Los Girasoles Ciegos (11 page)

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Authors: Alberto Méndez

Tags: #novela histórica

BOOK: Los Girasoles Ciegos
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Cuando regresé, Padre, macerado de desdichas y pecados, buscando el perdón al seminario, quizás hubiera sido mejor vuestro perdón que la dilatada prueba a la que vosotros, mis maestros, decidisteis someterme. Mi formación era superior a la de casi todos mis camaradas, pero acepté de buen grado incorporarme como profesor de Párvulos y Preparatoria en el Colegio de la Sagrada Familia. Acepté el diaconato en la orden del Santo Padre Gabriel Taborit dedicada enteramente a la enseñanza. Me incorporé a una orden
menor donde olvidar mis desvaríos y recuperar la Luz.

¡La Luz! Padre, con cuánto desconsuelo hablo hoy de la Luz. A mis párvulos les hablaba de la Luz, porque necesitaba despertar su inquietud bobalicona:
«Numera stellas, si potes»,
les decía para que se sintieran minúsculos, ínfimos, vasallos. Pero la Luz tarda mucho en atravesar la obscuridad y el dolor. ¡Con qué profundo arte Dios ha creado el dolor! En realidad, ahora me doy cuenta, de lo que quisiera hablar es del Dolor porque he aprendido que la Luz y el Dolor forman parte de la misma incandescencia.

Todo empezó con un alumno extraño entre los párvulos. Sólo Dios sabe por qué entre más de doscientos treinta alumnos tuve que fijarme en él. Todos estaban tan desnutridos que su delgadez no significaba nada. Todos eran tan obedientes,
tan sumisos, que su poquedad se difuminaba en esa caterva de niños asustados que veían en el hábito el símbolo de la autoridad recuperada, el otro uniforme de los ejércitos de Dios. Jugaba en el recreo, sí, como sus compañeros, callaba en las filas como sus compañeros, atendía en clase como los demás..., pero había algo en él que, poco a poco, comenzó a llamar mi atención. Lo primero que me sorprendió es que, a pesar de sus siete años, dominaba ya las cuatro reglas mientras sus compañeros balbucían ante El Catón tratando de trabar las letras entre sí para formar palabras que no lograban comprender. Lorenzo, que así se llamaba el niño, leía de corrido, por supuesto.

—Vamos, Lorenzo, que son las ocho.

Lorenzo buscó en el fondo de las sábanas las trizas del sueño interrumpido.

—Vamos a llegar tarde al colegio... Te preparo el desayuno.

El invierno estaba pegado a los balcones acechando la tibieza y el olor a achicoria del interior de la casa. Lorenzo podía protegerse de todo menos del hambre y se levantó dócil y lentamente. Se puso el abrigo sobre el pijama y recorrió el pasillo hasta la cocina situada en el otro extremo de la casa. Su padre, ya vestido y sin afeitar, estaba trajinando en el fogón para que al menos un hornillo mantuviera el calor suficiente para templar la leche.

—Buenos días, hijo.

Un sonido gutural y un gesto mohíno fueron la única respuesta de Lorenzo, que se dejó caer con desgana sobre la única silla de la cocina.

Además del fogón de hierro, había una mesa de mármol sobre una estructura de hierro colado pintada de purpurina y un fregadero de piedra artificial que imitaba el granito. Una placa de zinc sobre la carbonera servía de repisa para un sinfín de cacerolas y sartenes perfectamente limpias, perfectamente ordenadas.

La ventana con fresquera daba a un patio estrecho por el que se intuía la luz del día. Unos visillos y la bombilla apagada protegían la intimidad de la cocina. En el patio, voces desabridas y un incesante batir de huevos daban fe de que el día había comenzado.

—Tómate la leche.

El pan de centeno no flotaba. Se hundía en el fondo del tazón sin asas, pero el hambre estaba tan domesticada que aguardaba sabiamente a que aquellos mendrugos se embebieran en leche y se hicieran comestibles.

—No quiero ir al colegio, papá.

—¿A qué viene eso?

—Es que el hermano Salvador me tiene manía...

La conversación quedó en el aire porque la madre, ya vestida, entró en la cocina con la ropa del niño y, con una maternidad apresurada y eficaz, lavó su cara con una toalla mojada en el agua templada de un puchero que se mantenía también sobre la placa del fogón. Le puso los calcetines, le quitó el abrigo y la chaqueta del pijama para ponerle una camisa de franela gris. Todo esto tenía lugar sin que Lorenzo dejara de desayunarse con la leche y el pan de centeno. Ella le embutió en un jersey cerrado de lana gruesa que encontró no pocas dificultades al pasar por la cabeza y, casi sin levantar a su hijo de la silla donde estaba derrumbado, le quitó el resto del pijama para sustituirlo por unos pantalones cortos con peto que deslizó, con la habilidad de un prestidigitador, bajo el jersey hasta que pudo abotonarle los tirantes. El final del desayuno coincidió con un peine que a duras penas logró domeñar un remolino en la coronilla que daba al niño cierto aspecto de personita en fuga. Un abrigo de paño azul rozado por los codos y una bufanda verde que cubría el rostro de Lorenzo hasta los ojos eran la señal de que el tiempo disponible había concluido.

—Hale, que vamos a llegar tarde al colegio. Dale un beso a papá.

Toda la docilidad con la que había soportado ser lavado, vestido, peinado y abrigado al mismo tiempo que se tomaba el pan de centeno con la leche se convirtió en una mueca mimosa brindada a su padre.

—No quiero ir al colegio, papá.

—Habla más bajo, que pueden oírte.

—Dice que el hermano Salvador le tiene manía.

—Claro que sí. Me está siempre haciendo preguntas y preguntas... hasta en el recreo.

Sus padres se miraron con una complicidad disimulada. Pese a las prisas, trataron de quitar importancia a su curiosidad.

—¿Y qué te pregunta?

—Pues qué hace mamá, que por qué no vienes nunca tú a buscarme al colegio... y que si me gustan los libros..., de todo.

—¿Y tú qué le respondes cuando te pregunta por mí?

—Que estás muerto.

Yo, reverendo padre, tengo un recuerdo dulce de mi infancia. La devoción de mis padres y la virtud de mis maestros me inculcaron desde muy niño el amor por Jesús. Amé al niño Jesús cuando fui niño, me preparé para ser soldado de Cristo cuando fui adolescente e ingresé en el seminario cuando llegó la hora de entregar mi vida a la Santa Madre Iglesia. Ahora recuerdo todo aquello como si mi cuerpo no existiera, como si la única substancia de mi vida hubiera sido la vocación de sacrificio. Después, una dulce marea de entregas y sufrimientos me mantuvo al margen de la vida y fue conformando un alma satisfecha por la conquista heroica de las virtudes teologales, la convicción profunda de la Fe y el silencio íntimo de la meditación.

Quizás por eso, Padre, cuando fui arrojado a la vida, siempre preñada de corrupción y desorden, me sorprendió indefenso porque hasta que lo vi, Padre, yo no había tenido conocimiento del Mal. Y creo que el Mal lo sabía.

Es cierto que acepté de buen grado unirme a la Cruzada, y, si me hubiera llegado la hora durante la contienda, usted y los míos sólo hubieran podido decir de mí lo mismo que el Padre pudo decir del Hijo:
Oblatus est quia ipse voluit.
Es verdad que fui. yo quien quiso el sacrificio, pero también es cierto que nunca intuí lo horrible que era el mundo. Fanfarrón, gregario, embustero, pecador y heroico. Poco a poco me fui desguarneciendo, como si yo estuviera perdiendo la batalla.

Ahora ya puedo hablar de todo aquello, aunque me cuesta recordar, no porque la memoria se haya diluido, sino por la náusea que me produce mi niñez. Recuerdo aquellos años como una inmensidad vivida en un espejo, como algo que tuve la desdicha de sufrir y observar al mismo tiempo. A este lado del espejo estaba el disimulo, lo fingido. Al otro, lo que realmente ocurría. Hoy, lo que recuerdo del niño que fui sigue asustándome porque con los años se impone la convicción de que, si yo no hubiera sido un niño, nada de lo que ocurrió habría sucedido.

Había un mundo que se llamaba Alcalá 177 y el piso tercero, letra C, era mi tierra. Este planeta estaba en un universo, inmenso y al acecho, que era
una manzana triangular limitada por las calles de Alcalá, Montesa y Ayala. ¡Una manzana que ni siquiera tenía cuatro lados, como todas las demás, y, aun así, era mi cosmos! Más allá, había otras galaxias: la calle Torrijos y Goya por un lado y, por el otro, el sombrío mundo de la Fuente del Berro y la Plaza de Manuel Becerra donde habitaban niños más pobres que nosotros a los que nos vinculaba un odio recíproco e injustificado, explicable sólo porque, a la sazón, era todo banderizo: las aceras, la pelota, la peonza, la goma de borrar y los amigos. Además, recuerdo que había un pasadizo aséptico y urgente que desembocaba en el colegio de la Sagrada Familia, un palacete que hacía esquina a las calles de Narváez y O'Donell. Un cuarto de hora de camino que recorrí, acompañado o solo, miles de veces y, sin embargo, tan ajeno a mí que no consigo reconstruir del todo su paisaje. La verdad es que únicamente cuando regresaba a mi manzana volvía a estar en mi universo.

Pero, de todos los recuerdos, el que por encima prevalece es que yo tenía un padre escondido en un armario.

Hoy pienso, Padre, que me llamó la atención algo que le distinguía de los demás: era un niño triste pero con una serenidad extraña para su edad. En sus juegos sin discordia, en su obediencia sin sumisión, en su interés por aprender y su orgullo por saber, en su silencio... Quizá su infancia me recordó la mía y quise revivir en aquel párvulo el niño que yo fui. Pensé que sería un buen pastor en nuestra Iglesia. ¡Ay de mí! Noté algunas otras diferencias: recuerdo que, cuando todos los alumnos en fila, antes de salir del colegio, formaban marcialmente y entonaban el
Cara al sol
al atardecer como despedida de una jornada de jubiloso aprendizaje, Lorenzo no compartía el espíritu de Flecha que sus compañeros demostraban. Mantenía, sí, la compostura, pero un día me acerqué a él sigilosamente por detrás y advertí con sorpresa que mantenía el brazo en alto, movía los labios, pero no cantaba. ¡Le pedíamos amor a su Patria y nos devolvía su silencio!

Le castigué a no abandonar aquel patio si no cantaba el himno completo, pero no cantó. Se mantuvo erguido y con el brazo en alto aunque ni siquiera comenzó la primera estrofa. No sé si prevaleció en mí la ira por su rebeldía o la dicha por la oportunidad de doblegar con mi autoridad a un hijo impío de un siglo sin fe. «¡Canta», le ordené, «es el himno de los que quieren dar la vida por su Patria!»

«Mi hijo no quiere morir por nadie, quiere vivir para mí», dijo una voz suave y melosa a mis espaldas. Me volví y era ella.

Ahora comprendo la frase del Eclesiastés: La mirada de una mujer hermosa, pero sin virtud, abrasa como el fuego. Yo ignoraba entonces que así nacía mi desvarío.

Acostaron al niño y guardaron silencio en el comedor envuelto en la penumbra. El silencio formaba parte de la conversación porque ambos ocultaban sus lamentos. Aunque la ventana del comedor que daba también al patio de las cocinas estaba cubierta por una espesa cortina de terciopelo azul, vestigio de otros tiempos en que, antes de vender todo lo vendible, hubo un aparador con cabezas de guerreros medievales tallados en sus puertas, una alacena con platos de porcelana inglesa y un extraño pez de cristal de Murano con la boca abierta, el matrimonio permanecía en la habitación iluminada únicamente por la luz que llegaba del pasillo, para que nadie advirtiera que había dos adultos viviendo en esa casa.

Mientras la claridad del día prevaleciera sobre la luz del interior, Ricardo Mazo podía moverse con cierta soltura por el piso, evitando siempre acercarse a las ventanas y a los balcones. Las habitaciones del fondo daban a la calle Ayala y enfrente había un cine, el Argel, que estaba siempre vacío por las mañanas. Era ése el momento que aprovechaba Ricardo para, con las precauciones necesarias, ver la calle, la gente que vivía transitando una ciudad llena de espacios, de conversaciones, de saludos, de prisas y de parsimonias que él reconocía como suyas. Pero cuando oscurecía, Ricardo nunca entraba en una habitación iluminada, esperaba a que apagaran la luz del pasillo para ir al baño y caminaba con un sigilo que, en ocasiones, conseguía asustar a su mujer y a su hijo. Todo estaba preparado para que él no ocupara lugar en el espacio iluminado.

—Tengo que escaparme de aquí, intentar pasar a Francia.

Elena buscó las manos de su marido sobre la mesa. No hacía falta repetir que aún no era posible, que había que esperar que se fueran apagando los rigores de la venganza, que el gobierno de Vichy estaba deportando refugiados españoles a mansalva y que, de huir, lo harían todos juntos, ellos dos y el niño. Nunca más volvería a separarse lo que quedaba de familia. Su hija mayor, Elena, había escapado con un poeta adolescente al terminar la guerra y nunca volvieron a tener noticias de ella. Ni siquiera se atrevían a preguntarse si vivía.

Preñada de ocho meses, su hija huyó de Madrid a los pocos meses de terminar la guerra siguiendo a un aprendiz de poeta que se transfiguraba recitando a Garcilaso.

El muchacho había publicado unos poemas —pindáricos, decía él— en
Mundo Obrero
y en algunos boletines del Ejército Popular y temió ser ajusticiado por ello. Se ocultaron en casa de Eulalia, una antigua criada de los padres de Elena, hasta que encontraron la oportunidad de salir clandestinamente de Madrid en un camión que transportaba ganado a Valladolid. No volvieron a tener noticias de ellos aunque les consolaba pensar que habían logrado exiliarse.

Hablar siempre en voz baja es algo que, poco a poco, disuelve las palabras y reduce las conversaciones a un intercambio de gestos y miradas. El miedo, como la voz queda, desdibuja los sonidos porque el lado oscuro de las cosas sólo puede expresarse con silencio.

Fui ingenuo, Padre, porque creí que todas las cosas del mundo tenían ya su nombre, es decir, estaban ya clasificadas. Yo pensaba que en eso estribaba la armonía. Para mí era suficiente con llamar a las cosas por su nombre, buscar los sentimientos en el diccionario de las Sagradas Enseñanzas para saber si estábamos hablando de la Gracia o de la Perdición. Pero hay un campo de nadie, Padre, que no está donde está el pecado y su castigo, ni está tampoco donde la virtud y su recompensa: si tuviera que dibujar un mapa trazaría una ancha franja oscura a la que, con el derecho que se otorga a los descubridores, me atrevería a llamar Elena. Elena era y es la madre de Lorenzo.
Voluntas bona, amor bonus; voluntas mala, amor malus.
¡Santo Tomás se hubiera sorprendido con la complejidad de mi mapa! Hay un lado turbio en todos los paisajes que nunca podremos reducir a la simple geografía. Padre, hay un punto oscuro en nuestro ser que no contemplaron nuestros Padres: entre lo beatífico y lo abyecto hay un campo inmenso que no resuelve el problema del Bien y del Mal, un ámbito ambiguo, ahora lo sé, que es precisamente el de
los hijos de Adán. Padre, hay que ser hijo predilecto del Señor para no tener que elegir entre lo divino y su contrario. Yo sólo soy un hombre, Padre, hijo del error original y la maldición que conlleva.

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