Los hijos de los Jedi (2 page)

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Authors: Barbara Hambly

Tags: #Ciencia Ficción

BOOK: Los hijos de los Jedi
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—¿Cray? ¿Te refieres a la estudiante de Luke? —Han fue hacia ella—. Cray es la rubia de las piernas interminables, ¿no?

Leia le hundió el codo en las costillas con la fuerza suficiente para que Han torciera el gesto.

—Da la casualidad de que esa «rubia de las piernas interminables» es la innovadora más brillante que ha surgido durante la última década en el terreno de la inteligencia artificial.

Han se inclinó sobre su hombro y pulsó una tecla para solicitar las informaciones secundarias disponibles.

—Bueno, Cray sigue siendo rubia y sigue teniendo unas piernas interminables… Eh, qué extraño.

—¿El qué? ¿Que alguien asesine a una experta en programación de androides que llevaba mucho tiempo retirada?

—Que alguien haya contratado a Phlygas Grynne para que asesinara a una experta en programación de androides retirada. —Han hizo bajar la barra de subrayado luminoso hasta la línea de
Sospechoso
—. Phlygas Grynne es uno de los asesinos más solicitados de los Mundos del Núcleo, y cobra cien mil créditos por cada trabajo. ¿Quién puede haber odiado tanto a una programadora?

Leia echó su silla hacia atrás y se levantó. Las palabras que acababa de pronunciar Han la habían afectado considerablemente.

—Depende de qué estuviera programando —murmuró.

Han se irguió, pero ya había percibido el cambio en la expresión de los ojos de Leia y no dijo nada.

—Su nombre no figuraba en ninguna lista —comentó por fin mientras Leia iba hacia el espejo del guardarropa para ponerse los pendientes y se examinaba en él con aparente despreocupación.

—Había sido alumna de Magrody.

—Al igual que ciento cincuenta personas más —observó Han con afabilidad. Podía sentir la tensión que irradiaba de Leia como rayos gamma de un agujero negro—. Nasdra Magrody daba clases justo cuando el Emperador estaba construyendo la Estrella de la Muerte, ¿no? Él y sus alumnos eran los mejores talentos disponibles en ese momento. ¿A quién podía echar el guante Palpatine aparte de a ellos?

—Bueno, ya sabes que siguen diciendo que yo tuve mucho que ver con la desaparición de Magrody. —Leia se dio la vuelta hasta quedar de cara a Han, y sus labios se fruncieron para formar una mueca llena de amarga ironía—. No me lo dicen a la cara, naturalmente —añadió, riendo el «¿Quién dice eso?» que se precipitaba hacia los labios de su esposo y que las llamas de la ira empezaban a arder en sus ojos—. Venga, Han… ¿Acaso creías que puedo permitirme el lujo de no estar al corriente de las murmuraciones de la gente? Eso ocurrió antes de que yo tuviera ninguna clase de poder dentro de la Alianza, así que dicen que me las arreglé para que «mis amigos contrabandistas» mataran a Magrody y a su familia y escondieran los cadáveres en un sitio donde nunca pudieran ser encontrados.

—La gente siempre está diciendo ese tipo de cosas sobre los gobernantes. —Ver el dolor que palpitaba detrás de la armadura de calma de Leia hizo que la voz de Han sonara repentinamente áspera y seca—. En el caso de Palpatine, era verdad.

Leia no dijo nada. Sus ojos volvieron durante un momento al espejo, y se concentró en alisar los pliegues de su tabardo y dar los últimos toques a su complejo peinado. Después fue hacia el umbral, pero Han la cogió por los brazos y la detuvo, haciéndola girar hasta dejarla de cara a él para poder contemplarla: esbelta, no muy alta y muy hermosa y a punto de cumplir treinta años, la Princesa Rebelde que se había convertido en líder de la Nueva República.

No sabía qué deseaba decirle, o qué podía decirle para librarla de una parte del peso que veía detrás de sus ojos. Han acabó limitándose a estrecharla contra su pecho y la besó, y el beso fue mucho más delicado y suave de lo que había pretendido en un principio.

—Lo horrible es que no pasa ni un solo día en el que no piense en hacerlo —murmuró Leia.

Giró sobre sí misma como si quisiera darle la espalda, y sus labios se tensaron en aquella expresión helada que Han sabía ocultaba un dolor tan intenso que no quería revelárselo ni siquiera a él. Todos esos años durante los que había estado obligada a confiar únicamente en sí misma y a no dar muestras de debilidad delante de nadie habían dejado su marca en Leia.

—Tengo las listas. Sé quién trabajó en la construcción de la Estrella de la Muerte, quién formó parte de los «tanques de cerebros» de Palpatine, quién daba clases en el centro de adiestramiento orbital de Omwat…, y sé que todas esas personas están fuera de la jurisdicción de la República. Pero también sé lo poco que me costaría hacer algunos malabarismos con los créditos y los fondos del Tesoro y contratar a tipos como Phlygas Grynne o Dannik Jericó o cualquiera de esos «amigos contrabandistas» de los que hablan para que encontraran a esas personas e hicieran que…, que desapareciesen. Sin juicios, sin que nadie hiciera preguntas, sin una sola posibilidad de que acabaran quedando en libertad gracias a algún tecnicismo estúpido. Podría hacerlo, ¿entiendes? Porque yo sé que son culpables y porque quiero que se haga así, y no necesitaría ninguna otra razón…

Leia suspiró, y un poco del dolor desapareció de su rostro cuando su mirada volvió a encontrarse con la de Han.

—Luke siempre está hablando del poder que se puede encontrar en el lado oscuro —siguió diciendo—. La Fuerza no es lo único que tiene un lado oscuro. Y lo más terrible del lado oscuro es lo fácil que resulta de utilizar…. y que siempre te proporciona lo que crees desear.

Leia se apoyó en el pecho de Han y volvió a besarle, dándole las gracias. El incesante movimiento del viento llenaba el cielo de luz y del tintinear de las campanillas.

Leia sonrió.

—Bien, creo que nos están esperando.

Los rebaños siguieron reuniéndose. Cada uno, que era una ciudad en sí mismo, se unió a los demás y fue estableciendo conexiones para formar una gigantesca y resplandeciente ciudad de piedras luminosas, maderas oscuras y cristales destellantes, envuelta en la exuberancia del verdor. Puentes segmentados se estiraron como manos que estuvieran dando la bienvenida para unir entre sí las plataformas de los clanes y las casas flotantes. Globos, planeadores y cometas se deslizaron por los aires, patinando ágilmente entre las plataformas. Criaturas arbóreas, vagabundos de los árboles y toda la abigarrada fauna de la parte superior del dosel selvático trepó despreocupadamente hasta las cestas recolectoras desde los árboles que se alzaban por debajo de ellas, para parlotear y silbar en los árboles y las balconadas mientras los ithorianos se dirigían hacia la plaza central del
Nube-Madre.

El
Nube-Madre
—un rebaño famoso por sus hospitales y sus centros de manufactura del cristal— había sido escogido en una gran votación como el lugar donde se celebraría la recepción de los representantes de la República, básicamente porque contaba con las mejores instalaciones de acogida de visitantes y el puerto de lanzaderas más grande, aunque también era verdad que aparte de todo eso era uno de los más hermosos. Cuando emergió a la límpida y potente claridad solar que bañaba la plataforma superior de los niveles del Centro de la Reunión, Leia tuvo la impresión de que la inmensa plaza que se extendía delante de ella era un gigantesco jardín repleto de sedas multicolores y guirnaldas de flores del que emergía un bosque de robustos cuellos coriáceos y ojos afables y llenos de benevolencia.

Un ulular de aplausos y bienvenidas brotó de la multitud y onduló por el aire como el cántico de un millón de pájaros que saludaran el amanecer. Los ithorianos agitaron pañuelos y flores, no rápidamente sino en largas y lánguidas curvas. Para los ojos humanos resultaban torpes y desgarbados, y en algunos momentos incluso daban un poco de miedo, pero estar en su hogar hacía que poseyeran una extraña y grácil belleza. Leia alzó las manos en un gesto de saludo y vio cómo Han levantaba el brazo para saludar junto a ella. Jacen y Jaina, los gemelos de tres años de edad, soltaron las manos de Winter, su aya, para imitar con lenta solemnidad a sus padres detrás de ellos. El pequeño Anakin se limitó a quedarse muy quieto, sosteniéndose de pie sin soltar la mano de Jaina, y contempló cuanto le rodeaba con ojos como platos mientras los líderes de los rebaños salían de la multitud. Eran doce, y sus estaturas variaban desde los dos metros hasta los tres en tanto que su colorido abarcaba desde el verde más oscuro de la jungla hasta el amarillo cegadoramente luminoso del pájaro pellata. Sus cabezas en forma de T y con los ojos muy separados tan típicos de los ithorianos oscilaban lentamente sobre sus gruesos cuellos, y estaban envueltas en una inexplicable aureola de amable sabiduría.

—Excelencia… —L'mwaw Moolis, enlace de Ithor con el Senado de la República, inclinó el cuello y extendió sus largos brazos en un grácil gesto de sumisión y respeto—. Os doy la bienvenida al Momento de la Reunión en nombre de todos los rebaños de Ithor. General Solo… Maestro Skywalker…

Leia casi había olvidado que Luke también estaría presente en la ceremonia. Debía de haber salido a la plataforma justo detrás de ella y allí estaba, inclinando la cabeza en respuesta al saludo de la enlace ithoriana. Durante los últimos tiempos su hermano siempre parecía estar envuelto en una oscura capa de silencio interior, y la expresión entre sombría y distante de su rostro mostraba todo el peso que implicaba ser un Jedi y la carga de los caminos que eso le había obligado a recorrer. Sólo sus raras sonrisas permitían que Leia pudiese volver a ver al joven granjero de rostro moreno y cabellos color arena que se había abierto paso luchando hasta la celda de detención de la Estrella de la Muerte, y que había entrado en ella oculto bajo una armadura blanca que había tomado prestada para anunciarse con un tímido «Oh… Eh… Soy Luke Skywalker».

Las sombras que se acumulaban entre las columnas del porche de la Sala de la Reunión hacían que Leia apenas pudiera entrever las siluetas de sus otros acompañantes en aquella recepción diplomática, pero sabía que estaban allí. Chewbacca el wookie, copiloto de Han, mecánico y el amigo más íntimo y querido de sus tiempos de contrabandista, alzaba sus más de dos metros cubiertos de pelaje rojizo minuciosamente cepillado para la ocasión junto al reluciente cuerpo dorado del androide de protocolo Cetrespeó y la achaparrada forma cilindrica de Erredós, su contrafigura astromecánica.

«Ah, todas esas batallas…», pensó Leia mientras se volvía hacia la delegación ithoriana, y su mente pareció recorrer de nuevo todas aquellas estrellas y planetas cuyos nombres a veces apenas era capaz de recordar aunque volviera a sentir el frío helado, el calor y el pánico cada vez que tenía una pesadilla… Y sin embargo, la República estaba viva después de todos los peligros y todo el miedo que habían soportado por ella, y seguía creciendo a pesar de los señores de la guerra del Imperio fragmentado, de los sátrapas del antiguo régimen, y de los planetas que habían saboreado la libertad y querían obtener la independencia total de cualquier federación. La límpida gloria de aquel día espléndidamente soleado y la calma perfecta de aquel mundo alienígena hacían que resultara imposible pensar que el triunfo final pudiera escaparse de sus manos.

Vio cómo Luke se movía, girando bruscamente sobre sí mismo como si acabara de oír algún sonido extraño. Los ojos de su hermano recorrieron los dos niveles de arcadas que flanqueaban la Sala de la Reunión, y Leia experimentó aquella terrible sensación de peligro en el mismo instante que él.

—¡Solo!

La voz era un grito ronco y desgarrador.

—¡Solo!

El hombre surgió de la balconada superior de la arcada moviéndose con la velocidad instintiva e incontenible de un animal que no necesita pensar para actuar, aterrizó a mitad del tramo de escalones y fue hacia ellos como una exhalación con los brazos extendidos. Los ithorianos se tambalearon, pillados por sorpresa, cuando se abrió paso a empujones entre sus filas, y un instante después se apresuraron a retroceder con el rostro lleno de miedo y perplejidad. Leia tuvo un fugaz vislumbre de ojos enloquecidos girando frenéticamente de un lado a otro y de gotitas de saliva que salían despedidas de una barba sucia y enmarañada mientras pensaba que aquel hombre no iba armado, y comprendía apenas un segundo después que se encontraba ante una criatura para la que eso no significaba absolutamente nada.

Los líderes de los rebaños ithorianos convergieron sobre el hombre, pero sus reflejos eran los de mil generaciones de herbívoros. El atacante ya estaba a menos de medio metro de Han cuando Luke se interpuso en su camino, sin que ello pareciese exigirle ningún esfuerzo o apresuramiento, para aferrar la mano de dedos tensos como garras y hacerla girar, volteando al hombre en un círculo impecable que acabó depositándole sobre el pavimento sin ninguna violencia. Han, que había retrocedido un paso para que Luke tuviera espacio y pudiese actuar, fue hacia él y le ayudó a sujetar a su atacante.

Era como tratar de mantener inmovilizado a un rancor furioso. Había algo horrendamente animal en la forma de sacudirse y debatirse de aquel hombre, y su resistencia era tan desesperada que casi consiguió imponerse a la fuerza combinada de Han y Luke. Chewbacca y los ithorianos echaron a correr hacia ellos, y el hombre acogió su llegada con gritos de bestia enloquecida.

—¡Todos moriréis! ¡Todos moriréis! —Las manos retorcidas y cubiertas de suciedad del nombre bailaron en el aire, intentando agarrar a Han mientras el wookie y los ithorianos lo levantaban del suelo—. ¡Os matarán a todos! ¡Solo! ¡Solo!

Su voz trepó por la escala tonal hasta acabar convirtiéndose en un espantoso alarido cuando un médico de uno de los rebaños, que había llegado a la carrera envuelto en un revolotear de tela púrpura desde la Sala de la Reunión, dejó caer un infusor sobre su cuello. El hombre jadeó y su boca se contorsionó en un desesperado intento de tragar aire mientras un dolor ciego e irracional invadía sus ojos, y después su cuerpo se relajó bruscamente y perdió el conocimiento para desplomarse entre la docena de brazos que habían estado intentando sujetarle.

La primera reacción de Leia fue reunirse con Han, pero los dos metros de plataforma que se interponían entre ellos se convirtieron en un muro infranqueable de gigantescos ithorianos gesticulantes que parloteaban a toda velocidad, como una orquesta de sonoridad imposiblemente hermosa cuyos músicos hubieran sido drogados con rompementes o roca cerebral. Umwaw Moolis surgió de la nada y apareció delante de ella.

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