Los de abajo (10 page)

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Authors: Mariano Azuela

Tags: #Revolucion Mexicana, Narrativa

BOOK: Los de abajo
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¿Y después? Luis Cervantes no recordaba más. Seguramente que allí se habían quedado bien aporreados y dormidos. Seguramente que su novia, por miedo a tanto bruto, había tomado la sabia providencia de encerrarse.

“Tal vez esa recámara comunique con la sala y por ella pueda entrar”, pensó.

A sus pasos despertó la Pintada, que dormía cerca de Demetrio, sobre la alfombra y al pie de un confidente colmado de alfalfa y maíz donde la yegua negra cenaba.

—¿Qué busca? —preguntó la muchacha—. ¡Ah, sí; ya sé lo que quiere!… ¡Sinvergüenza!… Mire, encerré a su novia porque ya no podía aguantar a este condenado de Demetrio. Coja la llave, allí está sobre la mesa.

En vano Luis Cervantes buscó por todos los escondrijos de la casa.

—A ver, curro, cuénteme cómo estuvo eso de esa muchacha.

Luis Cervantes, muy nervioso, seguía buscando la llave.

—No coma ansia, hombre, allá se la voy a dar. Pero cuénteme… A mí me divierten mucho estas cosas. Esa currita es igual a usté… No es pata rajada como nosotros.

—No tengo qué contar… Es mi novia y ya.

—¡Ja, ja, ja!… ¡Su novia y… no! Mire, curro, adonde usté va yo ya vengo. Tengo el colmillo duro. A esa pobre la sacaron de su casa entre el Manteca y el Meco; eso ya lo sabía…; pero usté les ha de haber dado por ella… algunas mancuernillas chapeadas… alguna estampita milagrosa del Señor de la Villita… ¿Miento, curro?… ¡Que los hay, los hay!… ¡El trabajo es dar con ellos!… ¿Verdad?

La Pintada se levantó a darle la llave; pero tampoco la encontró y se sorprendió mucho.

Estuvo largo rato pensativa.

De repente salió a toda carrera hacia la puerta de la recámara, aplicó un ojo a la cerradura y allí se mantuvo inmóvil hasta que su vista se hizo a la oscuridad del cuarto. De pronto, y sin quitar los ojos, murmuró:

—¡Ah, güero… jijo de un…! ¡Asómese nomás, curro!

Y se alejó, lanzando una sonora carcajada.

—¡Si le digo que en mi vida he visto hombre más acabado que éste!

Otro día por la mañana, la Pintada espió el momento en que el güero salía de la recámara a darle de almorzar a su caballo.

—¡Criatura de Dios! ¡Anda, vete a tu casa! ¡Estos hombres son capaces de matarte!… ¡Anda, corre!…

Y sobre la chiquilla de grandes ojos azules y semblante de virgen, que sólo vestía camisón y medias, echó la frazada piojosa del Manteca; la cogió de la mano y la puso en la calle.

—¡Bendito sea Dios! —exclamó—. Ahora sí… ¡Cómo quiero yo a este güero!

V

Como los potros que relinchan y retozan a los primeros truenos de mayo, así van por la sierra los hombres de Demetrio.

—¡A Moyahua, muchachos!

—A la tierra de Demetrio Macías.

—¡A la tierra de don Mónico el cacique!

El paisaje se aclara, el sol asoma en una faja escarlata sobre la diafanidad del cielo.

Vanse destacando las cordilleras como monstruos alagartados, de angulosa vertebradura; cerros que parecen testas de colosales ídolos aztecas, caras de gigantes, muecas pavorosas y grotescas, que ora hacen sonreír, ora dejan un vago terror, algo como presentimiento de misterio.

A la cabeza de la tropa va Demetrio Macías con su estado mayor: el coronel Anastasio Montañés, el teniente coronel Pancracio y los mayores Luis Cervantes y el güero Margarito.

Siguen en segunda fila la Pintada y Venancio, que la galantea con muchas finezas, recitándole poéticamente versos desesperados de Antonio Plaza.

Cuando los rayos del sol bordearon los pretiles del caserío, de cuatro en fondo y tocando los clarines, comenzaron a entrar a Moyahua.

Cantaban los gallos a ensordecer, ladraban con alarma los perros; pero la gente no dio señales de vida en parte alguna.

La Pintada azuzó su yegua negra y de un salto se puso codo a codo con Demetrio. Muy ufana, lucía vestido de seda y grandes arracadas de oro; el azul pálido del talle acentuaba el tinte aceitunado de su rostro y las manchas cobrizas de la avería. Perniabierta, su falda se remangaba hasta la rodilla y se veían sus medias deslavadas y con muchos agujeros. Llevaba revólver al pecho y una cartuchera cruzada sobre la cabeza de la silla.

Demetrio también vestía de gala: sombrero galoneado, pantalón de gamuza con botonadura de plata y chamarra bordada de hilo de oro.

Comenzó a oírse el abrir forzado de las puertas. Los soldados, diseminados ya por el pueblo, recogían armas y monturas por todo el vecindario.

—Nosotros vamos a hacer la mañana a casa de don Mónico —pronunció con gravedad Demetrio, apeándose y tendiendo las riendas de su caballo a un soldado—. Vamos a almorzar con don Mónico… un amigo que me quiere mucho…

Su estado mayor sonríe con risa siniestra.

Y, arrastrando ruidosamente las espuelas por las banquetas, se encaminaron hacia un caserón pretencioso, que no podía ser sino albergue de cacique.

—Está cerrada a piedra y cal —dijo Anastasio Montañés empujando con toda su fuerza la puerta.

—Pero yo sé abrir —repuso Pancracio abocando prontamente su fusil al pestillo.

—No, no —dijo Demetrio—; toca primero.

Tres golpes con la culata del rifle, otros tres y nadie responde. Pancracio se insolenta y no se atiene a más órdenes. Dispara, salta la chapa y se abre la puerta.

Vense extremos de faldas, piernas de niños, todos en dispersión hacia el interior de la casa.

—¡Quiero vino!… ¡Aquí, vino!… —pide Demetrio con voz imperiosa, dando fuertes golpes sobre la mesa.

—Siéntense, compañeros.

Una señora asoma, luego otra y otra, y entre las faldas negras aparecen cabezas de niños asustados. Una de las mujeres, temblando, se encamina hacia un aparador, sacando copas y botellas y sirve vino.

—¿Qué armas tienen? —inquiere Demetrio con aspereza.

—¿Armas?… —contesta la señora, la lengua hecha trapo—. ¿Pero qué armas quieren ustedes que tengan unas señoras solas y decentes?

—¡Ah, solas!… ¿Y don Mónico?…

—No está aquí, señores… Nosotras sólo rentamos la casa… Al señor don Mónico nomás de nombre lo conocemos.

Demetrio manda que se practique un cateo.

—No, señores, por favor… Nosotras mismas vamos a traerles lo que tenemos; pero, por el amor de Dios, no nos falten al respeto. ¡Somos niñas solas y decentes!

—¿Y los chamacos? —inquiere Pancracio brutalmente—. ¿Nacieron de la tierra?

Las señoras desaparecen con precipitación y vuelven momentos después con una escopeta astillada, cubierta de polvo y de telarañas, y una pistola de muelles enmohecidas y descompuestas.

Demetrio se sonríe:

—Bueno, a ver el dinero…

—¿Dinero?… Pero ¿qué dinero quieren ustedes que tengan unas pobres niñas solas?

Y vuelven sus ojos suplicatorios hacia el más cercano de los soldados; pero luego los aprietan con horror: ¡han visto al sayón que está crucificando a Nuestro Señor Jesucristo en el viacrucis de la parroquia!… ¡Han visto a Pancracio!…

Demetrio ordena el cateo.

A un tiempo se precipitan otra vez las señoras, y al instante vuelven con una cartera apolillada, con unos cuantos billetes de los de la emisión de Huerta.

Demetrio sonríe, y ya sin más consideración, hace entrar a su gente.

Como perros hambrientos que han olfateado su presa, la turba penetra, atropellando a las señoras, que pretenden defender la entrada con sus propios cuerpos. Unas caen desvanecidas, otras huyen; los chicos dan gritos.

Pancracio se dispone a romper la cerradura de un gran ropero, cuando las puertas se abren y de dentro salta un hombre con un fusil en las manos.

—¡Don Mónico! —exclaman sorprendidos.

—¡Hombre, Demetrio!… ¡No me haga nada!… ¡No me perjudique!… ¡Soy su amigo, don Demetrio!…

Demetrio Macías se ríe socarronamente y le pregunta si a los amigos se les recibe con el fusil en las manos.

Don Mónico, confuso, aturdido, se echa a sus pies, le abraza las rodillas, le besa los pies:

—¡Mi mujer!… ¡Mis hijos!… ¡Amigo don Demetrio!…

Demetrio, con mano trémula, vuelve el revólver a la cintura.

Una silueta dolorida ha pasado por su memoria. Una mujer con su hijo en los brazos, atravesando por las rocas de la sierra a medianoche y a la luz de la luna… Una casa ardiendo…

—¡Vámonos!… ¡Afuera todos! —clama sombríamente.

Su estado mayor obedece; don Mónico y las señoras le besan las manos y lloran de agradecimiento.

En la calle la turba está esperando alegre y dicharachera el permiso del general para saquear la casa del cacique.

—Yo sé muy bien dónde tienen escondido el dinero, pero no lo digo —pronuncia un muchacho con un cesto bajo el brazo.

—¡Hum, yo ya sé! —repone una vieja que lleva un costal de raspa para recoger “lo que Dios le quiera dar”—. Está en un altito; allí hay muchos triques y entre los triques una petaquilla con dibujos de concha… ¡Allí mero está lo güeno!…

—No es cierto —dice un hombre—; no son tan tarugos para dejar así la plata. A mi modo de ver, la tienen enterrada en el pozo en un tanate de cuero.

Y el gentío se remueve, unos con sogas para hacer sus fardos, otros con bateas; las mujeres extienden sus delantales o el extremo de sus rebozos, calculando lo que les puede caber. Todos, dando las gracias a Su Divina Majestad, esperan su buena parte de saqueo.

Cuando Demetrio anuncia que no permitirá nada y ordena que todos se retiren, con gesto desconsolado la gente del pueblo lo obedece y se disemina luego; pero entre la soldadesca hay un sordo rumor de desaprobación y nadie se mueve de su sitio.

Demetrio, irritado, repite que se vayan.

Un mozalbete de los últimos reclutados, con algún aguardiente en la cabeza, se ríe y avanza sin zozobra hacia la puerta.

Pero antes de que pueda franquear el umbral, un disparo instantáneo lo hace caer como los toros heridos por la puntilla.

Demetrio, con la pistola humeante en las manos, inmutable, espera que los soldados se retiren.

—Que se le pegue fuego a la casa —ordenó a Luis Cervantes cuando llegan al cuartel.

Y Luis Cervantes, con rara solicitud, sin transmitir la orden, se encargó de ejecutarla personalmente.

Cuando dos horas después la plazuela se ennegrecía de humo y de la casa de don Mónico se alzaban enormes lenguas de fuego, nadie comprendió el extraño proceder del general.

VI

Se habían alojado en una casona sombría, propiedad del mismo cacique de Moyahua.

Sus predecesores en aquella finca habían dejado ya su rastro vigoroso en el patio, convertido en estercolero; en los muros, desconchados hasta mostrar grandes manchones de adobe crudo; en los pisos, demolidos por las pesuñas de las bestias; en el huerto, hecho un reguero de hojas marchitas y ramajes secos. Se tropezaba, desde el entrar, con pies de muebles, fondos y respaldos de sillas, todo sucio de tierra y bazofia.

A las diez de la noche, Luis Cervantes bostezó muy aburrido y dijo adiós al güero Margarito y a la Pintada, que bebían sin descanso en una banca de la plaza.

Se encaminó al cuartel. El único cuarto amueblado era la sala. Entró, y Demetrio, que estaba tendido en el suelo, los ojos claros y mirando al techo, dejó de contar las vigas y volvió la cara.

—¿Es usted, curro?… ¿Qué trae?… Ande, entre, siéntese.

Luis Cervantes fue primero a despabilar la vela, tiró luego de un sillón sin respaldo y cuyo asiento de mimbres había sido sustituido con un áspero cotense. Chirriaron las patas de la silla y la yegua prieta de la Pintada bufó, se removió en la sombra describiendo con su anca redonda y tersa una gallarda curva.

Luis Cervantes se hundió en el asiento y dijo:

—Mi general, vengo a darle cuenta de la comisión… Aquí tiene…

—¡Hombre, curro… si yo no quería eso!… Moyahua casi es mi tierra… ¡Dirán que por eso anda uno aquí!… —respondió Demetrio mirando el saco apretado de monedas que Luis le tendía.

Éste dejó el asiento para venir a ponerse en cuclillas al lado de Demetrio. Tendió un sarape en el suelo y sobre él vació el talego de hidalgos relucientes como ascuas de oro.

—En primer lugar, mi general, esto lo sabemos sólo usted y yo… Y por otra parte, ya sabe que al buen sol hay que abrirle la ventana… Hoy nos está dando de cara; pero ¿mañana?… Hay que ver siempre adelante. Una bala, el reparo de un caballo, hasta un ridículo resfrío… ¡y una viuda y unos huérfanos en la miseria!… ¿El gobierno? ¡Ja, ja, ja!… Vaya usted con Carranza, con Villa o con cualquier otro de los jefes principales y hábleles de su familia… Si le responden con un puntapié… donde usted ya sabe, diga que le fue de perlas… Y hacen bien, mi general; nosotros no nos hemos levantado en armas para que un tal Carranza o un tal Villa lleguen a presidentes de la República; nosotros peleamos en defensa de los sagrados derechos del pueblo, pisoteados por el vil cacique… Y así como ni Villa, ni Carranza, ni ningún otro han de venir a pedir nuestro consentimiento para pagarse los servicios que le están prestando a la patria, tampoco nosotros tenemos necesidad de pedirle licencia a nadie.

Demetrio se medio incorporó, tomó una botella cerca de su cabecera, empinó y luego, hinchando los carrillos, lanzó una bocanada a lo lejos.

—¡Qué pico largo es usted, curro!

Luis sintió un vértigo. La cerveza regada parecía avivar la fermentación del basurero donde reposaban: un tapiz de cáscaras de naranjas y plátanos, carnosas cortezas de sandía, hebrosos núcleos de mangos y bagazos de caña, todo revuelto con hojas enchiladas de tamales y todo húmedo de deyecciones.

Los dedos callosos de Demetrio iban y venían sobre las brillantes monedas a cuenta y cuenta.

Repuesto ya, Luis Cervantes sacó un botecito de fosfatina Falliéres y volcó dijes, anillos, pendientes y otras muchas alhajas de valor.

—Mire, mi general; si, como parece, esta bola va a seguir, si la revolución no se acaba, nosotros tenemos ya lo suficiente para irnos a brillarla una temporada fuera del país —Demetrio meneó la cabeza negativamente—. ¿No haría usted eso?… Pues ¿a qué nos quedaríamos ya?… ¿Qué causa defenderíamos ahora?

—Eso es cosa que yo no puedo explicar, curro; pero siento que no es cosa de hombres…

—Escoja, mi general —dijo Luis Cervantes mostrando las joyas puestas en fila.

—Déjelo todo para usted… De veras, curro… ¡Si viera que no le tengo amor al dinero!… ¿Quiere que le diga la verdad? Pues yo, con que no me falte el trago y con traer una chamaquita que me cuadre, soy el hombre más feliz del mundo.

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