas de la diosa de la justicia. Los muros que rodeaban la sala servían de soporte a espléndidas pinturas y tallas, interrumpidas de cuando en cuando por elevadas columnas que representaban a los cuarenta y dos demonios del Duat: el Quebrantahuesos, el Devorador de Ánimas, el Engullidor de Sangre…; seres que moraban en las mansiones de los dioses, siempre ávidos de devorar las almas que se revelaban impuras al ser pesadas por Anubis en la balanza de la justicia divina.

Ante el juez supremo, se habían dispuesto diversas mesas de madera de cedro que sostenían las leyes de Egipto y las «palabras de la boca del faraón». Los documentos sacros no se hallaban en aquel lugar para que Amerotke pudiese consultarlos, sino para recordarle que dictaba sentencia en nombre del soberano. Los escribanos, amanuenses, alguaciles del templo y espectadores observaban de pie y en silencio al magistrado. Algunos de los escribas, sentados en un lateral, daban muestras de encontrarse incómodos ante la tensión. Daban tirones a sus túnicas blancas o inclinaban sus cabezas afeitadas sobre los pequeños escritorios. Prenhoe, el escriba más joven, pariente de Amerotke, estaba tan nervioso que comenzó a mover de un lado a otro las paletas de tinta roja y negra, los recipientes con agua y los afilados cuchillos destinados a cortar las hojas de papiro. Uno de éstos cayó al suelo de mármol con un estrépito semejante al de un címbalo. El muchacho lo recogió y miró a su deudo con expresión compungida. El magistrado era una persona astuta, nacida y crecida en la corte y célebre por su talante justo y severo. A su rostro magro y oscuro asomó un incontenible gesto de enojo. Tenía la mirada baja, clavada en las puertas cerradas de la sala, y movía ligeramente los labios. De cuando en cuando, llevaba una mano al mechón de lustroso pelo negro trenzado de plata y verde que colgaba por encima de su oreja derecha. Amerotke exhaló el aire que tenía en los pulmones y se ajustó la túnica ribeteada en azul que le confería un aspecto elegante. Se puso cómodo en el cojín y la luz del sol, que entraba desde los jardines que flanqueaban el recinto, centelleó en la cadena de oro que llevaba al cuello. El pectoral de Maat que lucía en el torso fulguraba como si la propia diosa hubiese descendido a administrar justicia. El juez jugueteó con el anillo que representaba el emblema de la divinidad y, tras alargar las manos, tocó los manuscritos sagrados dispuestos ante él.

—Prisionero al que conocemos por Bakhun, ¿tienes algo que decir antes de que se dicte sentencia?

El joven, encadenado entre dos guardias, negó con la cabeza y, forzado por sus custodios, se inclinó hasta tocar el suelo con la frente.

—¡He pecado —reconoció entre sollozos— y mi falta me acompañará adónde vaya!

—Has pecado —repuso Amerotke— y has intentado escapar a la justicia del faraón.

Recorrió el tribunal con la mirada. Al fondo, cerca de la puerta, se hallaba Asural, el jefe de los alguaciles del templo. Ya había dado un paso adelante con objeto de llevarse al malhechor del recinto sagrado. El magistrado guardaba silencio, no por llamar la atención, sino en un intento de contener su rabia y su miedo. Lo primero se debía al carácter horrible del crimen perpetrado por Bakhun y la muerte atroz que habían sufrido sus víctimas; lo segundo, a que el delito agitaba negros fantasmas en su espíritu, escalofriantes pesadillas de su niñez en las que corría por un callejón perseguido por un perro rabioso. Éste lo había alcanzado y, de no ser por la intervención de alguien que pasaba por allí… Amerotke cerró los ojos. Su esposa, Norfret, le decía que expulsase esos pensamientos de su cabeza. Con todo, al llegar la noche, aquellos sueños se colaban por debajo de la puerta como serpientes ávidas de enroscarse en su alma y poblar su descanso con aquellos ojos endemoniados, aquellas mandíbulas rebosantes de babaza, los labios retraídos, sus agudos dientes y las zarpas afiladas arañando sus rodillas. Siempre le habían gustado los perros, pero desde aquel día… Pestañeó: el tribunal lo miraba expectante.

—Bakhun —declaró—, no tenías más familiares que tus ya ancianos tíos y ellos te habían hecho su heredero. Incluso te habían reservado un lugar en su tumba de la Necrópolis para que pudieseis viajar juntos hacia poniente. Eran muy mayores y estaban enfermos. ¡Lo que has hecho ha sido una abominación!

—Yo no quería hacerlo —respondió el reo.

—Lo planeaste todo con mente maligna —replicó el juez—. Atrapaste a un perro rabioso, furioso y con la boca llena de espumarajos, y lo enjaulaste para llevarlo a la recoleta granja que tenían tus tíos en las afueras de Tebas. Protegido por la oscuridad, abriste la puerta y dejaste que entrara el animal. Las víctimas estaban demasiado débiles para resistirse. Ni siquiera fueron capaces de subir las escaleras o defenderse. El perro atacó y mató a ambos. Sus cadáveres aparecieron mutilados de un modo grotesco; hasta los embalsamadores han tenido dificultades a la hora de prepararlos para su postrero viaje. Habrías escapado de no haber sido por el carácter vigilante de los testigos que te vieron abandonar Tebas temprano, en un carro cubierto, el día que tus parientes fueron asesinados de forma tan horrible. No veo motivos para mostrarte clemencia: la justicia del faraón seguirá su curso. Las posesiones de tus tíos se venderán para cubrir los gastos de su funeral; el resto se destinará a la Casa de la Plata para que se distribuya entre los pobres.

Bakhun volvió a sentarse sobre sus talones. Amerotke lo miraba de hito en hito. En Egipto, era costumbre que las sentencias fuesen acordes con el crimen. Con el rabillo del ojo, el reo observó al Can Maestro, el guardián de la jauría sagrada del templo de Anubis. Amerotke lo había convocado en calidad de testigo experto.

—Asural —dijo el juez—, y tú, Can Maestro, ¡acercaos!

Los dos hombres se llegaron frente al magistrado. El segundo era una persona delgada y nervuda; tenía los pies embutidos en botas de campaña de cuero, un látigo en una mano y, en la otra, una lanza corta. Asural, por el contrario, iba completamente ataviado con el uniforme ceremonial de los alguaciles del templo. Se acercó con paso marcial; llevaba bajo el brazo su casco de bronce, como si estuviera a punto de cabalgar contra los enemigos del faraón. El sudor hacía brillar su cabeza calva y su rostro craso. Su gesto reflejaba el estado de ánimo de su amo. Las noticias del abominable crimen se habían extendido en Tebas por todas partes. Bakhun no se había limitado a asesinar a sus familiares, sino que, al desmembrar sus cadáveres, había entorpecido sobremanera el viaje de sus tíos al mundo de los muertos.

—¡Asural, Can Maestro! —los llamó el magistrado—. Se ha encontrado a Bakhun culpable de asesinato y sacrilegio. No es más que un hedor que invade las narices de la reina-faraón, por lo que se hará justicia en su nombre. —Amerotke posó su mano en el medallón que llevaba en el pecho—. La palabra del faraón brota de los labios de ella. Seguirá su curso sobre la faz de la Tierra para que a nadie pase inadvertida su justicia. Can Maestro, lleva al prisionero al hogar de su tío. Una vez que lo hayas introducido allí, haz que tapien y sellen todas las puertas y ventanas.

—Antes de emparedarlo —prosiguió tras una breve pausa—, debes capturar dos perros rabiosos en las calles de Tebas. En calidad de cómplices de su crimen, se convertirán en sus compañeros para la última hora. Esta sentencia deberá cumplirse antes del crepúsculo. ¡Llévatelo!

Bakhun se abalanzó hacia delante con un estrépito de cadenas. Cuando los guardias lo apresaron, se puso en pie de un salto con el rostro trastornado por el miedo, aunque el silencio de la sala y el murmullo de los escribas daban a entender que ninguno de los presentes sentía lástima por él. Lo sacaron a rastras, sin que dejase de vociferar y proferir maldiciones.

Amerotke se relajó. El tribunal tardó unos instantes en recobrar la calma. Prenhoe se puso en pie para retirarse, con la mirada fija en la gran clepsidra, un recipiente enorme con un babuino tallado en la parte frontal, situado en un extremo del pórtico que daba a los jardines. El magistrado lo observó mientras se alejaba, deseoso de poder seguirlo a los vergeles del templo, verdaderos paraísos, y sentarse bajo un tamarindo. Tal vez fuera soplase la brisa; tal vez hiciera fresco. Miró al escriba mayor e indicó con un gesto que la sesión podía proseguir. Asural había regresado, después de dejar a Bakhun en manos de los guardias del templo. El juez se preguntó cómo podía no pasar calor con el ajustado peto de piel y la saya del mismo material, por no hablar de las grebas que cubrían sus espinillas. Asural, que también formaba parte de su familia lejana, se mostraba muy estricto en lo tocante a la disciplina y la corrección en el vestir. Tal como había indicado Amerotke a Norfret: «Preferiría morir de una insolación a violar el reglamento».

El magistrado recordó cuál era el siguiente caso y musitó una oración para pedir paciencia. El escriba mayor se puso en pie.

—Que se acerquen los que vienen en busca de la justicia del faraón.

Las puertas de madera de cedro situadas al fondo de la sala se abrieron. Caminando como un pato, se abrió paso a través de ellas el enano Shufoy, que llevaba parasol y bastón. Iba ataviado con sus mejores ropajes, un vestido de pura lana que cubría del cuello a los tobillos su pequeño cuerpo. Lucía sandalias nuevas y una capa azul marino sujeta con elegancia alrededor del cuello. Amerotke lo había instado a no aparecer en el tribunal sin afeitar ni envuelto en su acostumbrada colección de variopintos harapos. Nada agradaba tanto a Shufoy como parecer un indigente y, en este sentido, contrastaba por completo con el juez, del que era amigo, sirviente, consejero y heraldo. Se adelantó con un caminar pomposo, haciendo caso omiso de las risas acalladas. El gesto de Amerotke se mostraba serio, aunque profesaba una gran simpatía a aquel hombrecillo de cuerpo pequeño y achaparrado; su cabello, a despecho del aceite con que lo había ungido, estaba desordenado, y no había nada capaz de disimular la espantosa deformidad de su rostro. Antaño había trabajado como peletero. Tras haber sido víctima de una falsa acusación de crimen, se le cortó la nariz y tuvo que sufrir destierro con los demás rinocerontes en el complejo amurallado en que vivían al sur de Tebas. Amerotke había investigado el caso y, tras determinar la inocencia de Shufoy, lo había llevado a su propia casa a modo de compensación, atraído por su fascinante personalidad. Era un verdadero camaleón, capaz de mostrarse con igual facilidad como el arrogante heraldo del juez supremo o como el estafador que vende falsas pociones y amuletos a los incrédulos de Tebas.

Shufoy se detuvo, se arrodilló y se prosternó ante el estrado del juez. «¡Que Maat me asista! —pensó Amerotke—. Por favor, Shufoy, no empieces.» El hombrecillo levantó la cabeza e hizo un guiño a su amigo. Su desfigurado rostro se vio transformado por una horrible sonrisa, a la que el magistrado no dudó en responder.

—¿Qué te trae ante mí?

—Oh, gran juez de Tebas, encarnación de la sabiduría de Maat, súbdito bienquisto de la reina. —La honda voz de Shufoy se elevó por toda la sala—. Tú, que has mirado al rostro de la divina y has sentido el calor y la fuerza de su amistad, juez supremo de la Sala de las Dos Verdades, sumo sacerdote de Maat…

—¡Ya basta! —espetó Amerotke—. Di qué es lo que te trae por aquí.

Shufoy, con el rostro convertido en una máscara de servilismo, volvió a ponerse de rodillas; el parasol y el bastón descansaban a un lado. Extendió las manos con un gesto histriónico.

—¿Qué te trae por aquí? —repitió el juez. Entonces clavó su mirada en uno de los escribas, que había dejado escapar una risita—. Oiremos tu petición en silencio.

—Soy Shufoy, paje y desdichado siervo del gran señor…

—Voy a contar hasta treinta —lo interrumpió Amerotke—; si para entonces no has expuesto qué es lo que te trae ante este tribunal…

El interpelado no pasó por alto la mirada de advertencia del magistrado.

—Mi nombre es Shufoy —farfulló—. Represento a Belet y a Seli. Belet es cerrajero y conoce muy bien su oficio —siguió diciendo—; Seli pertenece a una buena familia: su padre es cortador de papiros.

—Veintitrés… —contó Amerotke a modo de amonestación.

—Desean desposarse.

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