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Authors: Mikkel Birkegaard

Tags: #Intriga, #Policíaco

Los crí­menes de un escritor imperfecto

BOOK: Los crí­menes de un escritor imperfecto
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Un asesinato cometido en papel, en los seguros confines de una novela, es una cosa. Ver el mismo crimen en el mundo real es algo completamente distinto…

Frank Fons es un autor de éxito. Tal vez su carrera no ha seguido el curso que tenía en mente cuando era joven, pero encontró una fórmula que funcionaba y le ha sido fiel. Frank Fons escribe novelas policiacas que más parecen novelas de terror, que tal vez no cuentan con la aprobación de la crítica, pero que arrasan en las librerías.

Su maestría imaginando y describiendo hasta el último detalle los crímenes más horrendos le ha supuesto fama y riqueza. Su capacidad para elaborar los asesinatos más crueles y sádicos roza ya la perfección, y todo indica que el lanzamiento de su última novela en la próxima feria del libro será arrollador.

Pero, al parecer, alguien no está de acuerdo. Alguien considera que comete fallos técnicos imperdonables. Y está dispuesto a demostrárselo. Llevando sus crímenes a la práctica. Mostrándole cómo ocurren las cosas en la vida real. Para Frank, lo que en su momento parecía un giro de la trama inteligente y fascinante de repente se ha convertido en una realidad aterradora, salpicada de sangre. Al horror del descubrimiento le sigue una determinación: Frank Fons deberá descubrir quién está utilizando su ficción para destruirle y encontrar el modo de detenerle. Es una cuestión de vida o muerte…

Mikkel Birkegaard

Los crímenes de un escritor imperfecto

ePUB v1.0

NitoStrad
25.05.13

Título original:
Over Mit Lig

Autor: Mikkel Birkegaard

Fecha de publicación del original: enero 2009

Traducción: Carmen Freixanet Tamborero

Editor original: NitoStrad (v1.0)

ePub base v2.0

PRÓLOGO

H
ASTA LA FECHA NUNCA HE MATADO A NADIE MÁS que sobre el papel.

Como contrapartida he sido bueno en tal menester. Tan bueno que me ha proporcionado el sustento, y por tanto tiempo que lo he dado en llamar mí trabajo. En un país del tamaño de Dinamarca es un privilegio dedicarse a escribir libros a tiempo completo, aunque seguro que habrá quien, sin ambages, no me considere un escritor auténtico, o estime que lo que he escrito no son libros de verdad.

A lo largo de toda mi carrera he tenido que soportar críticas y, a veces, incluso mofas; pero es cierto también que en el fondo de mi alma, más de una vez, les he dado la razón a los críticos. Puede costarme reconocerlo, pero en algunas ocasiones he admitido la distancia y vacuidad remarcadas por ellos hasta la saciedad.

Pero lo que está en juego en las páginas que aquí siguen es harina de otro costal.

Sé que esta narración será diferente a todo lo que he escrito antes. Normalmente, soy invisible, un narrador anónimo que despliega el relato sin incurrir en atribuirse una atención innecesaria.

Pero esta vez no puedo evitarlo.

Ahora, me veo obligado a centrar la atención en mí, y este prólogo lo escribo por mí, es un recordatorio de mi proyecto, el dedo índice alzado que me recuerde lo que debo hacer y en base a qué premisas. Una motivación que me empuje a continuar.

Porque debo seguir adelante y tengo que conseguir hacerlo solo.

Estoy aislado del mundo. Sin distracciones. Por la noche la oscuridad y el silencio son tan compactos que me parece estar en un bunker a varios metros bajo tierra. Ningún sonido ni impresión pueden alcanzarme.

Pero tampoco me hace falta ningún tipo de inspiración externa.

Lo que narro a continuación me ha sucedido y voy a transmitirlo solo con mis dedos y el teclado del ordenador. Los acontecimientos de la última semana me obligan a ponerme a mí en el centro del relato y documentar todo lo que voy a narrar mientras permanece fresco en mi memoria y aún dispongo de tiempo. No hay filtros. Ningún tipo de elaboración ni ardid creativo podrían exponer a mi persona y el papel que he jugado en los hechos a una luz más clara. Desafortunadamente y por muy tentador que sea adornar los crudos y estremecedores hechos e incidentes en los que me he visto involucrado estos días, esta vez no puedo dar rienda suelta a la imaginación.

En cierto modo es liberador.

No necesito mentir.

La técnica narrativa es también muy distinta. No estoy obligado a construir todas esas inimaginables cabriolas
dramatúrgicas en favor
de la
trama o la curva
de
suspense
. Puedo escribir tal cual, sin ambages.

El protagonista no necesita mirarse en el espejo para dar una visión de su aspecto al lector, porque el protagonista de esta historia soy yo, Frank Fons, un escritor de cuarenta y seis años, nada alto, metro sesenta, delgado, moreno de pelo, de barba cerrada y bien recortada y un par de ojos gris acero que según dicen no pestañean demasiado a menudo.

Eso es, ya está dicho.

A no ser por la gravedad de la situación, seguro que no me habría sentido a gusto con esta recién descubierta libertad de acción, y si reflexiono sobre ello, el haber obviado este experimento anteriormente puede molestarme un poco. No es porque a lo largo de mi carrera no me haya lanzado a tentativas literarias de diversa índole, pero enseguida hallé, tal vez demasiado pronto, una fórmula que funcionaba y a la que he sido fiel desde entonces.

Pero no ahora.

Las reglas del juego han cambiado.

Me he liberado de modelos y recetas, ya fueran míos o de otros. Ya no tengo que preocuparme de seguir convenciones y reglas tácitas acerca de lo que se debe y no se debe hacer en la escritura, lo cual me viene bien porque me veo obligado a empezar con uno de los clichés más comunes del género, el hecho que lo puso todo en marcha: una llamada telefónica…

MARTES
1

N
ADIE SE ATREVE A LLAMARME por la mañana y los que creen que me conocen piensan que duermo la mona. Los que realmente me conocen saben que trabajo por la mañana y que odio ser molestado mientras escribo. No es que estuviera escribiendo cuando sonó el teléfono; bien que estaba sentado a mi escritorio, con el ordenador en marcha y una taza de café humeante al lado, pero mi mente divagaba por otro sitio. Desde mi oficina, en el primer piso del chalé de la playa, El Torreón —así fue como lo llamó mi hija mayor una vez e inmediatamente pasó a ser el nombre de la casa—, gozaba de vistas al jardín y valoraba si valdría la pena rastrillar el césped más tarde, o si sería mejor esperar a que el tiempo otoñal hubiera sacudido las últimas hojas de las ramas.

Mi primer impulso fue dejar que el teléfono sonara. Una llamada a esa hora no podía ser una buena noticia, aunque quizá fuera algo sin importancia, un vendedor o alguien que se había equivocado de número. Dejé que sonara cinco veces antes de descolgar y mascullar mi nombre.

—Tu cadáver ha aparecido —sonó al otro lado del auricular.

Era Verner. Nunca se presentaba y era una de las personas que creían conocerme y, sin embargo, no tenía problemas para llamarme a cualquier hora del día o la noche.

Yo no estaba de humor para seguir sus jeroglíficos verbales.

—¿Qué intentas decirme? —Alguien ha cometido tu crimen.

—¿Cuál de ellos? —le pregunté y no pude por menos que lanzar un suspiro.

Verner trabajaba en la policía de Copenhague, y yo me servía de él para asesorarme acerca de los procedimientos policiales para mis libros. Aunque él opinara que ser escritor no era un trabajo serio, se sentía orgulloso de contribuir en el proceso de creación, un orgullo que se le había subido a la cabeza creándole la fantasía de tener derecho a llamarme a horas intempestivas para formular comentarios e ideas de toda índole.

—El asesinato del puerto —dijo excitado—. Han encontrado a una mujer en el puerto de Gilleleje, desfigurada y llena de cortes, y sujeta en el fondo con cadenas. Cerré los ojos y me presioné las sienes con dos dedos. Mi mente todavía basculaba entre la idea de rastrillar las hojas y la mala conciencia de no haber producido la debida cuota diaria de palabras, mientras el mensaje de Verner iba tomando sentido en mi cabeza.

—¿Te estás quedando conmigo? —pregunté, más que nada por decir algo.

—Te estoy diciendo que es tu asesinato —dijo Verner claramente irritado.

—Debe de haber muchas mujeres que son arrojadas a las aguas del puerto…

—Pero no muchas que estaban vivas y equipadas con una bombona de oxígeno en ese momento —me interrumpió Verner—. Incluso tenía el mismo color de pelo. Todo concuerda. Incluso el objeto pesado para mantenerla sumergida en el fondo.

—¿Un busto de mármol? —Exacto.

—¿Y estás seguro de que ha sido en Gilleleje? —Sí.

Mi cabeza empezó a zumbar. El crimen que Verner describía tenía visos de ser exacto a uno de los crímenes de
En el espacio rojo
, mi último libro. Trataba de un psicólogo psicópata que exponía a sus pacientes a su mayor terror, no para curarlos, sino para asesinarlos de la forma más terrorífica que podían haber imaginado. El asesinato del puerto trataba de una mujer que tenía terror a ahogarse; el psicólogo hacía inmersión con ella y estudiaba su pánico allá abajo hasta que se agotaba su oxígeno y entonces se asfixiaba. Él se excitaba contemplando la angustia y el horror en su cara, sumergida en el agua oscura y fría, con las pupilas dilatadas y dando gritos que adquirían un tono diabólico a través de la boquilla del tubo y la masa de agua. En ese mismo libro yo había asesinado a varias personas más por medio de su angustia; terror a las agujas, claustrofobia, aracnofobia. No era ni con mucho una de mis mejores novelas.

—¿Frank? —El tono de su voz era duro.

—Sí, sí, te escucho —dije.

—¿Qué hacemos? Sacudí la cabeza.

—No es posible, tiene que ser una casualidad. —Está muerta, Frank. Eso no es una casualidad.

—Pero el libro acaba de salir de la imprenta —me aventuré a responder—. Ni siquiera se ha puesto a la venta.

Verner debía volver a su trabajo. Era policía de calle, en Copenhague, se encargaba de la prostitución y otros delitos menores. El crimen no era de su competencia. Por eso no disponía de más detalles cuando me llamó la primera vez. Debido a que tenía muchos contactos en la policía, podía husmear información para mis libros, tanto si eran procedimientos de detención como accidentes de tráfico o métodos de perpetrar asesinatos. Me aseguró que seguiría el caso a lo largo del día y me prometió mantenerme al corriente.

Cuando pienso en ello de forma retrospectiva, veo que la elección que hicimos de no contarnos nuestras sospechas fue extraña. Pero Verner me había proporcionado a lo largo de años, información confidencial, y tenía miedo de que le perjudicara si eso se descubría. Yo estaba lo bastante sorprendido como para no poder tomar decisiones de inmediato; sin embargo, por un instante contemplé que revelar algo de tal naturaleza podría aumentar las ventas de la novela. Deseché rápidamente la idea. También había la posibilidad de que la policía confiscara la publicación en consideración a los familiares o a la investigación, y a mí me hacía falta el dinero.

En los últimos diez o doce años había escrito un libro cada ocho meses, y tal regularidad había influido en mis hábitos y mi consumo. No porque viviera con lujo. Tras mi divorcio, el chalé de la playa había sido mi vivienda de todo el año, a pesar de que no era del todo legal, y aunque estuviera en un estado aceptable, no era precisamente un lugar atractivo a rabiar.

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