La primera ráfaga de Pritchenko abrió un rosario de agujeros en el pecho del No Muerto. Por un momento éste se tambaleó hacia atrás, sacudido por los impactos, pero continuó avanzando, amenazadoramente. Rectificando el tiro, el ucraniano apuntó cuidadosamente a su cabeza, y con otra corta ráfaga la transformó en una pulpa viscosa que salpicó en todas direcciones. El No Muerto se desplomó como un fardo, pero Prit ya no le prestaba atención. Parsimoniosamente apuntó hacia el otro y, tras inspirar profundamente, apretó el gatillo.
Un «clank» metálico nada prometedor surgió de su arma. Por un instante nos quedamos congelados, mientras el No Muerto se acercaba, imparable.
-¡Se ha encasquillado! -gritó el ucraniano-. ¡Joder, se ha encasquillado! ¡Dispárale a ése, rápido!
Como en un sueño, levanté la Glock de manera inconsciente. Vi cómo mi dedo pulgar liberaba el seguro, tal y como me había enseñado el instructor en Tenerife. Por un instante toda mi atención se concentró en el ser que avanzaba hacia nosotros. Poco a poco el sonido de los disparos que nos rodeaba fue desapareciendo para mí, así como el resto del mundo. Sólo existíamos en el universo aquel monstruo carbonizado, la mira de la pesada Glock y yo.
Me oí respirar. Sentí cómo mi índice presionaba lentamente el gatillo.
Disparé.
Y por toda respuesta, tan sólo un horrible y apagado «clank» metálico salió del percutor.
Tenerife
Lo primero que le llamó la atención a Lucía fueron los disparos. Después, nada más cruzar las pesadas puertas antiincendios con aquel 12 rojo pintado en cada hoja, fue el silencio desacostumbradamente pesado que reinaba en la sala de pacientes. A continuación su mirada saltó al corpulento enfermero que, de espaldas a ella, estaba inclinado sobre la cama de sor Cecilia con la cabeza casi pegada a la de la monja, como si le estuviese contando un secreto especialmente importante.
Pero antes de que su mente pudiese darle más vueltas a aquello, captó un movimiento con el rabillo del ojo. Junto a la pared de la derecha se deslizaba en aquel momento un tipo pelirrojo que escondía su mano diestra detrás del cuerpo.
«Ese tío está empalmado como un caballo en celo», le dio tiempo a pensar, desconcertada y divertida, antes de que el pelirrojo (que se parecía un montón al cantante de los Spin Doctors) sacase su mano de detrás de la espalda y les apuntase con una pistola de un color negro apagado.
El tiempo no podía detenerse, Lucía estaba segura. Por lo menos estaba totalmente segura de eso hasta cinco segundos después de abrir aquella condenada puerta. Sin embargo, en el instante en que el pelirrojo apretó el gatillo por primera vez, Lucía sintió que el tiempo sí que había llegado a detenerse, o al menos a convertirse en algo sumamente pastoso y denso, como caramelo derretido.
El primer disparo levantó un surtidor de astillas junto a su oreja derecha. Eso bastó para sacar a la joven de su aturdimiento, y mecánicamente dio un paso atrás, poniéndose fuera de tiro. Sin embargo, Maite permaneció de pie en el marco de la puerta, estupefacta, con el vaso de sucedáneo de café inútilmente sujeto contra su pecho, mientras su mirada era incapaz de apartarse del tirador que avanzaba corriendo por el lateral de la sala, levantando de nuevo su arma.
El segundo disparo alcanzó a Maite un poco por debajo del corazón, con fuerza suficiente para levantar a la pequeña ATS en el aire durante un segundo, en medio de un festival de sangre y café derramado en todas direcciones. Finalmente, haciendo una pirueta que no hubiese desentonado en los ballets rusos, se desplomó contra un lateral de la puerta y de ahí resbaló al suelo, donde quedó inmóvil, sin haber perdido en ningún momento la expresión de asombro de sus ojos.
-¡Ésa no, estúpido! ¡La otra! ¡Es la otra! ¡La alta! -oyó Lucía que decía el supuesto enfermero.
Un ramalazo de comprensión sacudió la mente de Lucía al oír aquella voz. Supo al instante que la vida de la monja ya estaba condenada. Y también supo que, si no huía, su vida no duraría mucho más.
Soltando un gemido de miedo que sólo pudo oír ella, Lucía empezó a correr por el pasillo por donde había venido.
El hospital era un caos absoluto. Los timbres de alarma sonaban por doquier, mientras grupos de hombres armados (algunos uniformados y otros no) se entrecruzaban con docenas de enfermos arrastrados por el pánico, médicos confusos y celadores sobrepasados.
-¡Son los froilos! ¡Son los jodidos froilos! -aullaba un individuo vestido con un uniforme militar que Lucía no pudo reconocer, mientras dirigía hacia el interior del edificio a un grupo de soldados de forma atropellada.
De otra parte del edificio llegó una serie de hipidos largos que Lucía reconoció al instante como ráfagas de HK. A continuación, sonó una explosión amortiguada y el tableteo de otro tipo de arma que la joven no pudo identificar (pero que Pritchenko, si hubiese estado allí, habría reconocido sin ninguna duda como un AK-47). El caos de gente dentro del edificio y la paranoia de una infiltración de los froilos habían hecho que dos grupos de seguridad comenzasen a dispararse entre sí. En pocos minutos aquello iba a ser una jodida casa de locos.
Una camilla salida de ninguna parte golpeó a la joven en la cadera y la derribó al suelo. Lucía contuvo un juramento, mientras un dolor caliente le subía de la pierna, como si le hubiesen plantado un hierro al rojo vivo. Mientras se levantaba, aprovechó para echar un vistazo hacia el pasillo que llevaba a la Sala 12. En medio del tumulto y del tiroteo, alcanzó a ver al pelirrojo de la pistola al lado de Basilio Irisarri. Éste, a su vez, la vio a ella y, dándole una palmada en el hombro al pistolero para que le siguiese, comenzó a abrirse paso entre la multitud apelotonada.
Lucía no perdió el tiempo. Se agarró a la camilla con las dos manos y se levantó, aprovechando el gesto para derribar aquel trasto en medio del pasillo. Contaba con la ventaja de que ella al menos conocía el interior del hospital, pero sin embargo, tenía menos fuerza para abrirse paso entre las docenas de personas que corrían enloquecidamente en un sentido y en otro. Sin atreverse a volver la vista atrás, sabía que sus perseguidores, a base de empujones, le iban comiendo terreno poco a poco.
Lucía llegó a un cruce de pasillos. Sabía que si iba hacia la derecha llegaría hasta la puerta de acceso, y de ahí, al exterior. Confiaba en que pese al follón reinante hubiese algún tipo de guardia en la puerta. Tan sólo eran cien metros por aquel pasillo...
Una ráfaga de ametralladora casi le arrancó la cabeza nada más poner un pie en el pasillo. Siguiendo un instinto automático, se lanzó al suelo. Desde su espalda, surgieron a su vez más disparos, en dirección al punto de donde habían salido los primeros proyectiles. Antes de que se diese cuenta de lo que estaba pasando, Lucía y otras cincuenta personas se vieron atrapadas en un fuego cruzado entre dos grupos que no paraban de vociferar órdenes y consignas.
«Sal de aquí, o puedes darte por jodida», se dijo rechinando los dientes, mientras se arrastraba hacia una puerta lateral. Un enfermero que no conocía se desplomó a su lado, con la cabeza abierta por un disparo. El aire olía a pólvora, sangre y heces, y los aullidos de dolor de los heridos se mezclaban con los gritos histéricos de los mutilados por alguna explosión.
Un capitán de la Guardia Civil con la guerrera desabrochada, salido sabe Dios de dónde, trataba de poner orden en aquel caos, mientras se desgañitaba gritando.
-¡Alto el fuego, que nos estamos disparando entre nosotros, joder! -Su gesto pareció poner orden por un instante y unos cuantos de los atolondrados tiradores dejaron de disparar.
Lucía sintió una súbita sensación de alivio. Por fin había alguien que parecía tomar las riendas de la situación. Comenzó a arrastrarse en su dirección, pero detuvo su movimiento a medio camino al ver aparecer al lado del capitán la sonriente cara del pelirrojo que había matado a Maite.
Con un gesto elegante, como el de un peluquero que quita un cabello de la camisa de su cliente tras un buen corte, Eric Desauss levantó su pistola y la disparó a menos de un centímetro de la nuca del desprevenido capitán. El guardia civil cayó fulminado al suelo, mientras una enorme fuente roja brotaba a borbotones de su nuca. Los guardias de seguridad que habían dejado de disparar trataron de apuntar al pistolero, pero antes de que pudiesen hacerlo, una ráfaga de ametralladora salida de la otra punta del pasillo barrió a tres o cuatro de ellos.
El caos volvió a estallar. Los guardias olvidaron por completo al tirador solitario y se concentraron de nuevo en el grupo que les hostigaba desde el principio, ocasión que aprovechó Basilio Irisarri para hacerse con uno de los HK caídos en el suelo.
-¡Va por allí! ¡Se ha metido por esa puerta! -dijo Basilio.
Tarareando una cancioncilla, Eric el Belga pasó por encima del cadáver sangrante del guardia civil y se dirigió hacia la puerta, seguido de cerca por Basilio, mientras revisaba el cargador del arma. Sentía la bragueta a punto de estallar, y una sensación de intensa felicidad le recorría el cuerpo. Mientras cruzaba rápidamente el fuego cruzado, la imagen de sí mismo masturbándose sobre el cadáver de aquella zorrita le arrancó una luminosa sonrisa de su rostro.
Madrid
Durante un interminable segundo me quedé congelado, contemplando la Glock como un espantapájaros, incapaz de comprender lo que estaba sucediendo. La jodida pistola no disparaba. Sin embargo, no hubo tiempo para mucho más. El No Muerto se abalanzó sobre Viktor que, atareado, trataba de cambiar el cargador de su HK. Con un rugido gutural el semicarbonizado No Muerto agarró al pequeño ucraniano por el hombro y se precipitó sobre él con intenciones asesinas.
Fue tan sólo la casualidad lo que salvó a Pritchenko de una muerte segura. En un acto reflejo levantó el fusil y, empleándolo como si fuese una estaca, clavó violentamente la boca del cañón en el pecho del No Muerto, impulsando a ambos de espaldas. El No Muerto se vio detenido de golpe, seguramente con alguna costilla rota a causa del topetazo, pero Prit, cogido a contrapié, trastabilló y cayó de espaldas en el suelo de la plaza, totalmente indefenso.
Aquélla era la única oportunidad que el No Muerto necesitaba. Dejándose caer de rodillas, se desplomó sobre el cuerpo de mi amigo, que pugnaba por desasirse de aquel abrazo mortal. Como a cámara lenta, podía ver cómo los dientes del Podrido (perfectamente visibles porque los labios habían quedado reducidos a una estrecha y terrorífica mueca a causa del fuego) chasqueaban como una trampa para osos a pocos centímetros del rostro del eslavo, pálido de terror.
-¡Sácamelo de encima! Dabai, Dabai!-gritaba Viktor, fuera de sí.
Cogiendo carrerilla, le propiné una violenta patada en un costado al No Muerto, descargando todo mi peso en el pie. Aquel patadón habría bastado para dejar sin resuello y medio muerta a una persona normal, pero desgraciadamente los seres que teníamos enfrente estaban hechos de otra pasta. El No Muerto, desequilibrado por mi chut, soltó por unos segundos a Viktor, instante que aprovechó el ucraniano para escabullirse reptando.
En aquel momento toda la atención del engendro estaba centrada en mí. Di un par de pasos atrás, ampliando la distancia, mientras el No Muerto se levantaba trabajosamente. Viktor se colocó en silencio a su espalda, con su gigantesco cuchillo de caza desenvainado, listo para rebanarle el pescuezo.
Antes de que el eslavo pudiese hacer ni un solo gesto, un volcán en miniatura se abrió en una de las sienes del No Muerto, salpicando restos de materia orgánica por todas partes. El cuerpo se desplomó como un fardo, y Viktor y yo nos quedamos por unos instantes frente a frente, estupefactos, y tremendamente aliviados por seguir con vida.
-¿A qué coño jugáis? -La voz de Pauli nos sobresaltó y por un breve momento me pareció el sonido más delicioso sobre la faz de la tierra.
La pequeña catalana se encontraba con una rodilla apoyada en tierra y del cañón de su HK aún salía un hilillo de humo azulado. Había sido ella quien providencialmente había disparado al No Muerto, y en ese instante nos observaba con una expresión de sarcasmo en los ojos.
-Veo que a vosotros dos os va el cuerpo a cuerpo... -había rechifla en su voz-, pero deberíais saber que eso de revolcarse con engendros es de muy mal gusto. -Se levantó, trabajosamente, mientras se sacudía el polvo de las rodillas-. Y además, podríais pillar algo malo, pero en fin, vosotros mismos...
-Esa maldita escopeta se ha encasquillado -protesté indignado, mientras señalaba el HK de Prit-. Y mi pistola no ha funcionado mucho mejor, que digamos. -Sacudí la Glock delante de sus narices-. ¡Así que no me vengas con historias, joder!
-Para empezar, no es una «escopeta», es un fusil -me corrigió Marcelo, mientras se frotaba el hombro derecho, dolorido por las continuas ráfagas de la MG 3-. Y además, ¿cómo hicieron para encasquillar dos armas a la vez? ¡No había visto semejante cosa en mi vida!
Por toda respuesta le tendí mi Glock, con cara de pocos amigos. El porteño sacó el cargador y lo examinó detenidamente. Al poco, levantó la cabeza, con un gesto de incredulidad en su rostro.
-¿Vos le sacaste la primera bala, pelotudo?
-Eeehhh... sí -respondí, sintiendo de repente cómo la sangre se me agolpaba en el rostro. Joder.
Pese al rápido período de instrucción en Tenerife, no había sido capaz de vencer el temor a que la pistola se me disparase accidentalmente mientras la desenfundaba, así que había optado por sacar la primera bala del peine del cargador, de forma que en la recámara no hubiese ningún proyectil.
Pese a que sabía perfectamente que tenía que amartillar el arma antes de disparar, en la confusión de aquel momento, me había olvidado por completo. Si la Glock no había disparado había sido únicamente por mi propia negligencia. Sentí tanta vergüenza que por un segundo deseé que me hubiese matado aquel No Muerto churruscado que yacía a mis pies.
-¿Pero qué clase de gente han mandado con nosotros? -comentó en voz alta uno de los legionarios más jóvenes, escupiendo en el suelo con desdén-. ¡Aficionados!
-Ten cuidado con lo que me llamas, niñato. -Prit se encaró ante el legionario, con un peligroso brillo homicida titilando en sus ojos azules-. Cuando tú aún jugabas en el patio del colegio yo ya degollaba muyahidín en Chechenia. -La voz del ucraniano era gélida y controlada. De repente me di cuenta de que sería capaz de destripar allí mismo a aquel legionario bocazas si le daba la más mínima excusa. Prit me señaló con su mano-. Este tipo ha pasado más cosas de las que tú puedes imaginarte y ha salido de situaciones en las que te hubieses cagado de miedo, así que cierra la boca, ¿estamos?