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Authors: Alejandro Arís

Tags: #Thriller, Policíaco

Los cuadros del anatomista (11 page)

BOOK: Los cuadros del anatomista
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Claudio recibió a Ken, muy excitado.

—Hay dos
bambolas
nuevas en Urgencias. ¡Y si vieses cómo están!

—¿De qué me hablas?

—Hay dos enfermeras nuevas. Y están como un tren.

—Vamos a trabajar
y
miss Mullins nos las presentará.

Comenzaron su turno dando cuenta de los casos que habían quedado sin resolver en el turno anterior, dando dealta a los que podían irse a casa e ingresando a los que necesitaban ser intervenidos.

Al poco, apareció miss Mullins.

—Doctor Philbin, quiero presentarle a dos nuevas enfermeras que van a trabajar aquí en Urgencias.

—Sí, miss Mullins, el doctor Simone ya me ha hablado de ellas.

Pasaron a una sala de reconocimiento vacía donde miss Mullins hizo las presentaciones.

—Chicas, éste es el doctor Philbin, responsable de cirugía aquí, en Urgencias. Doctor Philbin, le presento a Sandra y a Eloïse.

Claudio no había exagerado. Eran dos bellezas, aunque completamente diferentes. Sandra era una rubia alta, con ojos azules y un cuerpo escultural. El apellido que mostraba su placa de identificación, «S. Morgenson», desvelaba una indudable ascendencia escandinava. Llevaba un uniforme por lo menos dos tallas inferior a la suya, marcando su silueta y trasluciendo una ropa interior de color. Eloïse era morena y menudita, con ojos claros y curvas no tan exageradas como las de su compañera. Ambas llevaban una cofia que no era la de la escuela de enfermería del hospital.

—¿De dónde sois? No reconozco vuestra cofia —preguntó Ken.

Existía la costumbre de que las enfermeras llevasen la cofia de su alma máter, como distintivo.

—Es de la Universidad Laval, de Quebec. Eloïse es de allí y yo.soy de Montreal —contestó Sandra.

Ken se fijo en la placa de Eloïse. «E. Fcrronier».

—Fcrronier. El otro día conocí a un Ferronier de Quebec. Fue en una conferencia. Creo que me dijo que era residente en psiquiatría.

—Es mi hermano —dijo Eloïse, bajando los ojos.

Ken se abstuvo de comentarle que le había resultado profundamente antipático.

Llegó Claudio, quien pidió la ayuda de Sandra para una sutura. Miss Mullins seguía la escena con ojos severos.

—Bueno, ya se conocen —dijo—. Todo el mundo a trabajar.

El Washington Memorial Hospital era un hospital universitario. Ello significaba que residentes del hospital podían rotar por el de la universidad en determinadas ocasiones, que una gran parte de los médicos estaban adscritos al cuerpo docente de la universidad y que los estudiantes de medicina hacían prácticas en el hospital. Parte del acuerdo incluía que, un par de veces al año, uno de los catedráticos de cirugía de la universidad pasase visita con los internos, residentes y estudiantes e hiciese comentarios sobre los pacientes y los tratamientos que se habían aplicado en cada caso. El cortejo podía llegar a tener quince o veinte personas, con el doctor Nichols actuando de moderador.

Aquel día, el profesor Lambert había acudido al hospital a cumplir con su obligación bianual.

A media mañana, entró en Urgencias un individuo con una gran pérdida de sangre por el tubo digestivo. Estaba palidísimo y casi en
shock.

Ken ordenó a Eloïse:

—Rápido, extráele sangre para determinar el grupo, hemoglobina y hematocrito y diles a los del banco de sangre que nos manden dos bolsas de hematíes.

Eloïse no encontraba la vena. Se notaba que era novata. La presión del momento la ponía más nerviosa todavía. Claudio lo probó también, sin resultado. Había tan poca sangre en aquel individuo que las venas apenas eran visibles.

Ken intervino.

—Eloïse, prepara para una ptinción de subclavia.

—¿Le vas a canular la vena subclavia? —preguntó Claudio.

—Sí. Extraeremos la sangre para los análisis y podremos pasarle la transfusión mucho más deprisa. Además, nos servirá para medir la presión venosa central, que estoy seguro de que debe de estar por los suelos. ¿Por qué lo dices?

—No nos dejan hacerlo.

—¿Por qué?

—Ha habido algunos problemas... complicaciones, y el doctor Ahmad lo ha prohibido. Dice que si queremos una vía venosa rápida, que canulemos la yugular interna. El doctor Nichols estuvo de acuerdo con su decisión.

La mención de Ahmad le hizo subir la adrenalina. En vez de prohibir una técnica valiosa, lo que tendría que hacer es aprenderla. Y Ken era la persona indicada para enseñarla. La había aprendido en su primer año de residente y en Vietnam la había practicado cientos de veces. Además, para él era un motivo de prurito personal. Cuando era residente de primer año, con la colaboración de un amigo del instituto que dibujaba muy bien, había escrito un artículo sobre la técnica de la punción subclavia del que se sentía doblemente orgulloso. Por una parte, había sido publicado en la revista
Surgery, Gynecology &; Obstetrics,
órgano oficial del Colegio Americano de Cirujanos, y no era frecuente que un residente de primer año consiguiese publicar un artículo en una revista tan prestigiosa. Por otra parte, el artículo, ilustrado con un magnífico dibujo que mostraba las relaciones anatómicas de la vena, había tenido mucha aceptación, a tenor de los cientos de peticiones de copias que Ken había recibido.

Así pues, no se lo pensó dos veces y procedió a canular la vena subclavia. Tras desinfectar la zona e infiltrar con anestesia local el área por debajo de la clavícula derecha, se aprestaba a iniciar la punción cuando, de pronto, apareció el doctor Lambert y su cortejo.

—Alto —gritó el catedrático—. ¿Qué va a hacer usted?

—Voy a canular la subclavia —dijo Ken.

El profesor Lambert miró a Nichols, quien se encogió de hombros, y prosiguió.

—Esta es una técnica muy peligrosa que puede traer complicaciones. Hay que conocer muy bien la anatomía de la región antes de ponerse a pinchar subclavias. Por detrás de la vena está la arteria, que se puede puncionar si se va demasiado posterior. La vena yace justo por encima de la cúpula del pulmón y, si se profundiza demasiado, se puede puncionar. Ello acarrearía el colapso del pulmón y el paciente podría entrar en una insuficiencia respiratoria aguda. Usted no querrá que esto ocurra, ¿verdad? —Lambert estaba en su salsa, recitando una lección magistral a pie de camilla. Los estudiantes estaban deslumbrados por su retórica y sus conocimientos—. Existen muchos trabajos que recogen la tasa de complicaciones de la punción subclavia —prosiguió el profesor—. Y antes de comenzar a practicarla, debería conocer cuáles son las referencias anatómicas que se deben seguir. Hay un artículo, aparecido en el
Surgery, Gynecology &; Obstetrics
hace un par de años, con un magnífico dibujo que ilustra perfectamente todas estas referencias. Creo que el autor es un tal Philbin. Debería leerlo.

—Doctor Lambert,
yo soy
el tal Philbin —dijo Ken, tras lo cual puncionó limpiamente la vena subclavia.

Se hizo un silencio en la sala. El profesor Lambert volvió a mirar al doctor Nichols, quien asintió.

—Vamos a ver otros casos —anunció Lambert, azoradísimo. Y abandonó Urgencias con su séquito.

Claudio y Eloïse se echaron a reír.

—Menudo corte le has dado al profesor —dijo Claudio.

—Es un hombre enterado. Ha demostrado que conoce la literatura médica —ironizó Ken.

Los análisis demostraron que el paciente sufría una anemia grave. La presión venosa, tal como suponía Ken, era tan sólo de tres centímetros. Los dos concentrados de hematíes le mejoraron.

—Ahora hay que averiguar por qué ha sangrado. Puede ser que tenga una úlcera gástrica. Pero de esto se encargará Rosenberg —concluyó Ken.

Eloïse se le acercó.

—Siento que por mi culpa se haya montado todo este
show
—dijo.

—No es culpa tuya.

—Si le hubiese encontrado la vena no habría tenido que canutarle la vena subclavia.

—No estoy de acuerdo. Este
show
, como lo llamas, ha servido para que la gente deje de tenerle miedo a la punción subclavia. A la larga, puede que hayas ayudado al progreso de la medicina —bromeó Ken, dándole una palmadita en el hombro.

A media mañana, en un momento de calma, Claudio y Ken se fueron a tomar un café a la salita de relax de Urgencias. Claudio extrajo su sobre de café instantáneo. La televisión resumía las noticias del día anterior. En la pantalla, el senador Robert Kennedy pronunciaba un discurso:

No podemos medir el espíritu nacional por el índice DowJones ni los éxitos nacionales por el producto interior bruto. Porque el producto interior bruto incluye la contaminación ambiental y las ambulancias que recogen nuestros muertos de las autopistas. Incluye cerraduras especiales para nuestras puertas y cárceles para las personas que las fuerzan. El producto interior bruto incluye la destrucción de las secuoyas y la desaparición del lago Superior. Crece con la producción de napalm, de misiles y de ojivas nucleares. Incluye la emisión de programas de televisión que ensalzan la violencia para vender productos a nuestros hijos.

Y si el producto interior bruto incluye todo esto, mucho más es lo que no abarca. No cubre la sanidad para nuestras familias ni la calidad de la educación. Es indiferente por igual a la decencia en nuestras fábricas y a la seguridad en nuestras calles. No incluye la belleza de nuestra poesía, o la firmeza de nuestros matrimonios, la inteligencia de nuestro debate público o la integridad de nuestros funcionarios. El producto interior bruto no mide ni nuestra astucia ni nuestro coraje, ni nuestra sabiduría ni nuestra compasión o devoción por nuestro país. Lo calcula todo excepto aquello que hace que la vida merezca vivirse y puede decírnoslo todo sobre América, excepto si estamos o no orgullosos de ser americanos.

Ken escuchaba a aquel hombre. ¡Qué oratoria tan convincente! ¡Qué carisma tenía! Claudio se dio cuenta de su admiración.

—¿Qué opinas de él? —dijo señalando la televisión para invitarle a explayarse.

—Es la gran esperanza de los demócratas. Sin Johnson, es el que tiene mayores posibilidades de ser elegido candidato demócrata a las elecciones presidenciales. Además, está abiertamente en contra de la guerra de Vietnam. —¿Crees que saldrá elegido?

—No tengo la menor duda de que barrerá al candidato republicano —respondió Ken.

—¿Y quién será?

—Se habla de Rockefeller y de Nixon.

—¿Rockefeller? Creía que se había retirado.

—No, ha vuelto. Era una estrategia electoral pero creo que le ha salido mal.

—Pero Nixon, ¿no es un perdedor nato?

—Sí. Anunció que se retiraba de la política. Perdió ante Kennedy las presidenciales y ante Reagan las de gobernador de California. Pero es como el ave fénix. Un periodista del
New York Times
ha calificado su regreso como «el más grande desde Lázaro». Fíjate lo impopular que era que John Kennedy dijo en una ocasión: «¿Os dais cuenta de la responsabilidad que llevo sobre mis hombros? Soy la única persona que se interpone entre Nixon y la Casa Blanca».

Claudio rió. En esto, entró Sandra y Claudio se la comió con los ojos.

—Ha llamado un tal teniente Lyons. Dice que hay un muchacho apuñalado en la zona noreste. Le manda un coche y quiere que vaya usted allí inmediatamente —dijo la chica.

—Gracias, Sandra. Avísame en cuanto llegue el coche de policía.

Ken bromeó con Claudio.

—Claudio, cierra la boca que se te está cayendo la baba.

—¿Tú sabes lo que daría por salir con una chica así? Me recuerda a las primeras turistas suecas y teutonas que llegaron a Sicilia hace unos cuantos años.

—¿Teutonas?

—Alemanas. Pero las llamábamos teutonas porque tenían las tetas muy grandes. Iban a la playa y llevaban bikinis. A más tie una la detuvieron los
carabinieri
por indecente.

—¿Me lo dices en serio?

—Sí. Ahora las cosas han cambiado, pero hace unos años era así. Nos moríamos por salir con ellas. Naturalmente, las chicas locales las odiaban.

—Y tú ¿saliste alguna vez con alguna?

—No. A mí me lo prohibió mi abuela. Decía que eran el diablo. Un amigo mío dice que se tiró a un par de ellas pero me parece que estaba fanfarroneando.

—Bueno, Claudio. Todavía tienes mucha vida por delante para ligarte a una teutona.

A los pocos minutos, Sandra avisó a Ken de que el coche de la policía había llegado. A toda velocidad, le trasladó a la calle Rosedale, esquina con la 18. Otro coche de policía estaba estacionado allí. Varias personas se arremolinaban alrededor de un muchacho tendido en el suelo. Un joven permanecía junto al coche de policía, esposado.

—Ha habido una discusión y de pronto aquel joven se ha abalanzado sobre él y le ha clavado una navaja en el pecho —le informó el agente que estaba junto al herido.

—¿Y por qué que discutían, si se puede saber?

—Se peleaban por una pelota de béisbol.

«Imbéciles», pensó Ken. «Ponen en peligro su vida y nos cargan de trabajo por una pelota».

Pero la vida era así en la zona noreste. El muchacho —no contaría más de veinte años—, de raza negra, estaba consciente pero muy asustado.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Ken.

—LeRoy.

—¿Y qué te ha pasado?

—He discutido con un amigo y me ha clavado un cuchillo.

—No sería tan amigo si ha sido capaz de clavarte un cuchillo, ¿no crees?

El muchacho no respondió. Ken examinó la herida. A unos tres centímetros por debajo del pezón izquierdo existía un pequeño orificio que no sangraba.

Ken pensó que no existía peligro en trasladarle al hospital en el coche de policía en vez de esperar a que llegase una ambulancia. El estado general del chico no parecía malo, pero Ken sabía que, por la localización de la herida, no se podía fiar.

—Agente, ayúdeme a meterlo en el coche y vamos volando al hospital.

Al llegar, les esperaban Claudio y Eloïse. Esta le puso el manguito para medir la tensión arterial.

—¿Qué te parece? —preguntó Ken a Claudio.

—Es un orificio muy pequeño. Debe de haber sido un estilete o algo parecido. Por lo bien que está no creo que, internamente, pueda haber producido mucho daño.

—No te dejes engañar —comentó Ken—. De momento vamos a ponerle una vía central. Una subclavia. Y la vas a poner tú.

—¿Yo? Pero si no sé.

—Hoy aprenderás. Yo te guiaré.

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