Read Los hechos del rey Arturo y sus nobles caballeros Online
Authors: John Steinbeck
Tags: #Histórica, aventuras, #Aventuras
En seguida se abrieron las puertas de la torre para dar paso a Arturo y sus mejores caballeros, quienes sorprendieron a sus enemigos en el campamento y cayeron sobre ellos dando tajos a diestro y siniestro. Arturo los condujo y luchó con tal ferocidad y destreza que sus caballeros, al ver su vigor y habilidad, sintieron redoblarse su valor y su confianza y se lanzaron al combate con renovadas fuerzas.
Algunos de los rebeldes irrumpieron por la retaguardia y rodearon y atacaron por la espalda a las fuerzas de Arturo, pero Arturo volvió grupas y repartió mandobles a uno y otro lado, internándose en lo más tupido de la batalla hasta que le mataron el caballo. Cuando Arturo quedó sin montura, el rey Lot se abalanzó sobre él, pero cuatro de sus caballeros se lanzaron a rescatarlo y le trajeron otro corcel. Sólo entonces el rey Arturo desenvainó la milagrosa espada de la piedra, cuya hoja despidió un resplandor que encegueció a sus adversarios, a quienes hizo retroceder con gran pérdida de hombres.
Entonces los pobladores de Caerleon se sumaron a la lucha armados con palos y garrotes, derribando a muchos caballeros y dándoles muerte. Pero la mayor parte de los señores se mantuvo unida y, guiando a sus restantes caballeros, se retiró en orden defendiendo la retaguardia. En este momento Merlín apareció ante Arturo y le aconsejó no perseguirlos, pues sus hombres estaban fatigados por el combate y eran pocos en número.
Luego Arturo reposó y celebró con sus caballeros. Y al poco tiempo, cuando se restableció el orden, marchó de regreso a Londres y convocó a todos sus barones leales a un consejo general. Merlín predijo que los seis señores rebeldes proseguirían la guerra con esporádicas irrupciones y correrías por el reino. Cuando el rey preguntó a los barones qué convenía hacer, ellos respondieron que no podían ofrecerle sus consejos, sino sólo su fuerza y lealtad.
Arturo les agradeció su valor y su apoyo, pero les dijo:
—Ruego a cuantos me amáis que habléis con Merlín. Sabréis lo que él hizo por mí. El conoce muchas cosas extrañas y secretas. Cuando estéis con él, pedidle consejo acerca de nuestras próximas decisiones.
Los barones asintieron, y cuando Merlín vino a ellos le suplicaron ayuda.
—Puesto que me lo preguntáis os lo diré —dijo Merlín—. Os advierto que vuestros enemigos son excesivamente poderosos para vosotros y que son tan buenos guerreros como el que más. Por otra parte, ya acrecentaron su coalición con cuatro señores más y un poderoso duque. A menos que el rey pueda hallar más caballeros que los que hay en el reino, está perdido. Si enfrenta a sus enemigos con las fuerzas de que dispone, ganará la derrota y la muerte.
—¿Qué conviene hacer entonces? —exclamaron los barones—. ¿Cuál es el mejor partido?
—Escuchad mi consejo —dijo Merlín—. Cruzando el Canal, en Francia, hay dos hermanos, ambos reyes y hombres aguerridos. Uno es el rey Ban de Benwick y el otro el rey Bors de Galia. Estos reyes están en guerra con un rey llamado Claudas, quien es tan rico que puede contratar a cuantos caballeros le plazca, de modo que tiene ventaja sobre los dos reyes hermanos. Sugiero que nuestro rey escoja a dos caballeros de confianza y los mande con mensajes al rey Ban y al rey Bors, pidiéndoles socorro contra sus enemigos y prometiéndoles ayuda contra el rey Claudas. ¿Qué os parece mi sugerencia?
—A mí me parece un buen consejo —dijo el rey Arturo. Hizo redactar dos cartas en lengua muy cortés dirigidas al rey Ban y al rey Bors, llamó a Sir Ulfius y a Sir Brastias y les encomendó que entregaran las cartas. Ambos partieron con buenas armas y buenas monturas y cruzaron el Canal para luego continuar rumbo a la ciudad de Benwick. Pero en una senda estrecha del camino los interceptaron ocho caballeros que intentaron capturarlos. Sir Ulfius y Sir Brastias rogaron a los caballeros que les permitieran el paso, dado que traían mensajes del rey Arturo de Inglaterra destinados al rey Ban y al rey Bors.
—Habéis cometido un error —dijeron los caballeros—. Somos hombres del rey Claudas.
Entonces dos de ellos pusieron la lanza en ristre y acometieron a los caballeros del rey Arturo, pero Sir Ulfius y Sir Brastias eran hombres experimentados en el uso de las armas. Bajaron las lanzas, embrazaron los escudos y afrontaron la carga. Las lanzas de los caballeros de Claudas se despedazaron por el impacto, y los hombres, alzados en vilo, cayeron de sus sillas. Sin detenerse ni volver grupas, los caballeros de Arturo prosiguieron la marcha. Pero los otros seis caballeros de Claudas galoparon en persecución de ellos hasta que el sendero volvió a estrecharse y dos hombres bajaron las lanzas y se precipitaron sobre los mensajeros. Y estos dos sufrieron la misma suerte que sus compañeros. Quedaron tumbados en el suelo, sin nadie que los socorriera. Por tercera y cuarta vez los caballeros del rey Claudas trataron de detener a los mensajeros y cada uno de ellos fue derribado, de manera que los ocho quedaron magullados y heridos. Los mensajeros no se detuvieron hasta llegar a la ciudad de Benwick. Cuando los dos reyes se enteraron de su llegada, enviaron a su encuentro a Sir Lyonse, señor de Payarne, y al buen caballero Sir Phariance. Y cuando estos caballeros supieron que los recién llegados venían de parte del rey Arturo de Inglaterra, les brindaron la bienvenida y sin demora los condujeron a la ciudad. Ban y Bors acogieron amistosamente a Sir Ulfius y Sir Brastias, pues tenían a Arturo en gran honra y respeto. Luego los mensajeros besaron las cartas que traían y las entregaron en manos de los reyes quienes se complacieron al enterarse del contenido. Aseguraron a los mensajeros que prestarían oídos a la solicitud del rey Arturo. E invitaron a Ulfius y Brastias a reposar y celebrar con ellos tras la larga jornada. Durante el festín, los mensajeros relataron sus aventuras con los ocho caballeros del rey Claudas. Y Bors y Ban festejaron la historia, diciendo:
—Ya veis, nuestros amigos, nuestros nobles amigos, también os dieron la bienvenida. Si lo hubiésemos sabido, no habrían salido tan bien librados.
Y los caballeros recibieron de ambos reyes todos los obsequios de la hospitalidad, y tantos regalos que apenas podían llevarlos.
Entretanto, los reyes prepararon su respuesta al rey Arturo e hicieron escribir cartas en las que prometían acudir en socorro de Arturo en cuanto pudieran y con un ejército tan numeroso como les fuera posible. Los mensajeros desandaron el camino sin obstáculos y cruzaron el Canal rumbo a Inglaterra. El rey Arturo quedó muy satisfecho.
—¿Cuándo suponéis —preguntó— que vendrán estos reyes?
—Señor —respondieron los caballeros—, estarán aquí antes del día de Todos los Santos.
Entonces el rey despachó mensajeros a todas partes del reino anunciando una gran fiesta para el día de Todos los Santos, y prometiendo justas y torneos y toda suerte de entretenimientos.
Los reyes, tal como lo habían prometido, cruzaron el mar y entraron a Inglaterra, acompañados por trescientos de sus mejores caballeros totalmente equipados con vestiduras de paz y armaduras de guerra. Fueron recibidos con gran pompa y Arturo acudió a darles la bienvenida a diez millas de Londres, con gran júbilo de los reyes y de todos los presentes.
El día de Todos los Santos los tres reyes se sentaron uno junto al otro en el gran salón y presidieron la fiesta. Sir Kay el Senescal, Sir Lucas el Mayordomo y Sir Gryfflet se encargaron del servicio, pues estos tres caballeros impartían órdenes a todos los sirvientes del rey. Cuando el festín terminó y todos se hubieron lavado la grasa de la comida de sus manos y sus mantos, el séquito enfiló hacia el campo de los torneos, donde setecientos caballeros montados aguardaban ansiosamente la competencia. Los tres reyes, junto con el Arzobispo de Cantórbery y Sir Ector, el padre de Kay, ocuparon sus sitios en un gran estrado protegido y decorado con telas de oro. Los circundaban hermosas damas y doncellas reunidas para observar el torneo y juzgar quién luchaba mejor.
Los tres reyes dividieron a los setecientos caballeros en dos bandos, los de Galia y Benwick por una parte y los de Arturo por la otra. Los buenos caballeros embrazaron los escudos y enristraron las lanzas, disponiéndose a la lucha. Sir Gryfflet acometió en primer lugar y Sir Ladynas decidió enfrentarlo, y ambos chocaron con tal fuerza que los escudos se partieron en dos y los caballos cayeron al suelo, y tanto el caballero inglés como el francés quedaron a tal punto aturdidos que muchos los creyeron muertos. Cuando Sir Lucas vio a Sir Gryfflet tendido en el suelo, cargó sobre el francés y lo acometió con su espada, trabándose en lucha con varios a la vez. Y en eso Sir Kay, seguido por cinco caballeros, súbitamente se lanzó al combate y derribó a seis oponentes. Nadie equiparó esa tarde a Sir Kay, pero dos caballeros franceses, Sir Ladynas y Sir Grastian, conquistaron unánimes elogios. Cuando el buen caballero Sir Placidas se trabó con Sir Kay y tumbó al jinete y al caballo, Gryfflet se enardeció tanto que derribó a Sir Placidas. Al verlo a Sir Kay en tierra, los cinco caballeros montaron en cólera, y cada uno escogió a un caballero francés y derribó a su adversario.
Entonces el rey Arturo y sus aliados, Ban y Bors, advirtieron que el furor de la batalla cundía en ambos bandos y comprendieron que el torneo cesaría de ser una justa deportiva para transformarse en guerra mortal. Los tres saltaron del estrado, montaron en pequeños rocines y entraron al campo para apaciguar a los hombres exaltados. Les ordenaron que dejaran de luchar y se retiraran del campo y fueran a sus cuarteles. Al rato, el furor de los hombres se aplacó y todos obedecieron a sus reyes. Volvieron a sus casas y se quitaron la armadura; se consagraron a sus oraciones y, ya sosegados, cenaron.
Después de la cena, los tres reyes fueron a un jardín y allí entregaron los galardones del torneo a Sir Kay, Sir Lucas el mayordomo y al joven Gryfflet. Y después de eso celebraron un consejo y convocaron a Sir Ulfius, Sir Brastias y Merlín. Comentaron la guerra inminente y discutieron sobre los varios modos de conducirla, pero estaban fatigados y se retiraron a dormir. A la mañana, después de misa, reiniciaron el consejo y hubo opiniones diversas en cuanto a lo que más convenía hacer; pero al fin concretaron un acuerdo. Merlín, Sir Grastian y Sir Placidas debían regresar a Francia, los dos caballeros para custodiar, proteger y gobernar ambos reinos, y Merlín para reclutar un ejército y hacerle cruzar el Canal. Los caballeros recibieron los anillos reales de Ban y Bors como signo de su autoridad.
Los tres viajaron a Francia y llegaron a Benwick, donde el pueblo aceptó la autoridad conferida por los anillos y, tras solicitar nuevas sobre la salud y ventura de sus soberanos, acogió con satisfacción las buenas noticias.
Luego Merlín, en representación del rey, congregó a todos los hombres aptos para la lucha, encomendándoles que trajeran armas, armadura y provisiones para el viaje. Quince mil hombres de armas respondieron al llamado, tanto jinetes como peones. Se reunieron en la costa, con su equipo y sus vituallas. Merlín escogió entre ellos diez mil jinetes y al resto lo envió con Grastian y Placidas, para que los ayudaran a defender el país contra su enemigo el rey Claudas.
Luego Merlín consiguió naves y embarcó a los caballos y los guerreros, y la flota cruzó el Canal a salvo y echó anclas en Dover. Merlín condujo a su ejército hacia el norte, por senderos secretos, al amparo de los bosques y a través de valles ocultos, y los hizo acampar en Bedgrayne, en un valle oculto circundado por una floresta. Les ordenó mantenerse a resguardo y cabalgó adonde Arturo y los dos reyes, anunciándoles que había regresado y que diez mil jinetes, armados y bien dispuestos, acampaban secretamente en el Bosque de Bedgrayne. Los reyes se asombraron de que Merlín hubiese hecho tanto en tan poco tiempo, pues les parecía un milagro, y lo era.
Entonces el rey Arturo puso en marcha su ejército de veinte mil hombres y, para impedir que los espías se enterasen de sus movimientos, despachó guardias de avanzada para desafiar y capturar a todo el que no ostentara el sello y la marca del rey. El ejército avanzó día y noche sin descanso hasta que llegó al Bosque de Bedgrayne, donde los reyes descendieron al valle oculto y encontraron un ejército escondido y bien pertrechado. Y quedaron muy satisfechos y ordenaron que a todo el mundo se le suministrase los alimentos y el equipo necesarios.
Entretanto, los señores del norte, indignados por su derrota en Caerleon, habían estado preparando su venganza. Los seis jefes rebeldes originales habían sumado otros cinco a su coalición, y todos ellos se dispusieron para la guerra y juraron no descansar hasta haber destruido al rey Arturo.
Éstos eran los jefes y el número de sus fuerzas. El duque de Cambenet trajo cinco mil jinetes armados. El rey Brandegoris prometió cinco mil. El rey Clarivaus de Northurnberland tres mil; el joven Rey de los Cien Caballeros contribuyó con cuatro mil jinetes. El rey Uryens de Gore trajo seis mil, el rey Cradilment cinco mil, el rey Nentres cinco mil, el rey Carados cinco mil y, finalmente, el rey Anguyshaunce de Irlanda prometió traer cinco mil jinetes. Por fin, el ejército del norte llegó a tener cincuenta mil hombres armados a caballo y diez mil peones bien armados. Los enemigos del norte no tardaron en reunirse y avanzar hacia el sur, despachando exploradores que precedían la marcha. No lejos del Bosque de Bedgrayne llegaron a un castillo y lo cercaron, y luego, dejando hombres suficientes para mantener el sitio, el grueso del ejército prosiguió hacia donde acampaba el rey Arturo.
Las avanzadas del rey Arturo se encontraron con los exploradores del norte y los capturaron, y los exploradores fueron obligados a revelar en qué dirección marchaba la hueste enemiga. Se despacharon hombres para incendiar y asolar los campos por los que avanzaría el ejército enemigo, de modo que no obtuviera víveres ni forraje.
En ese momento el joven Rey de los Cien Caballeros tuvo un sueño prodigioso y lo reveló a los demás. Soñó que un viento espantoso devastaba la tierra, derribando ciudades y castillos, y que lo seguía una marejada que arrastraba todo a su paso. Los señores que escucharon el sueño dijeron que era el presagio de una batalla grandiosa y definitiva.
El viento y la ola destructora del sueño del joven caballero configuraban un símbolo de lo que todos presentían, que el resultado de la batalla decidiría si Arturo iba a ser rey de Inglaterra para gobernar todo el reino con paz y justicia, o si el caos creado por reyezuelos mezquinos y pendencieros prolongaría la desdichada oscuridad que aquejaba al reino desde la muerte de Uther Pendragon.